El águila de plata (53 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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—¡Por las pelotas de Vulcano! —Varus abrió y cerró la boca—. ¿Sois desertores?

—¡Cuidado con lo que dices! —gruñó Romulus, y dio un puñetazo en la mesa.

—Paz, amigo. No era mi intención insultaros —repuso Varus en tono conciliador.

Alarmados, sus compañeros se levantaron, pero él les hizo una señal con la mano y se volvieron a sentar. Entonces miró al tabernero, dándole a entender algo, e inmediatamente apareció una jarra de vino. Varus se bebió medio vaso para demostrarles que no tenían nada que temer.

—Probad este vino —les instó—. Es el mejor vino de Falernia. Lo he comprado aquí.

Receloso, Tarquinius lo probó. El ceño fruncido desapareció y fue reemplazado por una amplia sonrisa. Más tranquilo, Romulus cogió el vino y se llenó el vaso. Hacía años que no había bebido nada con mejor sabor que el vinagre.

—No todos los soldados de Craso murieron en Carrhae —reveló Tarquinius—. Diez mil fuimos hechos prisioneros.

—En su momento, en Roma sólo se hablaba de la terrible noticia —exclamó Varus—. Aunque la mayoría enseguida lo olvidó. ¿Qué os sucedió?

—Los partos nos hicieron marchar unos tres mil kilómetros al este —explicó Romulus con amargura—. Hasta un lugar abandonado incluso por los dioses.

—¿Dónde?

—Margiana.

Varus parecía intrigado.

—Servimos como guardias de frontera —continuó Romulus—. Constantemente teníamos que luchar contra los enemigos de los partos: sodgianos, escitas e indios.

—¡Por Júpiter, duro destino! —masculló Varus—. Sobre todo, porque muchos de los legionarios de Craso estaban a punto de terminar su servicio en el ejército. —Bebió un sorbo de vino—. Vosotros dos os escapasteis, obviamente.

Romulus asintió entristecido con la cabeza al recordar el precio de la fuga.

Varus reparó en su expresión:

—Un viaje duro, no cabe duda.

—Sí. —Romulus no tenía intención de explicarle nada más—. Pero al final llegamos hasta Barbaricum.

Como todos los comerciantes, Varus había oído hablar de la gran ciudad comercial.

—¿Y después?

—Nos embarcamos en un mercante que iba a Arabia con una carga de especias y madera —mintió Romulus con soltura—. Y aquí estamos.

—¡Por Júpiter, pero si habéis viajado por todo el mundo! —exclamó Varus sorprendido—. Pensaba que erais simples guardias de otro mercante.

Todavía triste por el recuerdo de Brennus, Romulus desenvainó el puñal y lo puso plano sobre la mesa. A esa distancia podía apuñalar a Varus antes de que sus compañeros se diesen cuenta.

—No me gusta que me acusen de mentiroso —dijo entre dientes.

Tarquinius miró fijamente a Varus.

—Hemos pasado por mucho, espero que lo comprendas —añadió Tarquinius con suavidad—. Cierto. Somos los afortunados. Los otros pobres desgraciados, si es que aún siguen vivos, se están pudriendo en Margiana.

Varus los miró de nuevo. Esta vez vio las expresiones de hastío, el raído jubón militar de Romulus y los agujeros en la falda ribeteada de cuero de Tarquinius. Ninguno de los dos tenía el aspecto de haber sido contratado para proteger un cargamento de especias.

—Os pido disculpas —se excusó, y les llenó los vasos hasta el borde. Levantó el suyo para brindar—. ¡Por todos aquellos que disfrutan de la protección de los dioses!

Romulus envainó su cuchillo y todos bebieron.

Permanecieron un rato en silencio.

—Entonces, ¿no sabéis cuál es la situación actual en Roma? —preguntó Varus al final—. Pues nada buena.

—No hemos oído nada —repuso Romulus interesado.

Tarquinius también prestó a Varus toda su atención.

