Sin embargo, Romulus y Tarquinius estaban más interesados en los barcos que se encargarían de transportar todas esas mercancías. Amarradas por docenas, las barcas de pesca de poco calado con un único y pequeño mástil chocaban suavemente con navíos mercantes más grandes de velas bien arrizadas. Muchas de las embarcaciones tenían formas desconocidas para Romulus; sin embargo, el arúspice había mencionado falúas y galeras autóctonas. En todos los rincones vio barcos de proa marcada y velas latinas, cuyas tripulaciones armadas de aspecto indeseable intercambiaban miradas recelosas. No se trataba de mercaderes honestos. Aunque no tenían espolón de bronce ni bancos de remos, esas embarcaciones le recordaban a los trirremes romanos. O a barcos de guerra.
Tarquinius observaba atentamente a un grupo de hombres de uno de esos barcos.
Pero ¿qué importaba? Una vez más, a Romulus lo embargó el abatimiento. Por un momento pensó en dejarse caer, en hundirse bajo la superficie resbaladiza y grasienta. Así quizá dejase de sentirse culpable.
—No es culpa tuya que haya muerto —dijo el arúspice suavemente.
Las palabras le surgieron espontáneamente de los labios.
—No —le espetó—. Es tuya.
Tarquinius retrocedió como si lo hubiese golpeado.
—Lo sabías —gritó Romulus, sin importarle que las cabezas de algunos hombres se girasen en su dirección—. Desde aquella noche en Carrhae, ¿no es cierto?
—Yo… —balbució el arúspice, pero no detuvo el flujo de ira de Romulus. Una ira estancada desde la batalla, desde que habían dejado que Brennus se enfrentase solo a los elefantes.
—Podíamos haber ido con Longinus y retrocedido hacia el Éufrates. —Romulus se apretó la cabeza con los puños, con el deseo de que fuese cierto—. Al menos ellos tuvieron la posibilidad de escapar. Pero tú dijiste que debíamos quedarnos. Y eso hicimos.
Los ojos oscuros de Tarquinius se inundaron de tristeza.
—Y entonces Brennus murió, cuando no tenía que morir. —Romulus cerró los ojos y su voz se fue apagando hasta convertirse en un susurro—. Podía haber escapado.
—¿Y haberte abandonado? —dijo Tarquinius con voz queda e incrédula—. Brennus nunca habría hecho eso.
Se hizo un largo silencio que aburrió a los curiosos y dejaron de mirar.
Probablemente, incluso eso formara parte de los planes de Tarquinius, pensó Romulus con amargura. Desviar la atención siempre era una buena idea. Sin embargo, en ese instante, no le importaba quién viese u oyese su conversación.
Habían transcurrido varias semanas desde que iniciaron su viaje en el campo de batalla y, ahora como entonces, a Romulus lo consumía un pensamiento. ¿El arúspice conocía o había planeado todas las experiencias vividas desde que se alistaran en el ejército de Craso? ¿Habían sido Brennus y él simples peones ignorantes que actuaban con un guión escrito de antemano? Tarquinius se negó una y otra vez a contestar a esas preguntas. Embargado por la pena desde el heroico sacrificio de Brennus, Romulus se había limitado a seguirlo. Cruzar el Hidaspo a nado había sido un verdadero suplicio y la travesía hacia el sur todavía fue más ardua. Sin cascos ni cotas de malla ni escudos, con tan sólo los
gladii
y el hacha de Tarquinius para protegerse, los dos exhaustos soldados se habían visto obligados a viajar principalmente de noche. De no hacerlo así, el color claro de su piel y el desconocimiento de las lenguas autóctonas los hubiesen delatado como forasteros, presa fácil incluso para los pueblerinos ignorantes de las tierras por las que pasaban. Extranjeros como ellos podían llevar dinero o riquezas.
Afortunadamente, la combinación de las habilidades de ambos había bastado para cazar o robar alimento sin ser vistos con el fin de subsistir. Lo más difícil era intentar evitar los centros de población. La tierra fértil a orillas del Indo, al que el Hidaspo se había unido, estaba densamente poblada. La mayoría de las comunidades se hallaban situadas cerca del río, principal fuente de agua para la agricultura y la vida en general. Y a la pareja no le quedaba otro remedio que seguir su curso. Romulus, embargado por la pena, no tenía ni idea de qué camino seguir y Tarquinius sólo sabía que debían dirigirse hacia el sur. El
Periplus
, el antiguo mapa que Olenus le había entregado, tenía indicaciones muy superficiales sobre esta parte del mundo. En consecuencia, tenían que cruzar las aldeas arrastrándose en la más extrema oscuridad y arriesgándose a que los descubrieran todas y cada una de las noches. Más de una vez, los perros habían dado la voz de alarma y los habían obligado a retroceder y a esperar otra oportunidad, cual ladrones al acecho.
