El águila emprende el vuelo (10 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—¿Devlin? —repitió Steiner sacudiendo la cabeza—. Tonterías, Devlin es uno de los hombres más notables que haya conocido jamás, pero ni siquiera él podría sacarme de este lugar.

—Sí, desde luego, aunque no sería de este sitio, porque vamos a trasladarle a una casa de seguridad en Wapping, en el priorato de St. Mary. Más adelante se le informará de los detalles.

—No, no me lo careo. Esto es un truco, una trampa —dijo Steiner.

—Buen Dios, ¿qué beneficio cree usted que conseguiríamos nosotros? —preguntó Munro—. En la embajada española hay un hombre llamado José Vargas, agregado comercial. A veces trabaja para ustedes, por dinero. Opera a través de un primo suyo que trabaja a su vez en la embajada española en Berlín, y utiliza la valija diplomática.

—Pero resulta que también trabaja para nosotros por la misma razón, por dinero —añadió Cárter—. Y los dos han estado en contacto, indicándonos así el interés de los suyos por sacarle de aquí, y solicitando más información en cuanto a su paradero.

—Incluso nosotros mismos le hemos dicho lo que necesita saber —dijo Munro—. También le hemos comunicado cuál será su nuevo domicilio, en el priorato.

—Ahora lo comprendo —dijo Steiner—. Permiten ustedes que el plan se desarrolle para que Devlin venga a Londres. Necesitará ayuda, claro. Tendrá que utilizar a otros agentes y, en el momento apropiado, ustedes los detendrán a todos.

—Sí, eso es una forma de concebirlo —asintió Munro—. Aunque también existe otra posibilidad, claro.

—¿Y cuál sería ésa?

—Sencillamente, que las cosas sigan su curso. Que le permita escapar a Alemania…

—¿Donde trabajaría para usted? —preguntó Steiner sacudiendo la cabeza—. Lo siento, brigadier. Cárter tenía razón, no soy un nazi, pero sigo siendo un militar…, un soldado alemán. Me sería muy difícil aceptar la palabra traidor.

—¿Diría usted acaso que su padre y otros como él fueron traidores porque intentaron eliminar al Führer? —preguntó Munro.

—En cierto modo, eso es diferente. Se trataría de alemanes intentando resolver sus propios problemas.

—Un punto de vista muy limpio —admitió Munro. Se volvió y preguntó —: ¿Jack?

Cárter se levantó y llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció el policía militar. Munro se levantó.

—Si quiere usted seguirme, coronel, hay algo que me gustaría enseñarle.

Por lo que se refería a Adolf Hitler, los traidores no debían contar con la posibilidad de una muerte honorable. Ningún oficial encontrado culpable de haberse conjurado contra él debía morir ante un pelotón de fusilamiento. El castigo estaba tipificado que sería la muerte por horca, para lo que, habitualmente, se empleaba un garfio de colgar carne y un hilo de cuerda de piano. Era frecuente que las víctimas tardaran en morir, a veces de forma muy desagradable. El Führer había ordenado que todas aquellas ejecuciones fueran filmadas. Algunas eran tan impresionantes que, según se decía, hasta el propio Himmler había tenido que salir de la sala de proyección, con náuseas.

La ejecución que se estaba proyectando ahora en el gran almacén situado al final del pasillo, era una filmación parpadeante y bastante granulosa. El joven sargento de inteligencia, anónimo en la oscuridad, situado detrás del proyector, utilizaba como pantalla la misma pared pintada de blanco. Steiner estaba sentado en una silla, solo. Munro y Cárter se hallaban situados detrás de él.

El general Karl Steiner, sostenido por dos hombres de las SS, ya había muerto a causa de un ataque al corazón, el único buen detalle de todo el procedimiento— De todos modos, lo colgaron del garfio y se apartaron del cuerpo. La cámara permaneció enfocada fijamente sobre la patética figura, que se balanceaba ligeramente de un lado a otro, hasta que la pantalla quedó en blanco.

El sargento encendió las luces. Kurt Steiner se levantó de la silla, se volvió y se dirigió hacia la puerta sin decir una sola palabra. La abrió, pasó ante el policía militar y caminó por el pasillo, dirigiéndose a su celda. Munro y Cárter le siguieron. Cuando entraron en la habitación, encontraron a Steiner de pie ante la ventana, apretando con las manos los barrotes y mirando hacia el exterior. Se volvió hacia ellos. Tenía el rostro muy pálido.

—¿Saben, caballeros? Creo que ha llegado el momento de empezar a fumar de nuevo.

Jack Cárter sacó con nerviosismo un cigarrillo del paquete de Players, le ofreció uno y se lo encendió.

—Siento mucho que lo haya tenido que ver —dijo Munro—, pero era importante que supiera usted que Himmler había quebrantado su promesa.

—Vamos, brigadier —dijo Steiner con sequedad—. Usted no siente nada. Lo único que quería era demostrar su punto de vista, y lo ha conseguido. Nunca creí que mi padre tuviera una posibilidad de supervivencia, hiciera yo lo que hiciese. En cuanto a Himmler, mantener sus promesas no es algo que le preocupe en especial.

