A las cuatro de la tarde, cuando Schellenberg salió en busca de Asa, en Chernay había un pequeño atisbo de neblina. Encontró al piloto en el hangar, junto al Lysander, en compañía del sargento de vuelo Leber.
—¿Cómo está? —preguntó Schellenberg.
—Perfecto, general —le dijo Leber—. No podría estar en mejores condiciones. —Sonrió y añadió—: Naturalmente, el
Hauptsturmführer
acaba de comprobarlo todo por quinta vez, pero eso es comprensible.
El Lysander mostraba las insignias de la RAF, colocadas sobre tiras de lona, tal como había solicitado Asa, y la esvástica del timón de cola había sido tapada con una lona negra.
—Naturalmente, no hay ninguna garantía de que no se desprendan durante el vuelo —dijo Asa—. Tendremos que mantener los dedos cruzados para que eso no suceda.
—¿Y el tiempo? —preguntó Schellenberg.
—Incierto —contestó Leber—. La visibilidad podría ser restringida. Hay un par de frentes conflictivos que están penetrando. He comprobado la situación con nuestra base en Cherburgo, y la verdad es que se trata de una de esas ocasiones en que no se sabe muy bien qué puede pasar.
—Pero ¿el avión está preparado?
—Oh, sí —contestó Asa—. Una de las cosas buenas que tiene esta belleza es que está dotada de un depósito de emergencia. Supongo que la RAF lo hizo así en previsión de la clase de misiones a las que estaba destinado. Eso me permite una autonomía de vuelo de hora y media, y gracias a los servicios de inteligencia de la Luftwaffe en Cherburgo, puedo sintonizar mi radio con la frecuencia de la RAF una vez que me haya aproximado a la costa inglesa.
—Bien. Salgamos a dar un paseo. Tengo ganas de tomar el aire.
Caía una fina llovizna. Caminaron por el campo y Schellenberg se dedicó a fumar un cigarrillo, guardando silencio durante un rato. Llegaron al final y se apoyaron sobre una verja, mirando hacia el mar.
—¿Se siente bien respecto a lo que va a hacer? —preguntó Schellenberg al cabo de un rato.
—¿Se refiere al viaje? —replicó Asa encogiéndose de hombros—. El vuelo en sí no me preocupa. Lo problemático es la situación que pueda encontrar al otro lado.
—Sí, en ese aspecto estamos todos en manos de Devlin.
—Suponiendo que todo salga bien —dijo Asa— y aterrice aquí con nuestros amigos en algún momento de la próxima madrugada, ¿qué ocurrirá entonces? ¿Qué pasará con la situación en Belle Ile? ¿Se le ha ocurrido alguna idea?
—Sólo una y sería una aventura a la desesperada. Por otro lado, resultaría bastante sencilla, y a mí me gusta la sencillez.
—Soy todo oídos.
—Bien, el Führer desayunará con Rommel, el almirante y el
Reichsführer
. Sabemos que Berger actuará al final del desayuno.
—Sí, eso lo sé. Yo también estaba allí, ¿lo recuerda?
—¿Qué sucedería si usted, yo y el señor Devlin llegáramos cuando ellos aún estuvieran desayunando y descubriéramos el complot?
—Pues que todos estaríamos metidos en el mismo cesto, eso es evidente —dijo Asa—. Aunque usted hablara con el Führer, Berger seguiría adelante con su plan.
—Oh, sí, y al
Reichsführer
le vendría muy bien haberme dejado fuera de combate —asintió Schellenberg sonriendo—. Pero hay una carta oculta que no he mencionado. ¿Recuerda cuando nos dirigimos en coche a Belle He? ¿Recuerda el decimosegundo destacamento de paracaidistas estacionado en las afueras de St. Aubin? ¿Se acuerda del
Hauptmann
Erich Kramer y de sus treinta y cinco paracaidistas?
—Desde luego que sí.