—Explícanosla —le pidió.

—La relación entre Pompeyo y César se empezó a deteriorar hace unos cuatro años —explicó Varus—. El deterioro se inició con la muerte de su esposa Julia, hija de César. ¿Os llegó la noticia?

Romulus asintió con la cabeza. La noticia les había llegado cuando el ejército de Craso estaba en Asia Menor.

—Después Craso murió y el equilibrio del triunvirato desapareció. —Varus frunció el ceño—. Pero César estaba ocupado con su campaña en la Galia, así que Pompeyo se relajó un poco. Durante un tiempo se mantuvo al margen. Todos los políticos de las siete colinas se lanzaron a intentar hacerse con un cargo. Utilizaron intimidación, sobornos e incluso la fuerza. La delincuencia aumentó vertiginosamente y raro era el día que no se producían disturbios. Buena parte de lo que allí pasaba era culpa de Pulcro y de Milo, cuyas bandas se enfrentaban a diario por el control de la ciudad. Las calles dejaron de ser seguras, incluso a mediodía.

—¡Qué horror! —exclamó Romulus, pendiente de cada palabra. Empezaron a aflorar los inquietantes recuerdos sobre su visión en el crucifijo.

—Sin duda. —Varus hizo una mueca—. El momento de mayor violencia fue cuando los gladiadores que trabajaban para Milo asesinaron a Pulcro, hace casi tres años.

—Milo llevaba tiempo contratando a luchadores, ¿no es así? —Romulus recordó los servicios externos, muy deseados por todos en el
ludus.

—¡Exacto! —repuso Varus—. Pero se excedieron al matar a Pulcro. Sus seguidores se volvieron locos. Se desató una gran batalla en el Foro Romano y cientos de personas murieron. ¡Los muy cabrones hasta quemaron el Senado!

Romulus palideció. Su visión había ocurrido. Miró a Tarquinius, que esbozó una sonrisa tranquilizadora. No logró calmar sus nervios.

Varus, que no se había percatado de nada, se animó con su relato:

—Después, al Senado no le quedaron muchas opciones. Así, nombró a Pompeyo cónsul único con poderes dictatoriales. Y luego éste hizo venir a una de sus legiones, a las órdenes de Marco Petreyo, para acabar con los problemas. —Al ver su asombro, frunció el ceño—. Lo sé. ¡Soldados en la capital! Pero lograron calmar la situación. Y, cuando Milo fue exiliado a Massilia, las aguas volvieron a su cauce durante unos meses.

Romulus intentó relajarse. Según Tarquinius, Fabiola había sobrevivido a los disturbios del Foro, así que seguramente se encontraba a salvo. «Mitra —pensó— y Júpiter, el más grande y el mejor, cuidad de mi hermana.»

—Pero Catón y los optimates todavía seguían en pie de guerra —continuó Varus—. Querían que César regresase a Roma y que fuese juzgado por varios delitos: por utilizar métodos violentos siendo cónsul y excederse en sus competencias durante la conquista de la Galia. Mientras tanto, César quería mantenerse por todos los medios en el poder para evitar ser procesado. Sus campañas lo habían hecho inmensamente rico, así que para conseguir sus fines, compró a todo político que aceptase su dinero.

—¡Muy listo! —exclamó Tarquinius.

—Los seguidores de César bloquearon una y otra vez los intentos de los optimates de acorralarlo —asintió Varus—. Por esta razón solían llegar a un punto muerto en el Senado.

—¿Y Pompeyo no se definía? —preguntó Romulus.

—No. A menudo estaba «enfermo» o se perdía debates cruciales. —Varus se encogió de hombros—. Creo que intentaba evitar problemas.

—O sabía lo que podría suceder —añadió Tarquinius.