Este sistema resultaba mental y físicamente agotador para ambos, y cinco días después decidieron robar una pequeña embarcación en una aldea de pescadores. Fue el paso más arriesgado y acertado de todo el periplo. Los lugareños que dormían no se percataron de nada hasta que fue demasiado tarde, y los que se despertaron no fueron tan insensatos como para perseguir a la pareja río abajo en la absoluta oscuridad. La nueva barca de Romulus y Tarquinius tenía dos remos rudimentarios, lo cual significaba que podían navegar a donde se les antojara. Se mantuvieron cerca de la orilla y solamente se arriesgaban a navegar en la fuerte corriente del centro del río cuando se encontraban con otras embarcaciones. Con las redes viejas que había en la barca habían podido pescar todos los días, lo que les había permitido seguir una dieta sencilla aunque aburrida.
Después de que Romulus acusase a Tarquinius de no haber evitado la muerte de Brennus, apenas se hablaban. Romulus consideraba una confesión la negativa de Tarquinius a pronunciarse y, desde entonces, se había encerrado enojado en un silencio que sólo rompía por cuestiones relacionadas con la comida o el rumbo del viaje. Por esta razón no habían dicho nada al llegar a la exótica metrópolis de Barbaricum, si bien ninguno de los dos podía negar que se trataba de un paso importante. Las ciudades se habían convertido en lugares extraños para ellos.
Hacía más de un año que habían desfilado por las calles de Seleucia, la capital de Partía. En Margiana, donde la Legión Olvidada había servido como ejército fronterizo, sólo había unas pocas ciudades y los diminutos asentamientos a lo largo del río apenas eran algo más que aldeas. Por el contrario, esta inmensa ciudad estaba protegida por sólidas murallas, torres fortificadas y una gran guarnición. Como en Roma, casi todos los habitantes eran labradores pobres o comerciantes, pero en lugar de vivir en edificios de pequeños pisos, vivían en cabañas primitivas de una planta. No parecía que hubiese red de alcantarillado: las calles embarradas estaban llenas de basura y excrementos.
En Barbaricum tampoco proliferaban los grandes templos como en Roma pero, pese a ello, la ciudad impresionaba. Abundaban los palacios ostentosos, habitados por los nobles y los ricos mercaderes. Y el enorme mercado cubierto situado cerca de los muelles era todo un espectáculo. La parte cercana a donde ellos se encontraban constituía tan sólo una diminuta zona del bazar. Romulus había quedado aterrorizado con la variedad de mercancías, seres vivos o inanimados, humanos o animales, que allí se vendían. Se trataba de uno de los centros de comercio más importantes de la India, un puerto al que llegaban todo tipo de mercancías que podían encontrarse en el mundo y que se vendían o compraban allí antes de ser transportadas a tierras lejanas. Era la prueba viva y fehaciente de que Roma no era más que una ínfima parte del mundo.
Como queriendo recordárselo, una hilera de porteadores con enormes cargas surgieron del laberinto de estrechos callejones que daban al puerto. Dirigidos por un hombre de aspecto importante vestido con una túnica corta y cinturón que portaba una caña de bambú, se abrieron paso entre la ruidosa multitud para luego alcanzar un gran navío mercante con doble mástil amarrado en el muelle principal. Detrás de las columnas, los seguía de cerca un grupo de guardias armados con lanzas, espadas y porras. Cuando los porteadores dejaron la carga en el suelo, el grupo de guardias se abrió para protegerlos. Hubo una breve pausa mientras el mercader consultaba con el capitán del navío antes de que los porteadores iniciaran la laboriosa tarea de pasar la carga por la estrecha plancha.
A Romulus lo embargó la emoción. Desde aquí, los barcos navegaban en dirección oeste, hacia Egipto, una vez al año, con el monzón. Y desde Egipto se podía viajar a Roma. Ahora, todo lo que tenían que hacer era encontrar a un capitán que les diera pasaje.
Habían sucedido muchas cosas hasta llegar hasta allí, pensó Romulus. Tarquinius y él habían sobrevivido a la masacre de Carrhae y la épica marcha hacia el este, habían eludido los ataques asesinos de otros legionarios y habían escapado de la aniquilación llevada a cabo por el ejército del rey de la India, para acabar en un lugar donde el regreso a casa era posible. Parecía increíble; de hecho, era prácticamente un milagro. Pero habían pagado un alto precio: aparte de los cientos de miles de hombres del ejército de Craso y de la Legión Olvidada que habían muerto, primero Félix y después Brennus habían perdido la vida. La muerte del hombre que había significado para él más que nadie, además de su madre y de Fabiola, había sido un golpe devastador. La culpa lo abrumaba. Dos amigos habían muerto para darle esta oportunidad y él no podía hacer nada al respecto.
Y el arúspice había sabido en todo momento lo que iba a sucederle a Brennus. ¿Qué más sabía?
—Nos has tenido jugando al gato y al ratón —dijo Romulus entre dientes, deseando poder retroceder en el tiempo—. ¡Vete al infierno!
