—¡Soltad amarras!
Los preocupados piratas obedecieron inmediatamente la orden que farfulló.
Romulus no pudo evitarlo.
—¿Y qué pasa con Mustafá? —tanteó una vez más.
—¡Es un imbécil! —replicó Ahmed con brusquedad—. Y los otros también lo son. Se las arreglarán solos.
Romulus miró a otro lado, aún con sentimiento de culpa por dejar atrás al gigante de cabellos largos. Elevó una rápida plegaria a los dioses para pedirles que protegiesen a Mustafá; podía decirse que había sido una especie de camarada durante más de dos años.
Después, miró las hileras de cabezas situadas en lo alto de las almenas. Sin ojos, casi sin carne y con los dientes expuestos en una especie de sonrisa, parecían demonios del averno. Aunque en el pasado fueron hombres. Transgresores de la ley. Criminales. Piratas. Le llegó el olor a carne podrida. Se le revolvió el estómago y dirigió su mirada a mar abierto.
Ravenna, norte de Italia, invierno de 50-49 a. C.
Fabiola tembló abatida y se acercó más al fuego. Vino caliente, ropas gruesas, calefacción en el suelo, ni siquiera guardar cama ayudaba. Nada la hacía entrar en calor. La calle estaba cubierta por una gruesa capa de nieve y, en lo que llevaban de semana, un cortante viento del norte hacía vibrar las tejas rojas del tejado. Fabiola apretó los labios. El año nuevo ya había empezado, pero el tiempo no parecía que fuese a mejorar. Tampoco su humor.
Como es de suponer, el mal humor de Fabiola no sólo se debía al frío. Tenía mucho por lo que estar agradecida, eso lo reconocía. Seguía allí, junto a uno de los hombres que ayudaba a modelar el futuro de Roma. Sin embargo, se sentía vacía.
Fabiola reflexionaba sobre los dos años que habían pasado desde su reencuentro con Brutus. El bonito recuerdo de cuando la estrechó entre sus brazos siempre quedaría empañado por lo que había dicho en el banquete unas horas después. Aquella tonta metedura de pata había ofendido a César, a ella le había mermado su seguridad y había disgustado muchísimo a su amante. Brutus era terriblemente leal a su general y a Fabiola le había costado una eternidad reparar el daño que había hecho. Pero con paciencia, mimos y seducciones, Brutus acabó por sucumbir de nuevo a sus encantos. Mientras tanto, Fabiola estaba decidida a no volver a pasar semejante vergüenza en público. Tras la poco disimulada amenaza de César, había tratado de no llamar la atención y había decidido suspender indefinidamente la búsqueda de la identidad de su padre. En el entorno protegido de la residencia de Brutus no tenía que preocuparse ni de César ni de Scaevola ni de nadie más. Confundida y asustada, Fabiola hizo como el avestruz. Durante un tiempo, le bastó con eso.
Sin embargo, en el mundo exterior la vida continuaba.
Después de Alesia, la Galia pertenecía a Roma a todos los efectos y, para celebrar la sorprendente victoria de César, el Senado votó veinte días de acción de gracias. También concedió a César el privilegio excepcional de presentarse a cónsul estando todavía en la Galia, en lugar de estar presente en Roma como era la norma. La nueva ley, introducida por los aliados de César, materializó el asunto que más preocupaba a Catón y a los optimates. Si César pasaba sin problemas de ser procónsul de la Galia (su actual cargo) a ser cónsul de la República, en ningún momento sería un particular susceptible de ser juzgado. Aunque esto no preocupaba en absoluto al público que lo adoraba, enfurecía a sus enemigos. Desde las acciones ilegales del general durante su primer período como cónsul, en que se utilizaron la intimidación y la violencia contra el otro cónsul y algunos políticos, esperaban el momento de actuar. Ahora se les iba a negar. La intriga era cada vez mayor. Se tramaban conspiraciones, se cerraban tratos y se pronunciaban discursos vehementes. Una cosa era segura: Catón no iba a quedarse de brazos cruzados. Aunque tuviera que dedicar el resto de su vida a ello, César se las vería con la justicia en Roma.
