—César es el mejor general que jamás ha tenido Roma —declaró Secundus—. Es una victoria sin igual.
Conocedora remotamente de César por Fabiola y Brutus, Docilosa estaba henchida de orgullo. Tras haber sobrevivido a grandes peligros y amenazas de muerte, aquélla era la justa recompensa.
—¡Mirad, señora!
Las palabras de Secundus sacaron a Fabiola de su ensueño. Su mirada siguió la mano que señalaba. No era de extrañar que César estuviese en ese lugar, pensó. El campo de batalla entero yacía a sus pies, de manera que se podía apreciar la magnitud de su hazaña y el tamaño del ejército que se había enfrentado a sus diez legiones. Una pared rocosa impedía ver bien hacia el noroeste, pero las fortificaciones se extendían hasta donde alcanzaba la vista por el sureste y daban a ambos lados, con campos de trampas letales por delante y por detrás. Había bloques de madera con ganchos de hierro para arrastrar de los pies y de la ropa a los que pasaban, fosos con afiladas estacas en el fondo y zanjas llenas de lápidas de piedra irregularmente talladas. En el interior, dos trincheras profundas, una de ellas anegada con el agua de un río cercano. Por último, la empalizada se había reforzado con ramas afiladas que sobresalían por debajo de las almenas. Las torres construidas a lo largo de la empalizada ofrecían excelentes campos de tiro. En las pasarelas todavía quedaban
pila
amontonados, los últimos restos de los miles que habían lanzado a los galos mientras éstos avanzaban lentamente por las trampas mortales. Fabiola fue consciente de que el sistema defensivo de César había sido puesto a prueba hasta el límite. La franja de tierra entre Alesia y la circunvalación estaba sembrada de cadáveres, y el otro lado también. Muchos de los cuerpos pertenecían a romanos, muertos en contraataques y misiones para recuperar los
pila
intactos, pero la gran mayoría eran galos: guerreros en la flor de la vida, hombres más jóvenes, muchachos e incluso algunos ancianos. Tribus enteras yacían allí.
La temerosa admiración que Fabiola sentía por César creció. Su conocimiento sobre la guerra era limitado, pero resultaba imposible no apreciar la inmensidad de la lucha que había tenido lugar. Vencer cuando el adversario poseía semejante superioridad numérica era digno de admiración. Fabiola se alegraba de no haber decidido quedarse con Marco Petreyo. Probablemente, ni siquiera Pompeyo sería capaz de superar al general que había logrado semejante victoria. Pensándolo bien, ¿había alguien capaz de superarlo? Un temblor de miedo le recorrió el cuerpo. De repente se sintió muy pequeña e insignificante. Brutus había unido su destino a un meteoro, al menos eso parecía. Y el de ella también. Sólo el tiempo diría si los dos acabarían quemándose.
—¿Fabiola? ¿Eres tú?
Al oír la voz conocida le dio un vuelco el corazón. Giró la cabeza y vio a su amante caminando hacia ellos. Nerviosa, levantó la mano.
—¡Brutus!
Con un grito de emoción, Brutus echó a correr. De constitución media, llevaba el peto dorado típico de los oficiales de alto rango, una capa roja y un casco con penacho transversal. Sujetaba la empuñadura ornamentada de la espada, pero las tiras de cuero con tachuelas para proteger la ingle y los muslos tintineaban al moverse de un lado a otro al correr.
Fabiola se moría de ganas de correr a su encuentro; sin embargo, hizo un esfuerzo por mantener la compostura y no se movió. Se alisó el sencillo vestido y deseó haber tenido tiempo para comprar ropa y perfume. «Mantén la calma —pensó—. Esto no es Roma ni Pompeya. En campaña no hay lujos. Estoy aquí, con eso basta.»
—¡Por todos los dioses, si eres tú! —exclamó Brutus al acercársele.
Fabiola lo recibió con una radiante sonrisa, la que a él le gustaba.
Los legionarios de Petreyo saludaron, se apartaron rápidamente y formaron un pasillo.