—Puede que tengas razón —admitió Varus con un profundo suspiro—. Pero, sea cual sea el motivo, al final Pompeyo ha acabado uniéndose a los optimates y a todos los que quieren la cabeza de César en bandeja. Hace nueve meses, el veto de Curio, un tribuno pagado por César, evitó que se aprobase un decreto para obligarlo a enfrentarse a la justicia. Ha habido más intentos; es sólo cuestión de tiempo que lo logren.

—Están acorralando a César —dijo Romulus. Ahora todo empezaba a cobrar sentido, lo cual resultaba preocupante. La situación había cambiado de forma drástica en Roma desde su partida. Para peor. ¿Qué le sucedería si conseguía regresar? ¿Y a Fabiola? De repente, tenía muchas más preocupaciones que la venganza.

Varus asintió con resignación:

—Si fuerzan el asunto, César no dejará el mando así como así.

—¿Crees que esto acabará en guerra? —preguntó Romulus.

—¡Quién sabe! —repuso Varus—. Eso era de lo único que se hablaba en la calle y en las termas cuando me fui.

Romulus no sabía explicar por qué, pero quería que César venciese. ¿Sería por el cruel combate auspiciado por Pompeyo en el que Brennus y él habían participado? Excepcionalmente, ese día se exigió a los gladiadores que luchasen a muerte y una veintena perdió la vida. No, era más que eso, decidió. A diferencia de Craso, César parecía un líder inspirador, un hombre al que seguir. Y a Romulus no le gustaba que la gente formase grupos para enfrentarse unos a otros. Eso era lo que le había pasado a él en el
ludus
y en Margiana.

A diferencia de Romulus, Tarquinius sentía cierta satisfacción ante la difícil situación de la República. El Estado que había aplastado a los etruscos, su pueblo, corría el peligro de desmoronarse. Entonces frunció el ceño. Aunque odiaba Roma, quizás esa anarquía no fuera conveniente. Si la República caía, ¿qué la reemplazaría? Tarquinius oyó en su cabeza la voz de Olenus, clara como una campana, y un escalofrío le recorrió la espalda. «César debe recordar que es mortal. Tu hijo debe decírselo.» Miró de soslayo a Romulus. ¿Era ésa la razón por la que Mitra los había protegido hasta entonces?

De repente, Tarquinius lo comprendió. ¿Cómo no lo había pensado antes? De nuevo, miró fijamente a Romulus, que significaba tanto para él como un… hijo.

Luego se puso tenso. Cerca acechaba algún peligro.

—Todos estamos mucho mejor fuera del ejército, eso seguro —afirmó Varus jovialmente—. ¿Quién quiere luchar contra otros italianos?

Ninguno de los dos contestó. Romulus volvía a soñar despierto, perdido en sus recuerdos de Roma. Tarquinius, ensimismado, parecía ausente.

De pronto, Varus sonrió.

—¿Por qué no trabajáis para mí? Os pagaré bien.

Tarquinius se giró y lo miró:

—Gracias, pero no.

Decepcionado, Romulus se fijó en la mirada distante del arúspice, que generalmente presagiaba una profecía. No llegó a formular su propuesta. Algo estaba tramando.

Tarquinius bebió su vaso de vino y se levantó.

—Gracias por el vino —dijo—. Que el viaje te sea provechoso. Tenemos que irnos. —Le hizo un gesto a Romulus con la cabeza.

Dejaron al sorprendido Varus tras de sí y salieron a la calle.

—¿Qué sucede?

—No estoy seguro —repuso Tarquinius—. Un peligro de algún tipo.

Tan sólo habían dado unos cuantos pasos cuando oyeron el ruido de unas sandalias. Llegaron a una calle más grande y vieron que Zebulon, un judeo miembro de la tripulación, pasaba corriendo por su lado. Era uno de los hombres que Ahmed había escogido para ayudar con las provisiones y les hizo señas con urgencia.

—¿Qué ocurre? —gritó Romulus.

Zebulon aflojó el paso, jadeando.

—¡Tenemos que regresar al
dhow
!

—¿Por qué? —preguntó Tarquinius—. ¿Qué ha pasado?