Acampado en la Galia, César se enteraba de todas las noticias de la capital. Resultaba frustrante, pero poco podía hacer al respecto. Una vez más, la guerra se acercaba. Pese a la apabullante derrota de Vercingétorix en Alesia, algunas tribus se habían negado a someterse al gobierno de Roma. Siguieron doce meses de campaña para terminar la conquista de la Galia. Fabiola, que acompañaba a Brutus y a su general, sabía hasta qué extremo habían disgustado a César los intentos de los optimates de injuriarlo y castigarlo. Escuchar cada noche a Brutus despotricar sobre la situación había despertado la curiosidad y el interés de Fabiola. Su amante era un orador convincente, aunque sin pretensiones, y el hecho de que ella se centrara de nuevo en sus argumentos le permitió disipar al fin su sombrío humor.
¿Acaso el Senado no sabía lo que César había hecho por Roma?, se preguntaba Brutus. ¿Los peligros que había pasado en su nombre? ¿La gloria con que había colmado a sus habitantes? ¿Se suponía que tenía que dejar el mando y meterse en la boca del lobo mientras Pompeyo conservaba todas sus legiones? No era de extrañar que César se negase a cumplir las exigencias de los optimates, pensó Fabiola. Si estuviese en su misma situación, ella también se negaría. Dudaba que Pompeyo, su rival, no hiciese lo mismo.
Pero, como el perro que zarandea una rata, Catón no se daba por vencido. Pasaban los meses y, sesión tras sesión, el Senado se dedicaba a interminables debates sobre el mando de César: el número de legiones que debería mantener, el número de legados que se le deberían permitir, en qué momento exacto debería dejar su cargo. Los optimates consiguieron convencer con estos argumentos a muchos senadores, pero las generosas donaciones de oro galo de César aseguraban que esos mismos se mantuviesen leales a él. Curio, elocuente tribuno pagado por César, también vetaba cualquier intento de acorralar a César en el Senado. Según lo esperado, el Senado se dividió en dos. Gracias a la campaña cada vez más dura de los optimates, resultaba casi imposible mantenerse neutral. Sin embargo, por motivos propios, Pompeyo lo consiguió, aunque primero parecía que estaba de acuerdo con un bando y luego con otro. Catón y sus aliados no dejaron de insistirle y al final cedió. Sus comentarios empezaron como amenazas veladas, pero a lo largo de los meses se fueron endureciendo.
Fabiola miraba las ráfagas de nieve que pasaban veloces por la ventana y un escalofrío le encogió el corazón. Se había imaginado ese día, pero nunca creyó que llegaría.
Hacía aproximadamente un mes que el Senado, guiado hábilmente por Curio, había aprobado una moción que decretaba que no se debía permitir que las funciones de Pompeyo en Italia y en Hispania superasen a las de César. Se trataba de un buen ejemplo de hábil diplomacia ante la proximidad de un conflicto. «Y bastante justo», pensó Fabiola. Pero los extremistas descontentos consiguieron presionar a Pompeyo para que enseñase sus cartas. Al día siguiente, recibió la visita de uno de los cónsules que le entregó una espada y le pidió que marchase contra César para rescatar a la República. Puede que supiesen la importancia de sus acciones, puede que no, pero lo cierto es que los optimates habían requerido los servicios del otro hombre en Italia que disponía de un inmenso ejército propio. Y éste había aceptado. «Lo haré —respondió Pompeyo tras unos instantes de vacilación—, si no encontráis a nadie más.» A este incendiario comentario le siguió la movilización inmediata de sus tropas.
La respuesta de César a esta acción ilegal fue típicamente rápida: hizo traer dos legiones de la Galia a Ravenna, a tan sólo cuarenta kilómetros de la frontera, en el río Rubicón.