—¿Qué cree usted que ocurriría si el coronel Kurt Steiner, una verdadera leyenda del regimiento paracaidista, apareciera para decirles que necesitaba de sus servicios porque había un complot de las SS para asesinar al Führer a quince kilómetros carretera arriba?
—¡Jesús! —exclamó Asa—. Esos tipos seguirían a Steiner a cualquier parte.
—Exactamente. Y los paracaidistas siempre se han distinguido por el disgusto que sienten con respecto a las SS.
—Funcionaría —asintió Asa.
—Siempre y cuando funcione todo lo demás.
—Un momento, a ver si lo he comprendido. ¿Nosotros llegaríamos primero? ¿Y luego nos seguiría Steiner?
—Así es. Digamos que unos quince minutos más tarde.
—Parece que ese desayuno será muy conflictivo —comentó Asa.
—Bueno, prefiero no pensar en eso ahora —dijo Schellenberg—. Tengo otras cosas en qué pensar. Vayamos a tomar una taza de café.
En la cocina de Ryan, Devlin había colocado varios objetos sobre la mesa.
—Veamos qué es lo que tenemos aquí —dijo—. Esos policías militares llevan esposas, pero me llevaré algo de cuerda extra para emergencias, por si acaso.
—He preparado tres mordazas —dijo Ryan—. Están hechas a base de vendajes y esparadrapo. Recuerda que también tienes que ocuparte del sacerdote.
—Preferiría olvidarme de él, pero tienes razón —dijo Devlin.
—¿Y un arma?
—Llevaré la Smith & Wesson en la tobillera, para casos de emergencia, y la Walther con el silenciador que le quité a Carver.
—¿Crees que se producirá alguna muerte? —preguntó Ryan con expresión de preocupación.
—Eso sería lo último que desearía. ¿Tienes esa cachiporra?
—Dios, se me había olvidado.
Ryan abrió el cajón de la mesa de la cocina y sacó una bolsa de cuero. Estaba cargada con plomo y llevaba un lazo para sujetarla a la muñeca. Era un artilugio llevado por muchos taxistas de Londres, como medida de autoprotección. Devlin la sopesó en la mano y la dejó sobre la mesa, junto a la Walther.
—Entonces, ¿eso es todo? —preguntó Ryan.
—Ahora —dijo Devlin sonriendo ligeramente—, todo lo que necesitamos es a Steiner.
En ese momento se abrió la puerta y entró Mary.
—Dios, me muero de hambre, muchacha —dijo su tío—. Qué buenos estarían unos huevos con jamón si pudieras arreglártelas.
—No hay problema —dijo ella—, pero nos hemos quedado sin pan y sin té. Iré un momento a la calle High antes de que cierren las tiendas. No tardaré.
Tomó la boina y el impermeable de detrás de la puerta y se marchó.
La anciana de la tienda le vendió una lata de salmón procedente del mercado negro, así como unos cigarrillos, el pan y el té. Mary lo llevaba todo en un bolso cuando salió de la tienda. La niebla se hacía más espesa por momentos, el tráfico era más lento y ella se detuvo con prudencia en la siguiente esquina, antes de cruzar la calzada.
Eric Carver, al volante de la limusina Humber de su hermano, se había detenido ante el semáforo. Ella sólo estaba a uno o dos metros de distancia cuando pasó por delante, y él la vio con toda claridad. Mary cruzó la calzada y giró por una calle lateral. En cuanto las luces se pusieron verdes, él la siguió con el Humber. Aparcó junto a la acera, bajó del coche y la siguió a pie con precaución.
Mary giró por Cable Wharf, caminando todo lo rápidamente que pudo, y cruzó de nuevo hacia la casa. En cuanto giró en la esquina, Eric se encaminó hacia allí y asomó la cabeza con cuidado. Ella acababa de llegar ante la puerta de la cocina.
Ésta se abrió, y Eric escuchó la voz dé Devlin diciendo:
—Ah, ya estás aquí. ¿Quieres entrar y dejar esa niebla ahí fuera?