Brutus aflojó la marcha y recorrió los últimos pasos mientras bebía la belleza de Fabiola como un hombre sediento bebe un vaso de agua. No se había afeitado y su rostro tenía un tono grisáceo, pero estaba sano y salvo.
—¡En el nombre del Hades! —exclamó, sonriendo y frunciendo el ceño alternativamente—. ¿Qué haces en este lugar dejado de la mano de los dioses?
Fabiola hizo un mohín.
—¿No te alegras de verme?
Le tomó las manos entre las suyas y se las apretó con fuerza.
—¡Por supuesto! ¡Es como si el mismísimo Marte hubiese respondido a mis plegarias!
Fabiola se inclinó hacia delante y lo besó en los labios. Brutus respondió a su apasionado gesto con una ardiente intensidad y la envolvió en sus brazos. Al final se separaron mirándose a los ojos sin necesidad de decir nada. Era un lujo para los dos poder sentir el cuerpo del otro al estrecharlo entre sus brazos.
—¡Por todos los dioses! —murmuró Fabiola al final—. ¡Te he añorado tanto…!
Brutus sonrió de oreja a oreja, como un niño.
—Y yo a ti, mi amor —dijo—. ¿Cuántos meses han pasado?
—Casi nueve —respondió ella con tristeza.
—¡Lo siento! —añadió Brutus, y le apretó con fuerza los dedos como si creyese que al soltarla desaparecería—. Esta campaña ha sido completamente distinta a las demás. No hemos hecho otra cosa que marchar y luchar desde que empezó la maldita revuelta. No podía dejar a César.
—Por supuesto que no —repuso Fabiola comprensiva—. Lo sé.
—¿Qué tal todo en el latifundio? —Al ver que le cambiaba la expresión del rostro, frunció el ceño—. ¿Ha sucedido algo?
Los ojos se le llenaron inmediatamente de lágrimas. «¡Pobre Corbulo! —pensó con sentimiento de culpa—, ha muerto por mi actitud precipitada. Igual que los gladiadores que contraté. Mis esclavos han sido vendidos al mejor postor. Y ese pobre muchacho, castrado sólo para satisfacer el resentimiento de Scaevola.»
Brutus la miró a los ojos preocupado.
—Cuéntame —le pidió con dulzura.
Ella se lo explicó todo con un torrente de palabras. La escapada. Scaevola y sus
fugitivarii
. Cómo ella lo había humillado. Cómo enseguida aparecieron sus esclavos.
—Contrariar al
fugitivarius
no fue una idea muy inteligente —dijo Brutus—. Pero sé lo autoritarios que pueden llegar a ser hombres como él.
Fabiola asintió con la cabeza y prosiguió para explicarle que habían asesinado a dos esclavos en los campos, hecho que había adelantado la decisión de viajar a Roma, donde había conocido al veterano Secundus. Se lo señaló. No escatimó ningún detalle de la muerte de Clodio Pulcro, los disturbios que siguieron y el dramático incendio del Senado.
—Hasta aquí nos hemos enterado de lo que ha pasado. ¿Dónde ha ido a parar el respeto por la ley y el orden? —se preguntó sombrío—. ¡Escoria plebeya! Necesitan que les claven la punta de una espada donde más duele.
—Probablemente eso ya ha sucedido —dijo Fabiola. Inclinó la cabeza hacia los legionarios que estaban a su alrededor—. Seguro que una de las legiones de Pompeyo ya habrá llegado a Roma.
El
optio
sonrió orgulloso.
Brutus comprendió lo que quería decir y no hizo más preguntas.
—¡Gracias a Marte que ya no te encontrabas allí! —repuso—. Continúa.
Sin mencionar al poderoso protector de Scaevola, Fabiola relató la historia de la emboscada callejera y lo que el
fugitivarius
le había hecho a Corbulo y a los demás en el latifundio. A Brutus se le salían los ojos de las órbitas de la ira, pero dejó que continuase sin interrumpirla. Sin embargo, cuando se enteró de que había estado a punto de violarla, estalló de rabia.