Por primera vez en dos generaciones, la República estaba al borde de la guerra civil.
Fabiola se encontraba firmemente asentada en el campamento de César. Como amante de Brutus, eso no era del todo sorprendente. Su antigua y arraigada sospecha y su temor más reciente de César habían quedado sumergidos bajo una oleada de resentida admiración. Consumado líder militar, había actuado con inteligencia durante la tormenta política. Incluso ahora, a estas alturas, César seguía ofreciendo soluciones diplomáticas a su
impasse
con el Senado. Pero los optimates no querían saber nada de soluciones. Rechazaron la oferta de César de entregar la Galia Transalpina inmediatamente y sus otras provincias el día de su elección para obtener el segundo consulado; como también rechazaron la propuesta de desarmarse al mismo tiempo que Pompeyo. Incluso el intento de Cicerón de iniciar las negociaciones había sido rechazado de plano. Tres días antes, la moción para exigir que las legiones de César quedaran desmanteladas en marzo, si no quería ser considerado un traidor, no se aprobó gracias al veto de Marco Antonio y Casio Longino, los nuevos tribunos. Ambos eran hombres de César hasta la médula.
Como Brutus decía, a César le cerraban el paso por todas partes. No era un buen sitio para colocar a un general tan hábil.
Fabiola utilizaba su único recurso y rezaba cada día a Mitra para pedirle que los protegiese, a Brutus y a ella. Y aunque resulta que apoyaba a César, no lograba incluirlo en sus ruegos de ayuda divina. Una parte de ella se resistía. ¿Se debía al aviso del druida, que cada cierto tiempo recordaba? Fabiola no estaba segura. Además, César actuaba como si no le importase lo que pensasen los dioses. El había escogido su propio destino. El tiempo diría cuál era.
Se oyó ruido de tachuelas en el pasillo y la puerta se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire frío. Y a Brutus. Su rostro normalmente jovial tenía una expresión sombría.
—¡Mi amor! —exclamó Fabiola levantándose para saludarlo—. ¿Qué pasa?
—Los optimates han vuelto a presentar la maldita moción ante el Senado —repuso Brutus indignado—. Exigen que César renuncie a sus legiones en marzo.
Fabiola lo cogió del brazo.
—Pero si Marco Antonio y Longino tienen derecho a veto —dijo.
Brutus soltó una carcajada breve e iracunda.
—¡No estaban allí! —exclamó.
Fabiola frunció el ceño:
—No lo entiendo.
—Esos imbéciles amenazaron a los dos tribunos para que no asistieran, «por su bien». Se vieron obligados a huir de la ciudad con Curio y ¡disfrazados de esclavos! La moción ha sido aprobada sin oposición. —Brutus estallaba de indignación—. Y acusan a César de actuar ilegalmente. —Se soltó del brazo y caminó de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado.
Fabiola lo observó un instante.
—¿Qué va a hacer César? —preguntó, pese a conocer la respuesta.
—¿Tú que crees? —le preguntó él con brusquedad.
Fabiola se estremeció, fingiendo sólo a medias.
A Brutus enseguida se le suavizó el semblante.
—Perdona, mi amor —se disculpó—. César ha sido declarado enemigo de la República. Le han ordenado que se rinda ante el Senado y que se atenga a las consecuencias.
—Pero no lo va a hacer, ¿no?
Brutus negó categóricamente con la cabeza.
Fabiola apenas se atrevía a decirlo:
—Entonces, ¿hacia el Rubicón?
—Sí —gritó Brutus—. ¡Esta noche! La Tercera Legión ya está en la orilla más cercana. Espera a que llegue César para cruzar.
—¿Tan pronto? —Sorprendida, Fabiola miraba a su amante. Pero él no bromeaba—. ¿Y qué pasa con las tropas de Pompeyo?
Brutus separó los labios y esbozó una sonrisa lobuna:
—El muy imbécil no tiene ninguna tropa en la zona, y las guarniciones de Ariminium y de otras ciudades cercanas han sido sobornadas.
