¿Acaso Júpiter y Mitra lo habían protegido durante tanto tiempo para que acabara muriendo como un perro?
Escarbó la tierra dura con las uñas y consiguió reunir un pequeño puñado.
El veterano hizo una mueca y bajó la espada con fuerza.
Ajeno al dolor de sus costillas, Romulus rodó a un lado al tiempo que alzaba el brazo. El movimiento de Ammias lo había dejado a su alcance y, en el último momento, el joven soldado abrió la mano. Los ojos de su enemigo se llenaron de tierra y el
gladius
se clavó en el suelo, a escasos dedos de Romulus.
Cegado, Ammias gritaba de agonía.
Romulus aprovechó la situación y le dio un puñetazo en el plexo solar, aunque se magulló el puño con la cota de malla del veterano.
Ammias cayó y soltó la empuñadura de la espada con la boca abierta por la sorpresa.
Los soldados allí congregados enmudecieron de la conmoción.
Romulus se puso de rodillas, agarrándose las costillas con la mano izquierda.
Ammias, a su lado, se estaba dando la vuelta para ver si encontraba el
gladius.
Romulus se le adelantó. Arrancándola con un gruñido, golpeó a su enemigo en la cara con la hoja plana. Se oyeron los cartílagos al romperse, seguidos de un grito ahogado. Ammias se tambaleó hacia atrás, agarrándose la nariz destrozada. La sangre le chorreaba por entre los dedos; tenía los ojos inflamados y llenos de tierra. Ya no estaba en condiciones de pelear. Romulus se planteó matarlo durante unos instantes. Al fin y al cabo, Ammias era uno de los hombres que habían intentado asesinarlo en múltiples ocasiones, y uno de los culpables de que toda la legión se hubiera vuelto contra ellos. Pero iba desarmado, no podía defenderse. Le arrebató el
scutum
a Ammias y se quedó de pie.
No era ningún asesino a sangre fría. Y Brennus necesitaba su ayuda.
Dado que Optatus tenía a su contrincante debilitado por la pérdida de sangre, estaba haciendo todo lo posible por matar al galo. A Brennus, su enorme fortaleza le había permitido seguir resistiendo los ataques certeros del legionario. Cuando Optatus vio a Romulus corriendo hacia él, redobló sus esfuerzos. Los golpes con el escudo iban seguidos de inmediato por estocadas del
gladius
. Se trataba de una combinación de izquierdazo y derechazo difícil de resistir durante mucho tiempo.
Intentando soportar lo mejor posible las oleadas de dolor de las costillas rotas, Romulus se acercó a los dos hombres. Al final, Optatus tuvo que girarse y enfrentarse a él.
—¡Ahora tú solo! —dijo Romulus para ganar tiempo—. ¿Qué te parece?
Optatus vio como le palpitaban los costados al joven soldado y se imaginó por qué jadeaban.
—Dos esclavos heridos —repuso levantando el labio superior con desdén—. ¡Os mataré a los dos!
Fue un error garrafal. Mientras hablaban, Brennus había cogido la espada y el escudo de Novius. A pesar de la herida, el galo se había convertido en un segundo contrincante letal.
Al cabo de unos instantes, los amigos se hallaban a ambos lados del fornido legionario.
Optatus no era ningún cobarde. No hizo ademán de rendirse o salir corriendo, sino que se volvió a uno y otro lado preguntándose a quién atacar primero.
Pero Romulus y Brennus se contenían. Ambos eran reacios a matar a Optatus.
Como notó su indecisión, el veterano se abalanzó hacia Romulus.
Retrocedió un paso y amortiguó el golpe con el escudo. Optatus no aflojó, embistiendo una y otra vez con el
gladius
a la cara de Romulus. No cabía la menor duda de que era el legionario más duro. Si conseguía superar al joven soldado, quizá pudiera derrotar a Brennus.
El galo ya no podía mantenerse al margen durante más tiempo. Cuando Optatus retrocedió de nuevo, se inclinó hacia delante y le cortó el tendón de la corva izquierda con la hoja.
Optatus se desplomó con un fuerte gemido, alzando el escudo para protegerse por instinto. De todos modos, seguía sin pedir tregua. Aunque, caído boca arriba como estaba, no tenía ninguna posibilidad.
Muy a su pesar, Romulus tuvo que reconocer que admiraba su valentía. Miró a Pacorus por si veía la misma reacción. Brennus hizo otro tanto.
No cabía esperar ninguna ayuda. El comandante tenía el rostro contraído por la ira. Novius y sus compinches le habían mentido. La clemencia de Romulus y Brennus para con los veteranos lo dejaba bien claro. Dio una orden rápidamente y sus arqueros alzaron los arcos.
Romulus se percató de lo que estaba a punto de suceder.
—¡No! —exclamó.
Brennus cerró los ojos. Había visto cosas como aquélla demasiado a menudo.
Una docena de flechas silbaron en el aire. Seis dejaron a Optatus clavado en el suelo, mientras que las restantes ensartaban a Ammias en el pecho y el abdomen. Los dos murieron al instante.
