En el exterior sonó la sirena de alarma aérea. Devlin sonrió secamente.
—No, no va a poder acostarse. Será mejor que se vista, como una buena chica, y bajaremos y pasaremos otra alegre noche en los sótanos. La veré dentro de cinco minutos.
—¿Un sacerdote? —preguntó Schellenberg—. Sí, eso me gusta.
—A mí también —dijo Devlin—. Es algo así como llevar un uniforme, ¿comprende? Es como un soldado, un cartero, un jefe de estación; lo que se recuerda es el aspecto de las cosas, no la cara, lo que, en este caso, significa el uniforme. Los sacerdotes son así, amables y anónimos.
Se hallaban de pie ante una mesa plegable de mapas que Schellenberg había ordenado instalar, con los planos del priorato de St. Mary extendidos ante ellos.
—Después de haber estudiado esto durante irnos días, ¿cuál es su opinión? —preguntó Schellenberg.
—Lo más interesante de todo es este plano —dijo Devlin tabaleando en la mesa con el dedo—. Corresponde a los cambios arquitectónicos que se introdujeron en mil novecientos diez, cuando el priorato fue nuevamente consagrado a la Iglesia católica y cuando las hermanitas se hicieron cargo del edificio.
—¿A dónde quiere ir a parar?
—En el subsuelo, Londres es un laberinto, un mundo subterráneo de cloacas. En cierta ocasión leí que por debajo de la ciudad hay más de ciento cincuenta kilómetros de riachuelos, como el Fleet, que nace en Hampstead y desemboca en el Támesis a la altura de Blackfriars, todo subterráneo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Setecientos u ochocientos años de cloacas, ríos subterráneos, túneles, y nadie sabe dónde están la mitad de ellos hasta que excavan o introducen cambios, como hicieron en el priorato. Observe el plano del arquitecto. Indica una inundación regular de la cripta, por debajo de la capilla. Pudieron enfrentarse con el problema porque descubrieron una corriente que corría a través de un túnel del siglo dieciocho, y que pasaba justo por el lado. ¿Lo ve? Está indicado aquí, en el plano, y se señala que esa corriente da al Támesis.
—Muy interesante —asintió Schellenberg.
—Construyeron una reja en la pared de la cripta, para permitir que el agua fuera a dar a ese túnel. Aquí, en el plano, hay una nota que lo indica.
—¿Quiere decir que es un camino de salida?
—De momento, es una posibilidad. Habrá que comprobarlo —dijo Devlin dejando caer el lápiz que sostenía en la mano—. Lo importante es saber lo que sucede dentro de ese lugar, general. Pero, por lo que sabemos, podría ser tremendamente fácil. Un puñado de guardias, una falta de disciplina…
—Por otro lado, podrían estar esperándole.
—Ah, pero eso no será así si creen que yo continúo en Berlín —le recordó Devlin.
En ese momento entró Use Huber, con aspecto muy agitado.
—General, tuvo usted razón al aconsejarme que comprobara las organizaciones derechistas británicas. He encontrado detalles sobre un hombre, al que se hace referencia en la operación León Marino.
—¿Cómo se llama? —preguntó Schellenberg.
—Shaw —contestó ella—. Sir Maxwell Shaw.
Y dejó sobre la mesa dos abultados expedientes.
Las marismas de Romney, a unos setenta kilómetros al sudeste de Londres, en la costa de Kent, es una zona de unos quinientos kilómetros cuadrados ganados al mar gracias a un sistema de diques y canales cuya construcción se inició en épocas tan lejanas como la de los romanos. Buena parte de esa zona se halla por debajo del nivel del mar y sólo la existencia de numerosas zanjas de drenaje impide que vuelva a su estado natural.
Charbury no era ni siquiera un pueblo. Se trataba apenas de un caserío compuesto por no más de quince casas, una iglesia y una tienda. Ni tan sólo contaba con un pub, y la mitad de las casas de campo estaban vacías; en las habitadas sólo vivían viejos. La gente joven se había marchado hacía tiempo para efectuar trabajos de guerra o ingresar en las fuerzas armadas.
Estaba lloviendo esa mañana, cuando sir Maxwell Shaw caminó por la calle del pueblo, seguido de cerca por un perro del*Labrador negro. Era un hombre de constitución pesada y estatura media, rostro nudoso, que indicaba la costumbre de darse a la bebida, y un bigote negro que no le ayudaba en nada a mejorar su aspecto, un aspecto taciturno y malhumorado la mayor parte del tiempo, siempre dispuesto a plantear problemas, por lo que la gente prefería evitarle.
Llevaba un sombrero de tweed, con la visera vuelta hacia abajo, una cazadora impermeable y wellingtons. Bajo uno de los brazos sostenía una escopeta de dos cañones y doce cartuchos. Al llegar ante la tienda, se inclinó y acarició al perro del Labrador entre las orejas, suavizando la expresión de su rostro.
—Buena chica,
Nell
. Quédate quieta aquí.
Al entrar en la tienda, sonó una campanilla. Había un anciano de unos setenta años apoyado sobre el mostrador, hablando con una mujer que parecía aún más vieja y que estaba detrás del mostrador.
