—Eso está muy bien. El que preparó ese cartel hizo un buen trabajo.
Estaba todo muy tranquilo y los únicos sonidos que se escuchaban eran los producidos por los barcos que pasaban por el río. Eric le siguió, y George se dirigió cojeando al maletero del coche, lo abrió y sacó el aparato de radio en una caja de madera pintada de color verde oliva.
Carver se volvió hacia su hermano.
—Muy bien, Eric, entremos.
Eric abrió con llave la puerta pequeña de la gran puerta de entrada al almacén, entró y encendió la luz. Su hermano y George le siguieron. El almacén estaba Heno de cajas de todo tipo. Había una mesa en el centro, y un par de sillas, utilizadas evidentemente por un empleado encargado del control de los embarques.
—Bien, déjalo sobre la mesa. —George hizo lo que se le pedía y Carver preguntó—: ¿Has traído la artillería?
George se sacó del bolsillo una Walther PPK, extrajo del otro bolsillo un silenciador y lo enroscó en el cañón.
—Mira eso, Eric —dijo Carver encendiendo un puro—. Es condenadamente maravilloso. Suena como si se destapara una botella.
—Espero con impaciencia a que llegue ese bastardo —dijo Eric.
Pero Devlin ya llevaba algún tiempo allí dentro, y estaba oculto entre las sombras del fondo: había entrado en el edificio por una de las ventanas superiores. Observó a George situándose en una posición por detrás de un montón de cajas, mientras los hermanos Carver se sentaban ante la mesa. Luego, se volvió y salió sin hacer ruido por el mismo lugar por donde había entrado.
Un par de minutos más tarde se acercó a la puerta principal, silbando alegremente, abrió la puerta pequeña y entró en el almacén.
—Que Dios proteja a todos los que estén aquí —dijo, acercándose a la mesa—, ¿Lo ha conseguido, señor Carver?
—Ya le dije que podía conseguir cualquier cosa. Y, a propósito, anoche no me dijo usted su nombre.
—Churchill —contestó Devlin—. Winston.
—Muy gracioso.
Devlin abrió la caja. Dentro estaba la radio, con auriculares, transmisor de Morse, antenas y todo lo demás. Parecía completamente nueva. Volvió a cerrar la tapa.
—¿Satisfecho? —preguntó Carver.
—Oh, sí.
—En tal caso, ponga el dinero sobre la mesa.
Devlin se sacó las mil libras del bolsillo y se las entregó.
—Haciéndose el duro, ¿eh, señor Carver?
—Las cosas ya son bastante duras —dijo Carver dejando caer el dinero sobre la mesa—. Claro que ahora tenemos que abordar la otra cuestión.
—¿De qué cuestión se trata?
—La forma insultante en que trató a mi hermano y las amenazas que me dirigió, con eso del IRA. y de dar aviso a la rama especial. Eso es algo que no puedo tolerar. Tengo una reputación que cuidar. Necesita usted un buen castigo, amigo mío. —Arrojó el humo del puro hacia la cara de Devlin—. George.
George se movió con rapidez, sobre todo teniendo en cuenta la rodilla estropeada, y en un segundo tuvo colocada la Walther en la nuca de Devlin. Eric le registró los bolsillos de la chaqueta y sacó la Luger.
—Mira esto, Jack. Astuto bastardo.
Devlin abrió las manos en un gesto de impotencia.
—Está bien, señor Carver. Me ha atrapado. ¿Y ahora qué?
Se dirigió hacia una de las cajas, se sentó sobre ella y sacó un cigarrillo.
—Es usted un bastardo frío, eso debo admitirlo —dijo Carver.
—Te diré lo que va a ocurrir ahora —intervino Eric sacando una navaja de afeitar del bolsillo y abriéndola—. Te voy a cortar las orejas, eso es lo que voy a hacer.
—¿Mientras George me apunta con su arma? —preguntó Devlin.