—¿Y qué piensa usted ahora? —preguntó Munro.

—Ah, ¿de modo que llegamos por fin al propósito del ejercicio? ¿Estaré dispuesto ahora, lleno de rabia, a ofrecer mis servicios a los aliados? ¿Permitiré que me faciliten la huida a Alemania, donde asesinaría a Hitler a la primera oportunidad que se me presentara? —Sacudió la cabeza con tristeza—. No, brigadier. Pasaré unas cuantas malas noches a causa de lo que acabo de ver. Incluso es posible que pida ver a un sacerdote, pero la cuestión esencial sigue siendo la misma. La participación de mi padre en un complot contra la vida de Hitler fue como alemán. No lo estaba haciendo para favorecer la causa de los aliados. Lo estaba haciendo por Alemania.

—Sí, desde luego, eso es fácil de comprender —intervino Cárter.

—Entonces —dijo Steiner volviéndose hacia él—, también se dará cuenta de que hacer lo que sugiere el brigadier sería una traición con respecto a todo aquello que mi padre defendió y por lo que, en ultimo término, dio la vida.

—Muy bien —dijo Munro levantándose—. Estamos perdiendo nuestro tiempo. Será usted transferido al priorato de St. Mary a principios de año, coronel. Su amigo Devlin no tiene la menor esperanza de sacarlo de allí, claro, pero nos encantará que lo intente. —Se volvió a Cárter y añadió —: Pongámonos en marcha, Jack.

—¿Me permite una cosa más, brigadier? —le interrumpió Steiner.

—¿Sí?

—Mi uniforme. Le recuerdo que, según la Convención de Ginebra, tengo derecho a llevarlo puesto. Munro miró a Cárter, quien dijo: —Ha sido reparado, coronel, y limpiado. Me ocuparé de que lo reciba usted hoy mismo, con todas sus medallas, naturalmente.

—Entonces, ya está todo dicho —dijo Munro saliendo de la celda.

Cárter se sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos y una caja de cerillas y los dejó sobre la mesita.

—Ha mencionado usted a un sacerdote. Me ocuparé de que le visite uno, si así lo desea.

—Se lo haré saber en tal caso.

—¿Quiere un suministro de cigarrillos?

—Será mejor que no. Ése tenía un gusto horrible —contestó Steiner consiguiendo esbozar una sonrisa.

Cárter se encaminó hacia la puerta y, una vez allí, vaciló y se volvió.

—Si le ayuda en algo saberlo, coronel, parece ser que su padre murió de un ataque al corazón. Aunque no conozco las circunstancias…

—Oh, me las imagino muy bien, pero gracias de todos modos —le interrumpió Steiner.

Permaneció allí de pie, con las manos metidas en los bolsillos del batín, muy tranquilo. Cárter, sin saber qué otra cosa podía añadir, salió al pasillo y siguió a Munro.

Algo más tarde, cuando su coche avanzaba en la niebla a lo largo de Tower Hill, Munro dijo:

—No lo aprueba usted, ¿verdad, Jack?

—No, realmente no, señor. Y, en mi opinión, ha sido una crueldad innecesaria.

—Sí. Bueno, como ya le dije antes, ésta no es una guerra agradable. Al menos, ahora sabemos a qué atenernos con respecto a nuestro amigo Steiner.

—Supongo que sí, señor.

—En cuanto a Devlin…, si es lo bastante loco como para intentarlo, habrá que dejar que venga cuando quiera. Teniendo a Vargas para informarnos de cada uno de sus movimientos, no podemos equivocarnos.

Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

Devlin no llegó a Berlín hasta el día de Año Nuevo. Había tardado dos días en conseguir un billete en el expreso a París desde Madrid. Una vez allí, la prioridad conseguida gracias a Schellenberg le permitió encontrar billete en el expreso a Berlín, pero bombarderos B17 de la 8ª Fuerza Aérea de Estados Unidos, que operaban desde Inglaterra, habían causado daños muy graves en las vías de distribución del tráfico ferroviario de Frankfurt. Eso exigió desviar la ruta de la mayor parte de los trenes procedentes de Francia y Holanda.

El tiempo era malo en Berlín. Hacía la clase de tiempo que no parecía decidirse en un sentido u otro, con la lluvia transformándose en aguanieve, y viceversa. Devlin, que todavía llevaba un traje más apto para Lisboa, se las había arreglado para conseguir una gabardina en París, pero se sentía helado y su estado era bastante miserable cuando avanzó con dificultades entre la multitud que atestaba la estación central de Berlín.

Desde la barrera donde se encontraba, junto a la policía de seguridad, Use Huber le reconoció en seguida por la fotografía de su expediente. Ya había hablado con el sargento al mando de la policía, de modo que en cuanto apareció Devlin, con una bolsa en la mano y los papeles preparados, ella intervino de inmediato.


¿Herr
Devlin? Por aquí, por favor —dijo tendiéndole la mano—. Soy Use Huber, la secretaria del general Schellenberg. Tiene usted un aspecto terrible.

—Pues lo mismo me siento yo.

