Longino estaba sorprendido.
—¿Por qué queréis que os hable de ese infierno abrasador? —preguntó con una expresión de desconcierto en su rostro lleno de cicatrices—. Intento no pensar nunca en ello.
Con una rápida mirada por encima del hombro, Fabiola se cercioró de que Brutus no miraba. Se dirigió a Longino con timidez y coquetería, una táctica que rara vez fallaba con los hombres.
—No seáis modesto, general —susurró—. Me han dicho que, si vos hubieseis estado al mando en Carrhae, el desenlace habría sido muy distinto.
Halagado, los rasgos entristecidos de Longino se suavizaron.
—No sé si habría sido muy distinto —protestó—. Pero lo cierto es que Craso no quiso escuchar mi consejo aquel día.
Asintió comprensiva.
—¿Tan malo fue aquello? —quiso saber.
Longino frunció el ceño.
—No os lo podéis imaginar, señora. Todo era arena hasta donde alcanzaba la vista. Las temperaturas, más altas que en el Hades. Escasa comida y nada de agua —suspiró—. Y los malditos partos. En general, bajos, pero ¡por todos los dioses!, excelentes jinetes y arqueros. Un legionario cualquiera es incapaz de plantarles cara. —La expresión de su rostro se tornó sombría—: Y, debido a la traición de los supuestos aliados nabateos, nuestra valiosa caballería quedó muy mermada.
—Dicen que ése fue el mayor error de Craso —añadió Fabiola—: no contar con una caballería fiable.
La satisfizo ver la expresión de respeto que asomó a su rostro. Longino no lo sabía, pero aquélla era una opinión que había oído expresar a Brutus.
—Cierto —reconoció Longino—. Cuando mataron a nuestros jinetes galos y a Publio, el hijo de Craso, el resto simplemente huyó. Allí estábamos, en una ardiente planicie: treinta mil soldados de infantería frente a diez mil caballos, casi todos montados por arqueros con una reserva de flechas ilimitada. El resto ya os lo podéis imaginar. —Entristecido, guardó silencio.
Fabiola había escuchado muchos datos y rumores sobre Carrhae; sin embargo, Longino había pintado un panorama mucho más aterrador. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar que Romulus había estado allí. El horror era incalculable. Fabiola tragó saliva y se consoló con la visión que había tenido en el Mitreo. Para estar presente en la batalla que había visto, su hermano tenía que haber logrado sobrevivir a la aniquilación del ejército de Craso. «Debieron de haber sido los dioses los que salvaron a Romulus —pensó Fabiola desesperada—. Y continúan protegiéndolo.»
—Señora, ¿qué ocurre?
Fabiola se percató de que debía de haber mostrado la confusión que sentía. Estaba a punto de mentir y entonces pensó que no tenía por qué. Longino conocía sus orígenes.
—Mi hermano estaba allí —se limitó a decir.
—Ya. ¿También era…? —Longino se calló, incómodo.
—¿Esclavo? Sí, también. Y gladiador —repuso Fabiola sin pestañear—. Creo que se alistó en una cohorte de mercenarios como soldado raso.
Longino no consiguió disimular su sorpresa:
—Sus políticas de reclutamiento son, podríamos decir, un poco más laxas que las de las legiones. Sin embargo, la mayoría luchó muy bien. En un momento de la batalla, a veinte valientes mercenarios que habían quedado aislados con Publio se les permitió regresar ilesos a nuestras líneas. Aunque probablemente no les serviría de mucho. Roma perdió tantos buenos soldados aquel día… —La miró a los ojos—. Unos cuantos irregulares se batieron en retirada hacia el Éufrates con mi legión. ¿Vuestro hermano estaba entre ellos?
Fabiola negó con la cabeza:
—No lo creo.
Longino le dio unas palmaditas en el brazo.
—Pero Romulus ha sobrevivido —añadió con firmeza.
Él la miró incrédulo.
—Estoy segura.
—Ya. Si sobrevivió, entonces… —Longino esbozó una falsa sonrisa—. ¿Quién sabe?
Fabiola le sonrió alegremente. El canoso tribuno intentaba protegerla de la cruda realidad del destino de los supervivientes romanos. Pero él no había visto lo que ella vio después de beber el
homa
. Ni había oído las palabras del druida moribundo. No le dio tiempo a acabar, lo que significaba que todavía había esperanza. Mientras su suerte no hacía más que mejorar de forma increíble, Fabiola tenía que creer que la de su hermano al menos estaba estabilizada. O eso, o se volvía loca.
—¿Fabiola? —Era la voz de Brutus—. César requiere nuestra presencia.
Longino inclinó la cabeza y se apartó a un lado.
Fabiola murmuró su agradecimiento y siguió a Brutus, que parecía muy contento.
—¿Qué quiere? —preguntó nerviosa. Desde Alesia no habían tenido una reunión privada cara a cara. En público con otras personas alrededor, sí. Pero una reunión como ésta, no.
—Ha hecho lo mismo con Marco Antonio y con un par más —repuso Brutus—. Creo que es para brindar por nuestra buena suerte en los próximos días.