—¿Cómo dices que se llama?
—Scaevola. —Para darle el notición, Fabiola acercó los labios a la oreja de Brutus—: Al parecer, está a sueldo de Pompeyo. Y nosotros no somos los primeros seguidores de César a quienes han atacado.
Brutus se quedó helado.
—Ya veo —repuso—. Bien, habrá que utilizarlo como ejemplo. Encontrar a un hijo de puta arrogante como ése no tiene que ser muy difícil. Scaevola pagará por lo que ha hecho. Y lentamente.
Fabiola se sintió aliviada. Parecía que el malévolo
fugitivarius
ya no constituía una amenaza tan grande. Aunque, para asegurarse, debería seguir al lado de Brutus.
—¿Ya habéis terminado…? —empezó a decir.
—¿Aquí? —Brutus señaló los montones de cuerpos que se veían más abajo—. Tal vez. Vercingétorix está encadenado y hemos tomado a decenas de miles de sus hombres como esclavos. —Frunció el ceño—. Aunque es posible que muchas tribus continúen la lucha. Pero nosotros no nos detendremos hasta que la Galia forme totalmente parte de la República. Hasta que César consiga una victoria total. —Levantó la voz—. ¡Victoria para Julio César!
Los legionarios de César que estaban más cerca aclamaron cuando lo oyeron, pero para los soldados que habían acompañado a Fabiola hacia el norte, la situación era claramente incómoda.
A continuación, Brutus se dirigió a Docilosa con una amplia sonrisa:
—¿Cuidas bien de tu señora?
—Es una bendición del cielo —interrumpió Fabiola—. No sé qué habría hecho sin ella.
Docilosa se sonrojó de orgullo.
—Tu lealtad será recompensada —dijo Brutus amablemente—. ¿Y quién es este hombre que tenemos aquí?
—Sextus, mi señor —repuso el esclavo con una profunda reverencia—. El último guardaespaldas de mi señora.
—Tiene el corazón de un león —declaró Fabiola—. Y también lucha como un león.
—Te doy las gracias. —Brutus le dio una palmada a Sextus en el hombro.
—Señor.
—¿Y él es Secundus? —preguntó Brutus.
—Sí, señor. —Secundus cerró el puño y saludó golpeándose el pecho—. Veterano con trece años de servicio.
—Él y sus camaradas nos salvaron de Scaevola —añadió Fabiola—. Nos acogieron y después nos guiaron durante el viaje.
Sextus asintió enérgicamente con la cabeza.
Brutus lanzó una mirada de agradecimiento a Secundus.
—¿Son tus hombres? —preguntó algo confuso.
La tristeza asomó a su rostro.
—No, señor. Los
fugitivarii
asesinaron a todos mis camaradas. Hace unas dos semanas, nos tendieron otra emboscada al norte de Roma. Nos pillaron desprevenidos, como si fuésemos reclutas.
—¡En absoluto! —exclamó Fabiola—. Con la ayuda de Mitra, nos sacaste de allí. Nadie más lo hubiese logrado.
Secundus bajó la cabeza agradecido.
—¿Has dicho Mitra? —preguntó Brutus de repente.
—Sí —respondió Fabiola—. Secundus y sus hombres siguen el camino. —Por el momento, no dijo nada sobre su participación.
Brutus se inclinó hacia delante de inmediato. Secundus hizo lo mismo y, entre risas, ambos se dieron un fuerte apretón de manos.
Esta vez le tocaba a Fabiola sorprenderse:
—¿Tú también rindes culto a Mitra?
—Desde hace unos meses. Un centurión de alto rango que sirvió en Asia Menor me inició en esta religión —explicó Brutus con regocijo—. Y ahora, bajo la protección de Secundus, el dios te ha traído hasta mí. ¡Esto merece un generoso sacrificio!
Fabiola estaba encantada.
—Entonces estos legionarios… —empezó Brutus—. ¿Quiénes son?