—Esa es la idea general —asintió Eric. | —Sólo hay un problema con eso —replicó Devlin—. Esta arma es una Walther PPK y uno tiene que tirar el seguro hacia atrás antes de poderla utilizar y no creo que George haya hecho eso.
George tiró del seguro con desesperada rapidez. Devlin se subió la pernera del pantalón, giró la Smith & Wesson desde la tobillera misma, sin sacarla, y disparó, todo ello en un mismo y suave movimiento, atravesándole la parte superior del brazo. George lanzó un grito y dejó caer la Walther. Devlin la recogió.
—Es bonita —dijo—. Muchas gracias.
Se introdujo el arma por debajo del cinturón.
Carver se quedó allí sentado, con una expresión de la más completa incredulidad en su rostro. Eric parecía mortalmente asustado, mientras Devlin se guardaba primero el dinero y luego la Luger en el interior de su chaqueta de cuero. Luego, tomó la caja que contenía la radio y se alejó. Al llegar a la puerta, se volvió hacia ellos.
—Jesús, Eric, se me olvidaba, ¿dijiste algo acerca de cortarme las orejas?
Levantó el brazo, disparó y Eric lanzó un grito al tiempo que la parte inferior de su oreja derecha se desintegraba. Se llevó las dos manos hacia ella, mientras la sangre salía a borbotones.
—Es una pena que no llevaras pendientes —dijo Devlin,
Salió del almacén y cerró la pequeña puerta con un portazo.
Schellenberg estaba en su despacho cuando la puerta se abrió de golpe y en ella apareció Use. Asa Vaughan se hallaba inmediatamente detrás de ella, con una expresión agitada.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Schellenberg.
—Debe venir en seguida a la sala de radio. Es Devlin —dijo ella, apenas capaz de pronunciar las palabras—. Es Devlin, general, que llama desde Londres.
La radio estaba abierta sobre la mesa de la cocina, con las antenas extendidas hacia lo alto de las paredes. Ryan y Mary estaban sentados observando a Devlin, fascinados, mientras éste tecleaba en el código Morse.
—¡Jesús! —exclamó, frunciendo el ceño. Hubo un poco más de acción y luego se detuvo—. Eso es. Ya podéis bajar las antenas.
Mary se movió por la cocina, recogiendo los hilos.
—¿Está todo bien, Liam? —preguntó Ryan.
—Todo está mal, amigo. Se suponía que debíamos intentar estar en Francia para el veintiuno. Ahora dicen que la gran ocasión es el quince, y como esta noche es el doce, eso no nos deja mucho más tiempo.
—¿Es posible hacerlo, Liam?
—Lo primero que haremos por la mañana será darnos una vuelta por las marismas de Romney —dijo Devlin—. Veremos cuál es la situación en Shaw Place. —Se volvió hacia Mary—. ¿Te gustaría pasar un día en el campo?
—A mí me parece muy bien.
—Estupendo, entonces llamaré por teléfono a los Shaw y les advertiré que me esperen.
De regreso en su despacho, Schellenberg se sentó ante la mesa estudiando el mensaje que tenía ante sí, observado por Asa Vaughan e Use.
—Bien, ¿qué es lo que sabemos? —preguntó Schellenberg—. Que está allí, en casa de su amigo del IRA, y que ha establecido contacto con Shaw y ahora con Steiner.
—Todo encaja —dijo Asa.
—Quizá, pero no podrá conseguirlo para el quince. Sería imposible, hasta para Devlin.
—Empiezo a preguntarme si hay algo realmente imposible para ese hombre —dijo Asa.
—Estén a la escucha mañana —comentó Schellenberg—. Esas han sido sus últimas instrucciones. Está bien, ya veremos. —Se levantó—. Dudo mucho de que aún quede champaña en la cantina, pero, tengan lo que tengan, me vendrá bien.