En la entrada de una cámara lateral se encontraban cuatro veteranos de aspecto duro y atuendo elegante. Cuando la pareja se acercó, se pusieron firmes. Un
optio
, el más veterano, se golpeó la cota de malla con el puño y saludó.
Brutus devolvió el saludo lánguidamente. Pasaron al interior, a las dependencias personales de César. Estaba solo, inclinado sobre un mapa detallado de Italia extendido sobre una mesa cercana. Todavía sin percatarse de su presencia, clavó un dedo en el pergamino.
—Roma —dijo entre dientes.
Brutus sonrió.
No era la primera vez que a Fabiola le sorprendía el parecido entre César y Romulus. De hecho, ella también tenía la misma tez clara, la nariz aquilina y los ojos penetrantes. Y, aunque pertenecían a clases sociales diametralmente opuestas, Fabiola también sentía el gran empuje para prosperar que veía en César. Ahí estaba, sin ningún miedo, a pesar de que iba a enfrentarse a toda una institución como la República. En el corazón de Romulus latía una valentía similar teñida de obstinación; en el de ella, también. Y aunque el cometido de Fabiola probablemente fuese menos ambicioso que el de César, no pensaba amilanarse hasta encontrar al violador de su madre. Y vengarse. «Aunque sea César —pensó Fabiola con furia—. Se lo debo a mi madre. Y a Romulus.» Inmediatamente la embargó la duda. «¿En verdad es mi padre? ¿Cómo puedo saberlo, por todos los dioses?»
Al final César notó su presencia. Se incorporó y les sonrió cordialmente.
—Gracias por venir.
—Es un placer, señor —repuso Brutus.
—Para mí también. —Fabiola hizo una profunda reverencia.
Les ofreció
mulsum
a los dos.
—¡Por una rápida victoria! —brindó César levantando la copa—. O por que el Senado entre en razón.
Con una sonrisa, bebieron.
—Hoy es un día triste para la República —comentó César. Su tono de voz cambió y se tornó enfadado—: Pero no me dejan otra opción. No se puede tratar como a un perro al general que más éxitos ha cosechado de nuestra historia.
—Por supuesto que no, señor —convino Brutus indignado—. Pompeyo no va a renunciar al mando ni a disolver sus legiones, ¿por qué ibais a hacerlo vos?
Fabiola asintió con un murmullo.
—Pompeyo no es un recluta novato —avisó César—. Espero que los optimates y él decidan negociar; de no ser así, esto se convertirá en una larga batalla.
—La Galia sólo nos costó siete años, señor —dijo Brutus con una sonrisa—. ¿Qué nos supone unos cuantos más?
César echó la cabeza hacia atrás y se rio antes de mirar a Brutus fijamente.
—Mi éxito le debe mucho a hombres como tú —dijo—. Esto no lo olvido.
—Gracias, señor —repuso Brutus.
Fabiola estaba encantada ante tal muestra de afecto.
Durante un rato charlaron educadamente. Y entonces César abrió un cajón de la mesa.
—Necesito que hagas algo importante por mí —le dijo a Brutus con complicidad—. No te llevará mucho tiempo.
—Estoy a vuestra disposición, señor. —Brutus parecía expectante.
En la mano sostenía un pergamino enrollado.
—Son nuevas órdenes para las tropas que están en Ariminium. —Vio que Fabiola parecía confusa. Y lo explicó—: Ayer envié a algunas vestidas de civiles.
—¿Queréis que me adelante, señor? —preguntó Brutus.
—No. Sólo que se las entregues al
optio
que está esperando al lado de mi carruaje. Él sabe adónde debe ir.
Brutus cogió el pergamino y salió deprisa de la habitación.
Fabiola, a solas con César, sonrió intranquila. ¿Estaba planeado? Durante un breve instante, mientras César le preguntaba solícito sobre su bienestar y sus esperanzas de futuro, su preocupación pareció infundada.
—¿Le darás hijos? —preguntó.
Fabiola se sonrojó.
—Si los dioses lo quieren, sí —contestó.
Hasta entonces, con los conocimientos sobre hierbas adquiridos en el Lupanar había evitado quedarse embarazada. En ese momento era mucho más importante consolidar su posición. Evidentemente, Brutus no sabía nada. Intentaba no parecer nerviosa y jugueteaba con los zarcillos de oro y carneliana.
Aparentemente satisfecho, César condujo a Fabiola a otra cámara, donde le mostró el peto dorado y la capa de general.
—Esto es lo que llevaré luego —dijo—. En el Rubicón.
—Estaréis magnífico. —Fabiola se deshizo en elogios mientras esperaba con ansiedad oír a Brutus. «¿Por qué tarda tanto?»—. El héroe conquistador.
—Ciertamente sabes cómo elogiar a un hombre —añadió César acercándose—. Brutus es muy afortunado de tener una mujer como tú.
—Gracias, general.