Fabiola se sintió aliviada. Por el momento, no habría derramamiento de sangre.
—¿Cuáles son sus planes? —preguntó.
—Ya conoces a César —repuso Brutus con un guiño—. No es feliz si no se tira a la yugular.
Fabiola palideció:
—¿Roma?
Brutus lo admitió con una sonrisa.
Fabiola se sentía desfallecer. Eso era mucho más de lo que había esperado. Aunque no se encontraba todo en Ravenna, el ejército de César, un ejército curtido en batallas, era el más potente controlado por un solo hombre que jamás había existido en la historia de la República. Sin embargo, el de Pompeyo, una vez reunido, era bastante más numeroso. El enfrentamiento inminente que decidiría cuál de los dos era más poderoso era un mal presagio para la democracia y para los derechos de los ciudadanos de a pie. ¿Cómo había llegado la situación a tal extremo?
—¿Y nosotros? —preguntó.
—Ahora es cuando César más nos necesita. —Sonrió con entusiasmo—: ¡Nos vamos con él!
El corazón de Fabiola empezó a latir con fuerza. El miedo y el horror se mezclaban con un extraño entusiasmo. Iba a ser testigo de la más alta traición de un general romano.
Cruzar el Rubicón con el ejército.
Fabiola se sobrecogió. El druida tenía razón. Ojalá le hubiese podido revelar algo más de Romulus, pensó con una punzada de angustia.
—Ya te enterarás de todo —reveló Brutus.
Fabiola lo miró inquisitivamente.
—César va a dar un banquete. Estamos invitados —le avanzó.
—¿Es que no va a reunirse contigo y con los otros oficiales? —preguntó, confusa.
—Todo lo contrario. Relajarse antes de la batalla es lo más recomendable. —Brutus se rio—. Pero, por favor, no le preguntes sobre Gergovia.
Fabiola rio tontamente antes de ponerse seria.
—No te preocupes, mi amor. Nunca más te volveré a defraudar así —repuso.
—Lo sé. —Brutus se le acercó y la miró a los ojos—: Eres la persona en quien más confío de este mundo.
Este comentario le llegó al alma. Confirmaba que Brutus le pertenecía más a ella que a César. Ya había ganado una importante batalla.
Para Fabiola, eso era más importante que cualquiera de las batallas que vendrían.
Hacía mucho tiempo que Fabiola ya no sentía vergüenza cuando la presentaban ante la nobleza. Ahora ya casi todos, si no todos, los compañeros de Brutus conocían su historia. Aunque él lo ignoraba, uno o dos oficiales incluso habían sido clientes suyos en el Lupanar. En general, los romanos aceptaban bastante bien a los esclavos manumitidos, lo cual facilitaba mucho su vida. Para los oficiales militares con los que Fabiola se tropezaba, era una joven bella e inteligente muy valorada por Brutus. Fabiola sospechaba que algunos estaban un poco celosos y que les habría gustado tenerla para ellos.
En el banquete de esa noche, Fabiola agradeció su nueva desenvoltura cuando le presentaron a Longino, uno de los nuevos tribunos. Se puso tan nerviosa al saludarlo que le entraron ganas de vomitar, pero supo controlarse con habilidad. Longino, junto a Marco Antonio y Curio, había llegado unas pocas horas antes a Ravenna con la noticia de las acciones del Senado. Sin embargo, no era eso lo que más interesaba a Fabiola. Longino era el oficial que había escapado de Carrhae con su honor y los supervivientes de su legión intactos. También había llevado a Roma la noticia de la terrible derrota. Aunque era como abrir una antigua herida, Fabiola no podía evitar intentar obtener información de Longino y preguntarle, no sobre su papel en la inminente guerra civil, sino sobre sus experiencias en Partía. Todas sus esperanzas respecto a Romulus habían resurgido con más fuerza en el instante en que él apareció.