—Nos está esperando un coche —dijo ella.

El coche era un Mercedes con un gallardete de las SS bien visible.

—Supongo que eso hará que la gente se aparte del camino con rapidez, ¿no es así? —preguntó Devlin.

—Ayuda, desde luego —admitió ella—. Al general Schellenberg se le ocurrió pensar que podría haberse visto usted sorprendido por el tiempo que hace.

—Ya lo puede asegurar.

—He tomado medidas para llevarle inmediatamente a una tienda de segunda mano. Allí le conseguiremos todo lo que necesite. También tendrá que alojarse en algún lugar. Tengo un apartamento situado no muy lejos del cuartel general. Hay dos dormitorios. Si le parece, puede disponer de uno de ellos mientras esté aquí.

—Creo que la pregunta sería más bien: ¿qué le parece a usted? —replicó él.

—Señor Devlin —contestó ella con un encogimiento de hombros—, mi esposo murió en el frente ruso. No tengo hijos. Mis padres murieron durante una incursión de la RAF sobre Hamburgo. La vida podría ser difícil si no fuera por una sola cosa. Trabajar para el general Schellenberg suele ocuparme dieciséis horas diarias, de modo que estoy poco tiempo en casa.

Ella le sonrió y Devlin la miró con expresión bondadosa.

—En tal caso, está hecho. Es Use, ¿verdad? Vayamos a ver lo de las ropas. Me siento como si se me hubieran congelado algunas de mis partes más intimas.

Cuarenta minutos más tarde, cuando salieron de la tienda de ropa de segunda mano a la que ella le había llevado, él llevaba un traje de tweed, botas de cordones, un pesado abrigo que le llegaba casi a la altura de los tobillos, guantes y un sombrero flexible.

—Ahora ya está equipado para soportar el invierno en Berlín —dijo ella.

—¿A dónde vamos ahora? ¿A su apartamento?

—No, ya iremos allí más tarde. El general Schellenberg quiere verle lo antes posible. Está en la Prinz Alhrechtstrasse.

Devlin escuchó el sonido de disparos a medida que bajaban la escalera.

—¿Qué es todo eso? —preguntó.

—Es la galería de tiro que hay en el sótano —contestó Use—. Al general le gusta practicar.

—¿Es bueno?

—El mejor —contestó ella casi impresionada—. Nunca había visto a nadie disparar mejor que él.

—¿De veras? —preguntó Devlin, quien no pareció quedar muy convencido.

Pero tuvo la oportunidad de cambiar de opinión un momento más tarde, cuando abrieron la puerta y entraron. Schellenberg estaba disparando contra una serie de soldados rusos de cartón, observado por un sargento mayor de las SS que, evidentemente, estaba al mando de la galería de tiro. Disparó con rapidez contra tres blancos, alcanzando a dos de ellos en el centro del corazón. Se detuvo para recargar el arma y se dio cuenta de su presencia.

—Ah, señor Devlin, ¿de modo que por fin ha llegado?

—Ha sido un infierno de viaje, general.

—Y, por lo que veo, Ilse ya se ha ocupado de su guardarropa.

—¿Cómo lo ha deducido? —preguntó Devlin—, Sólo ha podido ser por el olor de las bolas de naftalina.

Schellenberg se echó a reír y recargó la Mauser.

—Schwarz —le dijo al sargento mayor—. Tráigale algo al señor Devlin. Tengo entendido que es un excelente tirador.

Schwarz introdujo un cargador en la culata de una Walther PPK y se la entregó al irlandés.

—¿Y bien? — preguntó Schellenberg.

—Su turno, general.

Nuevos blancos saltaron al fondo de la galería y Schellenberg disparó seis veces con mucha rapidez, volviendo a hacer dos agujeros en la zona del corazón de tres blancos separados.

—Vaya, eso sí que es toda una proeza.

Devlin levantó la mano cuando apenas había terminado de hablar. Hizo tres disparos tan seguidos que casi podrían haberse escuchado como uno solo. Un agujero apareció entre los ojos de cada uno de los tres blancos. Luego, bajó la Walther e Use Huber exclamó:

—¡Dios mío!

Schellenberg le entregó su pistola a Schwarz.

—Un talento notable, señor Devlin.

—Más bien una notable maldición. Y ahora, ¿qué viene a continuación?

—El
Reichsführer
ha expresado su deseo de verle.

—La última vez que nos vimos no le caí muy bien —gruñó Devlin—. Ese hombre sólo sabe trabajar en el castigo de los demás. Está bien, pasemos por eso cuanto antes.

El Mercedes giró, saliendo de la Wilhelmplatz, entró en la Vosstrasse y se dirigió hacia la cancillería del Reich.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Devlin.

—Las cosas han cambiado un poco desde que Goering afirmó que si una sola bomba caía sobre Berlín, se le podría llamar Maier.

—¿Quiere decir que se equivocó?

—Me temo que sí. El Führer se ha hecho construir un bunker por debajo de la cancillería. Es su cuartel general subterráneo. Hay treinta metros de hormigón, de modo que la RAF puede arrojar todas las bombas que quiera.

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