—Buenos días, Tinker —saludó Shaw
—Buenos días, sir Maxwell.
—Me prometió usted unos cigarrillos, señora Dawon.
La anciana sacó un paquete de cigarrillos de debajo del mostrador.
—Le he conseguido doscientos Players de mi marido en Dymchurch, sir Maxwell. Pero son del mercado negro y me temo que un poco caros.
—¿No lo es todo en estos tiempos que corren? Anótelo en mi cuenta.
Se guardó el paquete en el bolsillo de la cazadora y salió de la tienda. Al cerrar la puerta, escuchó decir a Tinker:
—Pobre diablo.
Respiró profundamente para contener la cólera y tocó ligeramente al perro del Labrador.
—Vamos, muchacha —dijo y echó a caminar por la única calle del pueblo.
Había sido el abuelo de Maxwell Shaw quien hiciera la fortuna de la familia, como dueño de una fundición en Sheffield, que había progresado gracias a la industrialización victoriana. Fue él quien adquirió la propiedad, la rebautizó con el nombre de Shaw Place y se retiró a ella, en 1885, millonario y con una baronía. Su hijo no había demostrado ningún interés por la empresa familiar, que había pasado a otras manos. Militar de carrera, había muerto al frente de sus hombres en la batalla de Spion Kop, durante la guerra de los bóers.
Maxwell Shaw, nacido en 1890, había seguido los pasos de su padre. Pasó por Eton, la academia militar de Sandhurst, y obtuvo un nombramiento de oficial en el ejército de la India. Sirvió en Mesopotamia durante la Primera Guerra Mundial y regresó a la patria en 1916, para ser transferido a un regimiento de infantería. Su madre aún vivía y su hermana Lavinia, diez años menor que él, estaba casada con un piloto del Royal Flying Corps y ella misma actuó como enfermera. En 1917, Maxwell regresó de Francia gravea mente herido y con la Cruz Militar. Durante su convalecencia conoció a la joven que se convertiría en su esposa en el baile local de cazadores, y contrajo matrimonio con ella antes de regresar a Francia.
Fue en 1918, el último año de la guerra, cuando todo pareció suceder de pronto. Su madre murió.
Poco después también murió su joven esposa a consecuencia de una mala caída durante una cacería. Estuvo en cama durante diez días, tiempo suficiente para que Shaw obtuviera permiso para regresar y estuviera con ella en el momento de su muerte Fue Lavinia la que le apoyó en aquella situación y lo sostuvo ante la tumba. Un mes más tarde, ella misma se quedó viuda cuando su esposo fue derribado en el frente occidental.
Después de la guerra, lo que ambos heredaron fue un mundo diferente, como todos los demás, pero a Shaw no le gustó. Al menos, él y Lavinia se tenían el uno al otro, y tenían Shaw Place aunque, a medida que fueron transcurriendo los años y disminuyendo el dinero, las cosas empezaron a ser cada vez más difíciles. Él fue miembro conservador del Parlamento durante un tiempo y luego perdió su escaño, de forma humillante, a manos de un socialista. Como muchos de los de su clase, era violentamente antisemita y eso, exacerbado por la aplastante derrota política sufrida, le llevó a relacionarse con sir Oswald Mosley y el Movimiento Fascista Británico.
En todas estas actividades se vio apoyado por Lavinia, aunque el principal interés de su hermana consistiera en tratar de mantener la cabeza por encima del agua y conservar la propiedad. Desencantados con la forma en que había cambiado la sociedad y el lugar que les había correspondido ocupar en ella, terminaron por considerar a Hitler, al igual que otros muchos, como un gobernante modélico, y admiraron k) que estaba haciendo por Alemania.
Y entonces, durante el transcurso de una cena en enero de 1939, fueron presentados a un mayor llamado Werner Keitel, agregado militar en la embajada alemana. Lavinia disfrutó durante varios meses de una relación amorosa apasionada y el mayor se convirtió en un visitante asiduo de Shaw Place, pues también era piloto de la Luftwaffe y compartía la afición de Lavinia por la aviación. En aquella época, ella tenía un Tiger Moth, guardado en un viejo cobertizo; utilizaba el prado sur como pista de aterrizaje. Con frecuencia volaban juntos en el biplano de dos asientos, recorriendo grandes zonas de la costa sur, y ella permitía que Keitel disfrutara con el gran interés que sentía por la fotografía aérea.
Nada de todo aquello le importó a Shaw. Lavinia ya había tenido otras relaciones anteriores y, en cuanto a él mismo, sentía muy poco interés por las mujeres. El asunto con Keitel, sin embargo, fue diferente debido a las consecuencias que tuvo.
—Bueno, al menos sabemos dónde estamos con él —dijo Devlin hablando de Shaw—. Es la clase de tipo que solía hacer transportar a los niños a Australia por haber robado una hogaza de pan.
Schellenberg le ofreció un cigarrillo.
—En aquella época, Werner Keitel fue un agente del Abwehr empleado para seleccionar agentes camuflados. No era lo habitual entonces. Se avecinaba una guerra, eso era evidente, y se estaban haciendo muchos preparativos para León Marino.