El silencio se apoderó del
intervallum
. Los arqueros introdujeron la mano en la aljaba y renovaron las astas de las cuerdas de los arcos.
—¡Muerte a todos aquellos que me mienten! —gritó Pacorus con las venas del cuello hinchadas—. ¡Soy el comandante de la Legión Olvidada!
Reacios a encontrarse con su mirada furibunda, los soldados del público agacharon la cabeza. Incluso Vahram evitó la mirada de Pacorus.
Romulus y Brennus se pusieron juntos, sin saber muy bien cómo iba a reaccionar a continuación el temperamental parto.
El comandante profirió otra orden.
Con los arcos totalmente tensados, los arqueros se giraron para apuntar a los dos amigos.
Roma, invierno de 53-52 a
. C.
—Únicamente los devotos pueden entrar en el Mitreo —señaló Secundus con dureza—. Y la muerte es el castigo para quienes infringen la norma.
Fabiola tembló. En ese lugar, centro de su poder, lo veía bajo una luz totalmente diferente. Ahora Secundus se había convertido en un hombre alto y poderoso que exudaba autoridad por cada poro de su piel. Tocado con un gorro frigio, sostenía en la mano izquierda un báculo dorado que había sacado de un baúl de madera. No se trataba de un pobre soldado lisiado que mendigaba para comer. La imagen que Secundus daba al mundo exterior era sólo una fachada.
Sus hombres asintieron con gritos de ira.
—¡Llevadla al patio! —ordenó Secundus—. ¡Deprisa!
Fabiola no tuvo oportunidad de seguir explicándose, pues se la llevaron a empujones por el pasillo que daba a la escalera.
Al entrar en el Mitreo había cruzado, sin saberlo, una línea invisible. Mitra le había mostrado el lugar donde quizás estuviera Romulus, pero ahora iba a morir. Probablemente igual que su hermano, si éste participaba en la batalla que ella había visto. En el caso de que su visión fuese cierta, pensó Fabiola con amargura. ¿Qué efecto había surtido en su mente aquel líquido de sabor extraño?
Antes de morir quería saber qué era y le lanzó la pregunta a Secundus:
—¿Qué había en el frasco?
Los veteranos que la sujetaban se tambalearon.
—¡Esperad! —ordenó Secundus bruscamente con una expresión distinta en el rostro—. ¿Has bebido de aquí? —dijo con lentitud, mientras levantaba el frasco azul que estaba en el altar.
Fabiola asintió.
Al ver que estaba vacío, Secundus resopló furioso.
Agraviados por ese nuevo ultraje desenvainaron las espadas, pero Secundus levantó la mano para impedir que se precipitasen.
—¿Has visto algo? —preguntó en voz baja.
Fabiola se puso tensa, pues era consciente de que todo dependía de su respuesta. Enfrentada a la muerte, quería vivir.
—¡Responde! —ordenó Secundus entre dientes—. ¡O por Mitra que te doy muerte ahora mismo!
Fabiola cerró los ojos y le pidió ayuda al dios guerrero. «La verdad —pensó—. Di la verdad.»
—Me convertí en un cuervo —dijo en voz alta pensando que los hombres que la escuchaban se echarían a reír—. En un cuervo que volaba a gran altura sobre una tierra extraña.
Su respuesta fue recibida con gritos entrecortados. Oyó susurrar repetidamente la palabra
corax.
—¿Estás segura? —espetó Secundus—. ¿Un cuervo?
Fabiola lo miró a los ojos:
—Estoy segura.
Secundus parecía confuso.
—¿Cómo puede ser? —preguntó a un veterano.
—¿Una mujer el ave sagrada? —gritó otro.
Las preguntas resonaban, en la cámara.
Secundus levantó la mano para pedir silencio. Sorprendentemente, sus hombres obedecieron.
—Explícame todo lo que has visto —le dijo a Fabiola—. No omitas ni un solo detalle.
Fabiola respiró hondo y empezó a explicar.
Nadie habló mientras ella relataba la visión. Cuando terminó, permanecieron todos en silencio, aturdidos.
Secundus se movió para situarse delante de los tres altares y de la representación de la tauroctonia. Se arrodilló e inclinó la cabeza.
Nadie habló, pero las manos que agarraban con fuerza el brazo de Fabiola se relajaron ligeramente. Miró de reojo a los veteranos que la sujetaban y vio miedo e intimidación en su semblante. No sabía qué pensar. Si creían en lo que ella había visto, ¿significaba esto que podía ser cierto?
Tras unos instantes, Secundus se inclinó y se levantó.
Todos los hombres se pusieron tensos, ansiosos por saber si su dios había hablado.
—No debemos hacerle daño —declaró Secundus mientras miraba alrededor de la cámara—. Todo aquel que bebe del
homa
y sueña con un cuervo cuenta con el favor de Mitra.
En los rostros que rodeaban a Fabiola se apreciaba sorpresa, incredulidad e ira.