—También se los debemos a Mitra, señor —explicó Secundus en voz baja—. Los
fugitivarii
huyeron cuando nos encontramos con una legión de Pompeyo que iba camino de Roma. La legión estaba al mando de Marco Petreyo, que también resultó ser creyente.
Fabiola le sonrió abiertamente, muy contenta porque había dado una explicación verosímil. Desde que había dejado el campamento del legado, le preocupaba cómo iba a explicar su relación con él.
Brutus arqueó las cejas.
—Mitra te ha bendecido, mi amor. Y creo que Fortuna también.
«¡Si supieras todo lo que me ha pasado!», pensó Fabiola con la visión provocada por el
homa
en mente. Pero eso sería mejor explicárselo a solas. Excepto lo ocurrido en el dormitorio de Petreyo.
—Habéis traído a Fabiola sana y salva —le dijo Brutus al
optio
—. ¡Buen trabajo! Supongo que ahora tendréis que regresar a vuestra unidad. Pero, antes de marchar, os merecéis un buen descanso. —Llamó de un silbido al soldado que más cerca estaba—. Lleva estos soldados al campamento. Búscales comida caliente y una cama para pasar la noche. ¡Rápido!
Todos sonrieron satisfechos cuando el
optio
y su media centuria partieron. Secundus los acompañó, pero Sextus se quedó con Fabiola.
—Caminemos hasta mi tienda —dijo Brutus cogiendo a Fabiola del brazo—. Allí podrás descansar. Esta noche hay un banquete para celebrar nuestra victoria y estoy seguro de que César querrá que estés presente. Ha oído hablar mucho de ti.
El momento que Fabiola tanto había deseado desde hacía una eternidad estaba a punto de llegar y resultaba aterrador pensar en ello. Mientras pasaba por todo tipo de peripecias, nunca se había atrevido a imaginárselo. Pero, gracias a Mitra, iba a suceder en un escenario tan increíble como un campo de batalla en la Galia.
—¡Perfecto! —dijo Fabiola disimulando su nerviosismo—. Será un honor conocer al fin a tu general.
Fabiola se vestía para la velada ayudada por Docilosa. De Alesia habían traído una mesa, espejos, algunas joyas, frascos de maquillaje y de perfume y una selección de vestidos. Fabiola sabía que no debía preguntar de dónde provenían. Los vestidos le quedaban tan bien que podían haber sido de su doble, hecho que resultaba muy doloroso. Fabiola le pidió en silencio a Mitra que protegiese a la dueña de los trajes, fuese quien fuese.
—¡Estás preciosa! —dijo Brutus con admiración. Se acercó y le acarició los hombros con la yema de los dedos—. No será que quieres impresionar a César, ¿no?
Docilosa frunció la boca en señal de desaprobación.
—Si lo hago es por ti —le reprochó Fabiola—. Y tú lo sabes.
—Por supuesto —repuso Brutus avergonzado—. Perdona.
«¡Si supieses lo que realmente quiero!»
—¿Quieres que me cambie?
Brutus miró la
stola
de seda con un profundo escote, que dejaba ver su piel suave.
—No —respondió con una mirada de lujuria—. Te queda bien.
Tranquila, Fabiola se sentó ante el pequeño espejo de bronce que había sobre la mesa. Docilosa, atareada a su espalda, le arreglaba un par de mechones sueltos detrás de la oreja mientras ella se daba los últimos toques de maquillaje. Quedaba preciosa con tan sólo una pequeña cantidad de ocre en las mejillas y un ligerísimo toque de antimonio. Al evitar religiosamente la exposición al sol, Fabiola no necesitaba blanquear el cutis con albayalde. Había decidido alegrarse de conocer a César en el banquete. No cabía duda de que iba a estar pendiente de sus oficiales, lo que le permitiría observarlo con detenimiento. Los hombres a los que iba a conocer también podrían ser fuentes potenciales de información sobre el astuto general. Una vez más, Fabiola estaba decidida a utilizar todas sus artimañas para encontrar a su padre.