—Y la propiedad de ese tipo era perfecta —observó Devlin—. Situada en el quinto infierno, pero a sólo setenta kilómetros de Londres, y con ese prado sur donde poder aterrizar un avión.
—En efecto. Según el informe de Keitel, le resultó extrañamente fácil reclutarlos a ambos. Les proporcionó una radio. La hermana ya conocía el código Morse. Se les prohibió expresamente participar en cualquier otro tipo de actividades, claro. Más tarde, Keitel resultó muerto en el transcurso de la Batalla de Inglaterra.
—¿Tenían un nombre en código?
Use, que hasta entonces había permanecido tranquilamente sentada, extrajo otra hoja del expediente.
—Halcón. Se le tiene que alertar con el mensaje: «¿Sigue esperando el halcón?». Ha llegado el momento de hacerlo.
—Bueno —dijo Devlin—, de modo que estaban ahí, esperando el gran día, la invasión que nunca se produjo. Me pregunto cuál será ahora la situación.
—Resulta que disponemos de alguna otra información —le dijo Use—. Tenemos aquí un artículo que fue publicado en una revista estadounidense. — Comprobó la fecha—. En marzo del cuarenta y tres. Se titula «El Movimiento Fascista Británico». El periodista consiguió una entrevista con Shaw y su hermana. También hay una foto.
Lavinia aparecía montada a caballo, con la cabeza cubierta por un pañuelo, y era bastante más atractiva de lo que Devlin se había imaginado. Shaw estaba de pie junto a ella, con una escopeta bajo el brazo.
Schellenberg leyó el artículo con rapidez y luego se lo pasó a Devlin.
—Bastante triste. Ahí dice que, como la mayoría de los que eran como él, fue detenido sin juicio durante unos meses, en el cuarenta, amparándose en la regulación 18B.
—¿En la prisión de Brixton? Eso tuvo que haber sido toda una conmoción para él —comentó Devlin.
—El resto es incluso más triste. Tuvieron que vender terrenos. Se quedaron sin sirvientes. Sólo estaban ellos dos, dependiendo el uno del otro, en una vieja casa que se desmoronaba. Podría ser perfecto. Echemos un vistazo al mapa del Canal. —Se acercaron a la mesa de mapas—. Aquí, en Francia, en Cap de la Hague y Chernay. Antes había aquí un club aéreo. Dispone de una pista de aterrizaje que sólo utiliza la Luftwaffe en casos de emergencia, para repostar y esas cosas. Sólo hay media docena de hombres y es perfecto para nuestros propósitos, porque sólo se encuentra a poco menos de cincuenta kilómetros del
cháteau
de Belle Ile, donde tendrá lugar la conferencia del Führer.
—¿A qué distancia de nuestros amigos, en las marismas de Romney?
—A unos doscientos treinta kilómetros, la mayor parte del trayecto sobre el mar.
—Estupendo —asintió Devlin—, a excepción de una sola cosa. ¿Estarán dispuestos los Shaw a ser activados de nuevo?
—¿No podría Vargas encargarse de averiguarlo?
—Como ya le dije antes, Vargas podría echarlo todo a perder. Eso sería exactamente lo que desearía la inteligencia británica. La oportunidad de detener a todos los que pudieran. —Devlin sacudió la cabeza con un gesto negativo—. No, los Shaw tendrán que esperar a que yo llegue allí, lo mismo que todo lo demás. Si están dispuestos a participar, entonces entraremos en acción.
—Pero ¿cómo se comunicará con ellos? —preguntó Ilse.
—Es posible que todavía tengan esa radio y yo puedo manejar uno de esos trastos. En el cuarenta y uno, cuando el Abwehr me reclutó para ir a Irlanda, pasé por el habitual cursillo de radio y morse.
—¿Y si no la tienen?
—Entonces pediré una, la tomaré prestada o la robaré —contestó Devlin echándose a reír—. ¡Jesús, general! Se preocupa usted demasiado.
Shaw vio un conejo y se llevó la escopeta al hombro, pero ya era demasiado tarde y falló el tiro. Lanzó una maldición, se sacó un frasco del bolsillo y tomó un trago.
Nell
gimió, dirigiéndole una mirada de ansiedad. En esta zona, los juncos eran casi tan altos como un hombre, y el agua gorgoteaba en las grietas del terreno, deslizándose hacia el mar. El paisaje era de la desolación más completa; el cielo tenía un aspecto negruzco, cubierto por nubes hinchadas, y lluvioso. Cuando empezó a llover, Lavinia apareció montada a caballo, avanzando a lo largo de un dique, en su dirección.
—Hola, querido —le saludó, tirando de las riendas—, He escuchado tu disparo.
—Últimamente parece que no soy capaz ni de darle a una pared de ladrillos. —Volvió a llevarse el frasco a los labios e hizo un gesto señalando lo que les rodeaba—. Fíjate…, un mundo muerto, Lavinia. Todo está condenadamente muerto, incluido yo mismo. Si al menos sucediera algo…, cualquier cosa.