La puerta se cerró.
—Muy bien, bastardo —dijo Eric en voz baja—. Ahora ya te tengo.
Se dio media vuelta y se alejó corriendo.
Jack Carver estaba en su dormitorio, vistiéndose, cuando Eric entró como una tromba.
—¿Cuántas veces te lo tengo dicho? —le espetó Carver—. No me gusta que nadie entre aquí de sopetón cuando me estoy vistiendo, y eso te incluye también a ti.
—Pero es que lo he encontrado, Jack. He descubierto dónde se oculta ese podrido bastardo. Vi a la chica. La seguí hasta su casa, y él estaba allí.
—¿Estás seguro?
—Pues claro que lo estoy.
—¿Dónde ha sido?
—En un lugar llamado Cable Wharf. Está en Wapping.
—Muy bien —asintió Jack con una expresión de satisfacción.
Se puso la chaqueta y cruzó el salón, seguido de cerca por Eric.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó Eric a su hermano, que se sentó tras su mesa de despacho.
—¿Que qué vamos a hacer? Nos vamos a encargar de él —dijo Carver.
—¿Cuándo?
—Esta noche tengo un gran negocio que ultimar —dijo Carver mirando su reloj—. Eso lo sabes. Probablemente, habré terminado hacia las diez. Después de eso le haremos una visita, cuando crea que ya está tranquilamente a salvo para pasar la noche. —Carver sonrió, abrió un cajón y sacó una Browning—. Sólo tú y yo, y nuestra amiguita.
En el rostro de Eric apareció una expresión despiadada.
—Por Cristo, Jack, ya estoy impaciente —dijo.
El teniente Benson llegó al priorato poco antes de las siete. Saludó al portero, quien le franqueó la entrada, y subió en seguida la escalera. Tal como le habla dicho el policía militar a Steiner, su permiso duraba hasta la medianoche, pero el único tren disponible hasta Londres desde la casa de sus padres en Norwich había salido temprano. Al serle franqueada la entrada en el pasillo del piso superior, encontró a un cabo sentado en su despacho. El hombre se puso en pie de un salto.
—¿Ya ha regresado, señor?
—Me parece que eso es bastante evidente, Smith. ¿Dónde está el sargento Morgan?
—Se marchó hace más o menos una hora, señor.
—¿Todo ha estado tranquilo mientras yo he estado fuera?
—Así lo creo, señor.
—Echaremos un vistazo al libro de registros. —Smith se lo tendió y Benson lo ojeó—. ¿Qué dice esta anotación en la hoja de las admisiones? ¿El mayor Conlon?
—Oh, sí, señor, el padre. Giró una visita al lugar en compañía de la hermana y del padre Martin.
—¿Y quién le dio permiso?
—Tenía un pase del departamento de Guerra, señor. Ya sabe, uno de esos pases que permiten acceso sin restricciones a cualquier parte. Creo que el sargento Morgan anotó los detalles.
—Eso ya lo veo. La cuestión es: ¿qué andaba haciendo aquí ese tal Conlon?
—Era un hombre de aspecto agradable, señor, con el cabello gris y gafas. Parecía como si lo hubiera pasado mal. Ah, y tenía una Cruz Militar, señor.
—Bueno, pero eso podría significar cualquier cosa —dijo Benson de mal humor—. Ahora voy a ver a la hermana.
Ella estaba en su despacho cuando él llamó y entró. La hermana María Palmer levantó la mirada y le sonrió.
—¿Ya ha vuelto? ¿Ha pasado bien su permiso?
—Sí, no ha estado mal. ¿Está el padre Martin por aquí?
—Acaba de entrar en la capilla para escuchar las confesiones. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Mientras yo estuve fuera vino por aquí un tal mayor Conlon.