Zebulon se acercó más.

—Aduanas —susurró—. Están registrando todos los barcos.

No era necesario decir más.

Una vez más, Romulus se sorprendía de la habilidad del arúspice. Entonces se acordó de su compañero.

—¡Mustafá! —exclamó—. ¿Dónde está?

—Hay como mínimo una docena de prostíbulos —repuso Tarquinius—. No puedes buscarlo en todos.

Instintivamente, Romulus miró hacia arriba, a la estrecha franja de cielo que se veía entre los edificios construidos muy juntos. Nada. Frustrado, se dirigió a Tarquinius.

—No podemos dejarlo aquí.

—No hay tiempo —masculló el arúspice—. Y Mustafá es dueño de su propio destino. Encontrará un trabajo en cualquier navío.

Zebulon tampoco tenía intención de buscar a su compañero de tripulación.

Romulus asintió con la cabeza. No era como abandonar a Brennus. Y, después de cinco años de infierno, lo único que le faltaba era que lo detuviesen por pirata. No obstante, si descubrían el
olibanum
que habían robado en las aldeas costeras, eso es precisamente lo que pasaría. Después los ejecutarían a todos. Esta convicción le hizo correr más, y enseguida se abrió paso entre la multitud y sacó ventaja a Zebulon y a Tarquinius. Regresaron a toda velocidad por el laberinto de calles.

Se oían voces y gritos procedentes del muelle, donde se había congregado una multitud. Como en todas partes del mundo, los moradores de Cana se alegraban de poder matar el aburrimiento que suponía su existencia diaria contemplando las desgracias ajenas.

A medio camino del muelle, Romulus vio al capitán de puerto acompañado por varios oficiales y un grupo de soldados bien armados. El robusto personaje gesticulaba con furia a un hombre que se encontraba en un barco grande amarrado cerca de los puestos de los comerciantes. Al hacerles una señal, sus hombres tensaron los arcos de flechas.

Preocupado ante la posibilidad de que lo registrasen, el capitán de poca monta se mantuvo firme.

El capitán de puerto señaló enfadado. Inmediatamente, los soldados apuntaron con sus arcos a los marineros del barco. Gritos ahogados surgieron de la multitud. Al final, el capitán escupió en el mar y reconoció su fracaso; con un gesto furioso, indicó a los oficiales que subiesen a bordo. Lleno de autosuficiencia, el capitán de puerto subió primero. Varios soldados iban a la zaga. Los demás, sin dejar de apuntar a la tripulación, observaban.

—Ésta es nuestra oportunidad —instó Romulus—. Mientras andan ocupados con ese barco.

Paseando por el muelle con tranquilidad, se abrió paso entre los curiosos. Tarquinius y Zebulon lo seguían de cerca. Pocas personas miraron al trío cuando pasó de largo. Lo que estaba ocurriendo en esos momentos era mucho más interesante.

Encontraron a Ahmed caminando impaciente arriba y abajo por la cubierta del
dhow.

—¿Habéis visto a alguno de los otros? —espetó.

Romulus y Tarquinius negaron con la cabeza.

—Sólo los que he hecho volver —contestó Zebulon—. Y a estos dos.

—¡Por los dioses del cielo! —exclamó Ahmed—. Todavía faltan tres.

«No se puede decir que sea culpa de los miembros de la tripulación», pensó Romulus con resentimiento. Les habían dado permiso para estar en tierra hasta una hora antes del atardecer. Zebulon había hecho un buen trabajo al encontrar a tantos.

El nubio bajo y fornido caminaba arriba y abajo dando fuertes pisadas mientras la tripulación se preparaba con calma para zarpar. Cuando los oficiales acabaron de registrar el primer navío, se empezó a poner más nervioso. Aunque todavía quedaban dos barcos por registrar antes que el suyo, Ahmed ya no soportaba más la tensión. Perder a tres miembros de la tripulación le preocupaba menos que la otra alternativa.

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