—Tal vez sea ése mi destino —respondió Tarquinius mientras se acercaba a su lado—. Ya se verá.
—Ningún hombre debería morir solo ante contratiempos insalvables.
Tarquinius pensó en Olenus y en la forma en que murió.
—¿Por qué no si así lo decide él?
Como no conocía el pasado del arúspice, a Romulus le molestó que respondiera tan rápido.
—Habría sido mejor para Brennus morir en la arena.
Aun cuando pronunciaba estas palabras, sabía que no eran ciertas. El destino de los gladiadores recaía en la voluble y sanguinaria muchedumbre romana. Sin embargo, el galo había muerto como había deseado, bajo un sol brillante, espada en mano. Como hombre libre y no como esclavo.
Romulus se mordió una uña. ¿Cómo podía haber olvidado el mensaje que brillaba intensamente en la mirada de Brennus? Su amigo había aceptado su destino, que era mucho más de lo que muchos hombres hacían jamás. ¿Quién era él para negarlo? Esto significaba que la ira que había sentido contra el arúspice desde su huida la motivaban únicamente la culpa y la vergüenza que lo carcomían. Era una revelación sorprendente. Una gran pena le salió del pecho, le vació los pulmones y lo dejó con una sensación de vacío total. Unas lágrimas espontáneas pero bienvenidas le surcaron las mejillas al recordar al grandullón y valiente Brennus, que había dado la vida por él.
Tarquinius pareció sentirse incómodo durante unos instantes, pero enseguida le rodeó los hombros con un brazo.
Era muy raro que el arúspice mostrase semejante emoción y, sollozando como un niño, Romulus lloró por lo que aquello significaba. Tarquinius también sufría por la muerte de su amigo. Al final, las lágrimas se secaron y Romulus levantó la vista.
Sus miradas se encontraron y se observaron durante un buen rato.
El rostro de Tarquinius mostraba una franqueza que Romulus no había visto jamás. Le aliviaba no ver en él ninguna maldad.
Sorprendentemente, fue Tarquinius quien apartó primero la mirada.
—Sabía que Brennus encontraría la muerte en la India —explicó con voz queda—. Estaba escrito en las estrellas la misma noche en que nos conocimos.
—¿Por qué no se lo dijiste?
—Entonces no lo quería saber, si es que ha querido saberlo en algún momento —respondió el arúspice mirándolo fijamente—. Tú también lo sabías.
Romulus se sonrojó.
—Aconsejaros a los dos que os retiraseis con Longinus hubiese sido interferir con vuestro destino —prosiguió Tarquinius—. ¿Habrías deseado que lo hiciera?
Romulus negó con la cabeza. Pocas cosas disgustaban más a los dioses que el hecho de que alguien intentara cambiar el curso de su vida.
—Yo no fui el primero en predecir el futuro de Brennus. Su druida se lo había dicho —continuó Tarquinius—. Creer en esa profecía fue lo que lo ayudó a sobrevivir durante tanto tiempo en el
ludus
. Y también en Astoria y en ti, por supuesto.
Todavía recordaba vívidamente el primer encuentro con el inmenso galo. Tras matar a un
murmillo
que había tomado como rehén a Astoria, la amante de Brennus, Romulus había provocado la ira de Memor, el cruel
lanista
. A la mañana siguiente, como castigo, debía enfrentarse solo a un desalentador combate y Romulus, que no tenía donde dormir, empezaba a desesperarse. Brennus fue el único luchador que le ofreció cobijo. No era de extrañar que su amistad se iniciase a partir de ahí.
—Aparte de querer lo mejor para ti, Brennus sólo deseaba una cosa.
Romulus sabía lo que Tarquinius iba a decir a continuación.
—Recuperar su honor salvando a un amigo.
—Porque anteriormente no había podido hacerlo —terminó Romulus—. Ni con su esposa ni con su hijo.
—Ni con su tío ni con su primo.
A Romulus lo invadió un fuerte sentimiento de fe.
—Al final los dioses le concedieron su último deseo.
—Eso creo.
Los dos hombres se sentaron durante un rato para honrar el recuerdo de Brennus.
Más abajo, un pez dio un gran salto en el aire y capturó una mosca. Salpicó ruidosamente al entrar de nuevo en el mar.
Romulus arrugó la nariz por la peste que subió del agua. Por extraño que fuese, le recordó a su antiguo amo. El cruel comerciante no se lavaba mucho. De repente, decidió poner a prueba la honestidad de Tarquinius.
—¿Y Gemellus?
El arúspice pareció sorprenderse.
—Sus últimas empresas no han ido bien. No sé nada más —contestó.
Satisfecho y contento con esta sencilla respuesta, Romulus se atrevió con otra pregunta:
—¿Mi madre y Fabiola todavía están vivas?
Aquélla era su mayor esperanza, el ascua que todavía ardía y que él conservaba como si fuese la mismísima fuente de la vida. Por miedo a la respuesta del arúspice, Romulus nunca se había atrevido a mencionarlo antes.