—Ah, sí, el capellán del ejército. Un hombre muy agradable. Estaba de baja por herida de guerra. Tengo entendido que fue herido en Sicilia el año pasado.
—Sí, pero ¿qué estaba haciendo aquí?
—Nada. Apareció por aquí y sustituyó al padre Martin durante una noche. El padre Martin no se ha sentido muy bien últimamente.
—¿Y ha vuelto?
—No, por lo que me ha dicho el padre Martin, le han vuelto a llamar para que acuda a un hospital militar en Portsmouth. —Le miró con cierta expresión de extrañeza—. ¿Sucede algo?
—Oh, no, sólo que, cuando aparece un invitado inesperado con un pase del departamento de Guerra, a uno le gusta saber de quién se trata.
—Se preocupa usted demasiado —dijo la hermana.
—Probablemente. Buenas noches, hermana.
Pero la duda no acababa de abandonar sus pensamientos y en cuanto regresó a su despacho, en el piso de arriba, llamó por teléfono a Dougal Munro.
Jack Cárter se había marchado a pasar el día en York. Su tren no llegaría a Londres hasta las diez, de modo que Munro estaba trabajando a solas en su despacho cuando recibió la llamada. Escuchó pacientemente lo que Benson tuvo que decirle.
—Ha hecho usted muy bien al llamarme —dijo—. No me gusta la idea de que oficiales con pases del departamento de Guerra metan las narices en nuestros asuntos. Pero eso es lo que pasa cuando se utiliza un lugar como el priorato, Benson. Esos religiosos no se comportan como las demás personas.
—Tengo anotados aquí, en la hoja de admisión, los detalles descriptivos de Conlon. ¿Quiere saberlos, señor?
—Mire, yo terminaré aquí dentro de poco y luego me marcharé a casa —le dijo Munro—. En cuanto pueda pasaré a verle. Dentro de una hora y media más o menos.
—Le espero entonces, señor.
Benson colgó el teléfono y el cabo Smith, que estaba de pie ante la puerta, le dijo:
—El coronel Steiner pidió bajar a la capilla para confesarse, señor.
—¿Y qué demonios tiene que confesar si se pasa todo el tiempo encerrado aquí? —replicó Benson.
—A las ocho de la noche, señor, como la otra vez. ¿Quiere que le acompañe con el cabo Ross?
—No —dijo Benson—, le acompañaremos los dos. Estoy esperando al brigadier Munro, pero no llegará hasta después de las ocho y media. Y ahora, tomemos una taza de té.
En Chernay, los elementos estaban decididamente en contra de ellos, con la lluvia y la niebla procedentes del mar y echándoseles encima. Schellenberg y Asa Vaughan estaban en la sala de radio, esperando, mientras el sargento de vuelo Leber comprobaba la situación con Cherburgo. Regresó junto a ellos al cabo de un momento.
—El avión del Führer aterrizó sin novedad, general. Justo a las seis, poco antes de que empezara a llover.
—¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto? —quiso saber Asa.
—En partes del canal encontrará vientos que soplan hasta con fuerza ocho.
—Demonios, me las puedo arreglar con el viento —exclamó Asa—. ¿Qué más dicen?
—Hay niebla en todo el sur de Inglaterra, desde Londres hasta la costa del canal. Y otra cosa, dicen que las cosas serán peor aquí durante la noche. —Le miró con expresión preocupada—. Si quiere que le sea franco, señor, me huele mal.
—No se preocupe, sargento. Encontraré un camino.
Asa y Schellenberg salieron al viento y a la lluvia, y se dirigieron presurosos a la cabaña que estaban utilizando. Schellenberg se sentó en una de las camas y sirvió una copa de
Schnapps
en una taza esmaltada.
—¿Quiere tomar algo?
—Será mejor que no lo haga —dijo Asa encendiendo un cigarrillo.
Se produjo un silencio. Al cabo de un rato, Schellenberg dijo:
—Mire, si no cree que las condiciones sean adecuadas, si no quiere ir…