—¿Incluso en el caso de una mujer? —preguntó el centinela que les había dejado pasar al llegar—. ¡Pero si se les prohíbe la entrada!
Se oyeron más voces discrepantes.
Secundus levantó la mano para pedir silencio, pero el clamor creció.
—¡Es una blasfemia! —gritó uno de los que se encontraban al fondo de la cámara.
—¡Matadla!
A Fabiola se le encogió el estómago. Esos duros veteranos mostraban tan poca clemencia como los
fugitivarii
de Scaevola.
Secundus observaba la escena sin reaccionar. Al final, durante un instante, el ruido bajó de intensidad.
—¡Soy el
Pater
! —anunció con voz firme—. ¿No es así?
Los hombres asintieron con la cabeza. Los refunfuños se apagaron y se hizo un hosco silencio.
—¿Os he fallado alguna vez?
Nadie respondió.
—Bien, entonces —prosiguió Secundus—, confiad en mí. ¡Soltadla!
Para su sorpresa, los veteranos que la sujetaban por el brazo la soltaron. Se apartaron incómodos y eludieron su mirada.
—¡Acércate! —le indicó Secundus, el
Pater.
Aliviada y a la vez afectada por la experiencia, Fabiola se le acercó.
—¡Regresad a la cama! —ordenó Secundus—. Yo me encargaré de ella.
Con muchas miradas reticentes, los hombres de rostros duros cumplieron la orden. Poco después, los únicos que quedaban en la cámara subterránea eran Fabiola y Secundus.
Fabiola arqueó una ceja:
—¿El
Pater
?
—A los ojos de Mitra, yo soy el padre de todos ellos —respondió—. Como miembro más antiguo de este templo, soy responsable de su seguridad. —Sin compañía, Secundus todavía resultaba más intimidante. La miró con dureza—: Al entrar aquí sin permiso has abusado de nuestra confianza. Considérate afortunada de estar viva.
Las lágrimas anegaron los ojos de Fabiola.
—Lo siento —susurró.
—Ya está hecho —dijo Secundus en un tono más indulgente—. Los caminos de Mitra son inescrutables.
—¿Me creéis? —preguntó con voz temblorosa.
—No veo engaño en ti. Y has soñado con un cuervo.
Fabiola tenía que preguntarlo:
—¿Mi visión era real?
—Ha sido enviada por el dios —respondió con vaguedad—. El
homa
puede llevarnos muy lejos. A veces, demasiado lejos.
—He visto soldados romanos. Y a los amigos de mi hermano —protestó—. A punto de luchar en una batalla que nadie podía vencer. Nadie. —Unos lagrimones le rodaron por las mejillas.
—Lo que has contemplado puede que nunca suceda —declaró Secundus con calma.
—O que ya haya sucedido —replicó Fabiola con amargura.
—Cierto —reconoció—. Las visiones pueden mostrar todas las posibilidades.
Fabiola encorvó los hombros en un intento de no mostrar su dolor.
—No es normal tener un sueño tan impactante la primera vez que se bebe
homa
—prosiguió Secundus—. No hay duda de que se trata de una señal del dios.
—Tus hombres no parecían muy convencidos.
—Obedecerán mis órdenes —respondió Secundus con el ceño fruncido—. Por el momento.
Fabiola sintió un cierto alivio.
Las palabras que pronunció a continuación fueron sorprendentes.
—El primer nivel del mitraísmo es convertirse en
corax
. Un cuervo. Muchos iniciados nunca lo llegan a ver. —La miró fijamente—: Tu visión quiere decir que nuestro encuentro tiene un propósito.
—¿Cómo lo sabes?
—Mitra me revela muchas cosas. —Secundus sonrió, lo cual enfureció a Fabiola. Le parecía que jugaba con ella—. ¿Qué planes tienes?
Fabiola reflexionó unos instantes. En un principio, había pensado regresar al latifundio. Ahora era imposible. Como también lo era permanecer en Roma. La inestable situación política había demostrado ser incluso más peligrosa de lo que se había imaginado y Scaevola todavía andaba suelto por la ciudad. Tras habérsele escapado dos veces, el
fugitivarius
no abandonaría su persecución. De eso no le cabía la menor duda. Pero ¿adónde podía ir ella sin protección?
—No lo sé —replicó Fabiola mirando expectante la figura de Mitra.
—No puedes quedarte aquí —dijo Secundus—. Mis hombres no lo aceptarían.
Fabiola no se sorprendió. Había infringido una de las reglas más sagradas de los veteranos y no retirarían las amenazas que le habían gritado.
—Más de uno quiere verte muerta por lo que has hecho esta noche.
Fabiola se encontraba a merced de Secundus y de Mitra. Cerró los ojos y esperó a que Secundus continuase.
—Tu amante está en la Galia con César —prosiguió—, intentando aplastar la rebelión de Vercingétorix.
El corazón le latía con fuerza.
—Así es —afirmó.
—Brutus puede protegerte.
—La frontera está a cientos de kilómetros de aquí —titubeó Fabiola—. Desde allí todavía queda un trecho.