Al sur del Támesis, tomaron la carretera en dirección a Maidstone. Ryan conducía, con Devlin apretado a su lado. No iba vestido de uniforme, pero llevaba la trinchera militar sobre el traje de clérigo y el alzacuello, con el sombrero negro ladeado sobre una oreja. Ryan le había dicho la verdad. El motor del Ford funcionaba a las mil maravillas, a pesar del aspecto destartalado del vehículo.
—Tenías razón, Michael —dijo Devlin—. Esta vieja camioneta tuya es una campeona.
—Claro, y podría hacerla participar en las carreras de Brooklands si todavía se celebraran —dijo Ryan sonriendo con una mueca.
Mary estaba sentada en la parte de atrás de la camioneta, leyendo un libro, como siempre.
—¿Vas bien ahí detrás? —le preguntó Devlin.
—Estupendamente.
—Dentro de un rato nos pararemos a tomar una taza de té.
Una vez llegados a Maidstone, Ryan se dirigió hacía el centro de la ciudad, hasta que encontró una tienda de bicicletas. Devlin entró y compró media docena de lámparas normales de bicicleta, con baterías nuevas.
—Lo he despistado —dijo al regresar —. Le he dicho ú dueño de la tienda que las quería para mi grupo de scouts de la iglesia. No cabe la menor duda de que este alzacuello puede servir de mucho en algunas ocasiones.
—¿Y para qué quiere eso? —preguntó Mary.
—Un avión que se acerca por la noche es como un ave perdida, muchacha. Necesita que alguien le dé la bienvenida. Se podría decir que esto arroja un poco de luz sobre la situación.
Al otro lado de Ashford, aparcaron en la cuneta de la carretera y Mary abrió un termo y tomaron algo de té. Había un camino de tierra que llevaba a un pequeño bosquecillo. Había dejado de llover, pero todo seguía estando muy húmedo. El cielo estaba oscuro y con aspecto amenazador a lo largo de todo el trayecto que les faltaba para llegar a las marismas de Romney y el mar, que ya se divisaba en la distancia. Mary y Devlin caminaron hasta el bosquecillo y se sentaron bajo un árbol, contemplándolo todo.
—¿De qué se trata esta vez? —preguntó señalando el libro.
—Poesía —contestó ella—. De RoBert Browning. ¿Le gusta la poesía?
—Yo publiqué algo en una ocasión. Fue lo que en los ámbitos especializados se conoce como un pequeño volumen. —Se echó a reír—. Era capaz de encontrar ese material con suma facilidad, hasta que un buen día me di cuenta de lo malo que era.
—No le creo. Invéntese algo sobre mí.
Él se llevó un cigarrillo a los labios.
—Muchacha misteriosa, ¿quién eres? Dirigiéndote presurosa hacia ninguna parte, con tu falda estrecha y tú cabello rizado, las piernas llenas de promesas.
Hubo una expresión de recelo en el rostro de ella y finalmente le golpeó suavemente con el puño.
—Eso ha sido terrible.
—Ya te lo dije —replicó él, encendiendo el cigarrillo—. La buena poesía es capaz de decirlo todo en muy pocas frases.
—Está bien, ¿cómo me sintetizaría a mí?
—Eso es fácil —contestó él—. Y ahora, viajera, ponte a navegar, busca y encuentra.
—Eso es maravilloso —dijo ella—. ¿Lo ha escrito usted?
—No exactamente. Se le ocurrió primero a un amigo yanqui llamado Walt Whitman. —Empezó a llover de nuevo y él la ayudó a levantarse, sosteniéndola con una mano en el codo—. Pero hubiera deseado haberlo escrito para ti. Y ahora, pongámonos en marcha.
Y sé apresuraron a regresar hacia la camioneta.
En el apartamento situado sobre el Astoria, Jack Carver estaba sentado ante la mesa, junto a la ventana, tomando un desayuno tardío cuando entró Eric. Llevaba la oreja fuertemente vendada, con un esparadrapo colocado en diagonal sobre la frente para sostener el vendaje. Su aspecto era terrible.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Carver.