Se oyó un ligero golpe y Fabiola miró hacia abajo. Algo brillaba sobre la alfombra. Era el zarcillo que se le había caído. Fabiola se inclinó para cogerlo y, al inclinarse, mostró más escote del que pretendía. Cuando se incorporó, César le miraba el escote con lujuria. Aterrorizada, Fabiola se quedó paralizada.
—Tan joven —murmuró—. Tan perfecta.
En los ojos de César había una mirada nueva, depredadora, que la incomodó sobremanera. Dio un paso hacia atrás y apretó el zarcillo en el puño hasta que le hizo daño.
Él la siguió en silencio.
Fabiola, asustada, retrocedió de nuevo y topó con la pared. No había adónde ir. Intentó tranquilizarse. ¿Dónde estaba Brutus?
César se acercó. Olía a vino.
—¡Eres toda una belleza! —exclamó.
Fabiola bajó los ojos, rezando para que se apartase. En lugar de apartarse, alargó las manos y le sujetó los senos. Después empezó a lamerle el cuello. Aterrorizada y asqueada, Fabiola no se atrevía a reaccionar. Se trataba de uno de los hombres más importantes de la República y ella no era más que la amante de un noble. Una don nadie.
Al final, César paró.
—Fuiste esclava —aseveró.
Fabiola asintió con la cabeza.
—Entonces, tendrías que estar acostumbrada a esto —le dijo entre dientes mientras le levantaba la falda.
Unas silenciosas lágrimas de rabia le resbalaron por las mejillas.
Con la respiración agitada, César le apartó la ropa interior y empezó a toquetearla.
«Mitra y Júpiter —pensó—. ¡Ayudadme!» Pero no hubo ninguna intervención divina. Ni rastro de Brutus.
César estaba cada vez más excitado, y Fabiola notó que le restregaba el pene erecto contra el muslo.
—¡No! —gritó—. ¡Por favor!
Uno de los legionarios que había fuera se rio, una risa que inmediatamente levantó las sospechas de Fabiola. Quizá no fuese ésta la primera vez que César agredía sexualmente a una mujer.
Al oír el ruido, se detuvo un instante para escuchar.
A Fabiola le dio un vuelco el corazón, pero se trataba de una falsa alarma. En lugar de soltarla, le torció el brazo y la obligó a arrodillarse con él. Fabiola gimió de miedo.
—Estate quieta o te haré daño.
Fabiola no sabía por qué, pero sus palabras le llegaron al alma. De repente lo supo. Sencillamente lo supo. César era el violador. Era su padre.
—¡Quítate el vestido! —le ordenó—. ¡Te voy a follar en el suelo!
Acudió a su mente una imagen de Velvinna. Desnuda. Indefensa. Sola. Veintiún años atrás ese hombre había hecho lo mismo con su madre. Una furia ardiente la consumía.
—¡No! —gritó—. ¡No quiero!
César apartó la mano para pegarle.
Y ella estaba preparada para defenderse con uñas y dientes.
—¿Fabiola? —La voz de Brutus no sonaba muy lejos—. ¿César? ¿Dónde están?
Se produjo un incómodo silencio.
—¡Responded! —gritó Brutus.
—En la otra habitación —masculló a su pesar uno de los centinelas.
—¡Apartaos!
César maldijo entre dientes. Se arregló la ropa deprisa y se levantó.
Fabiola también hizo lo mismo con rapidez. Brutus no debería sospechar nada. Conocía su genio. Era capaz de emprenderla a golpes contra cualquiera que agrediese a Fabiola de semejante forma, incluso contra César, su general. Si lo hacía, las consecuencias serían demasiado graves incluso pensarlas. Para ambos. Tenía que actuar como si todo fuese normal. De repente tuvo una idea y abrió la palma dolorida de la mano derecha. En ella estaba aplastado el zarcillo de oro y carneliana. Aterrorizada, no se había dado cuenta de lo que había hecho hasta ese instante.
Brutus apareció en la puerta de la habitación.
—Estáis aquí —dijo aliviado. Frunció el ceño al ver a César y a su amante de pie tan juntos—. ¿Qué sucede?
César carraspeó de manera afectada.
—Nada, cariño. El general me estaba mostrando su armadura. Y entonces he perdido esto —respondió Fabiola alegremente alargando la mano. La luz de la lámpara iluminaba la joya destrozada y Fabiola rezó para que no la mirase muy de cerca—. Estábamos buscándolo.
—Ya —respondió Brutus con desconfianza—. El
optio
ha partido, señor.
—Bien. Es hora de excusarme ante los invitados —anunció César bruscamente—. Tú también deberías hacerlo. Tenemos que llegar al Rubicón, como muy tarde antes del amanecer.
—Por supuesto, señor —repuso Brutus.
—Hasta la próxima.
César hizo una reverencia a Fabiola, con una media sonrisa en los labios por el doble sentido que sólo ellos dos entendían. Su secreto estaba a salvo con ella. Fabiola, una antigua esclava, nunca se atrevería a decirle nada a Brutus. Y si lo hacía, a él le bastaba con negarlo.
Fabiola inclinó gentilmente la cabeza en respuesta, pero sólo tenía un pensamiento: una cruel venganza.
Brutus la llevó hasta la puerta.