—Aturdido, Jack. El dolor es terrible. Aziz me ha dado unas pastillas, pero no parecen hacer mucho efecto.
—Me ha dicho que George se encuentra mal. Esa bala le astilló el hueso. Podría quedar con el brazo rígido para siempre, y lo mismo podría pasarle con la pierna.
Eric se sirvió una taza de café. Le temblaban las manos.
—Ese cabrón, Jack. Tenemos que echarle las manos encima, tenemos que atraparlo.
—Lo haremos, muchacho —dijo Jack—. Y entonces nos habrá llegado el turno a nosotros. He hecho correr su descripción por todo Londres. Ya aparecerá. Y ahora, tómate el café y bebe algo.
Utilizando el mapa de carreteras, Ryan encontró Charbury con facilidad y una pregunta hecha en la tienda del pequeño pueblo les permitió encontrar Shaw Place. Las grandes y oxidadas puertas de hierro que se elevaban al final del camino aparecían abiertas. El camino, que se extendía hasta la vieja casa, mostraba manchas de hierba que sobresalía entre la gravilla.
—Este lugar ha conocido mejores tiempos —comentó Ryan.
Devlin bajó, abrió las puertas traseras de la camioneta y sacó la radio y la bolsa con las lámparas de bicicleta.
—Podéis dejarme aquí —dijo—. Caminaré hasta la casa.
—¿A qué hora debemos regresar? — preguntó Ryan.
—Dadme cuatro horas, y si no estoy aquí para entonces, esperadme. Id a echarle un vistazo a Rye o alguno de esos lugares.
—Estupendo —asintió Ryan—. Cuídate, Liam.
Se marchó. Devlin tomó la caja y la bolsa y empezó a recorrer el largo camino. La casa mostraba todas las señales de falta de dinero. Las largas contraventanas necesitaban con urgencia una buena capa de pintura, así como la puerta principal. Había un tirador para llamar. Dio un tirón de él y esperó, pero no hubo respuesta. Tras esperar un rato, tomó la caja y rodeó la casa hasta llegar a la parte de atrás, donde encontró un patio empedrado. Una de las puertas del establo estaba abierta y desde allí llegaban sonidos de actividad. Dejó la caja en el suelo y se asomó al interior.
Lavinia Shaw llevaba pantalones de montar y botas, y un pañuelo le sujetaba el cabello. Estaba cepillando a un gran caballo negro. Devlin se llevó un cigarrillo a los labios y abrió el mechero con un ruido seco. El sonido la asustó y se volvió a mirar.
—¿La señorita Lavinia Shaw? —preguntó él.
—Sí.
—Soy Harry Conlon. Anoché llamé a su hermano por teléfono. Me está esperando.
—Mayor Conlon. —Hubo una repentina expresión de avidez en ella. Dejó el cepillo y el peine que estaba utilizando y se pasó las manos por los pantalones—. Desde luego, qué maravilloso tenerle aquí.
La voz cuidada y educada de la clase alta y el conjunto de su porte le parecieron a Devlin algo totalmente increíble, pero estrechó la mano que se le tendía y sonrió.
—Es un placer, señorita Shaw.
—Maxwell ha salido hacia las marismas, y debe de estar por ahí, en alguna parte, con su escopeta. Es lo que hace todos los días. Ya sabe cómo son estas cosas…, hay escasez de alimentos y siempre es bueno cualquier cosa que poder echar al puchero. —Parecía incapaz de dejar de hablar—. Vamos a la cocina, ¿quiere?
Era una cocina muy grande, con el suelo cubierto por losas rojas, y una enorme mesa de pino en el centro, con sillas alrededor. Había platos sin fregar en el fregadero y el lugar parecía desarreglado y poco cuidado; la falta de sirvientes era bien evidente.
—¿Té? —preguntó ella—, ¿O prefiere algo más fuerte?