Y se volvió a llevar el frasco a los labios.
Asa Vaughan cerró el expediente y levantó la mirada. Schellenberg se inclinó hacia él, desde el otro lado de la mesa, y le ofreció un cigarrillo.
—¿Qué le parece?
—¿Por qué yo?
—Porque me han dicho que es usted un gran piloto capaz de volar en cualquier cosa.
—Habitualmente, los halagos le pueden llevar a uno a cualquier parte, general, pero examinemos esto. Cuando entré a formar parte de las SS, digamos que «inducido», el trato fue que sólo actuaría contra los rusos. Para mí quedó bien claro que no tendría que participar en ningún acto que fuera en detrimento de la causa de mi país.
Devlin, sentado junto a la ventana, se echó a reír duramente.
—Qué cantidad de sandeces, hijo. Si creyó usted eso, habría sido capaz de creer en cualquier otra tontería. A usted le tuvieron metido entre la espada y la pared desde el momento en que le pusieron ese uniforme.
—Me temo que tiene toda la razón, capitán —dijo Schellenberg—. Con esa clase de argumentación no llegaría muy lejos con el
Reichsführer
.
—Ya me lo imagino —dijo Asa con una expresión taciturna en su rostro.
—¿Cuál es su problema? —preguntó Devlin—. ¿Dónde preferiría estar? ¿Otra vez en el frente oriental o aquí? Además, no tiene alternativa. Niéguese y ese viejo cabrón de Himmler le enviará en un santiamén a un campo de concentración.
—Parece que no hay nada que oponer, excepto un pequeño detalle —le dijo Asa—. Si me atrapan en Inglaterra llevando este uniforme, me encontraré con el consejo de guerra más rápidamente constituido de toda la historia de Estados Unidos y de ahí al pelotón de fusilamiento.
—No, no le sucederá eso, hijo —dijo Devlin—. Le ahorcarán. Nada de pelotones de fusilamiento. Pero hablemos ahora del vuelo. ¿Cree que podría hacerlo?
—No veo ninguna razón para que no se pueda. Si voy a tener que hacerlo, necesito conocer la aproximación al canal de la Mancha desde Inglaterra. Por lo que puedo ver, tendría que volar sobre el agua durante la mayor parte del tiempo y girar hacia el continente en los últimos kilómetros.
—Exactamente —asintió Schellenberg.
—En cuanto a esa casa, Shaw Place, significaría un aterrizaje nocturno. Pero incluso con luna necesitaría de algún tipo de guía para orientarme. —Asintió con un gesto, pensando en ello—. Cuando era un muchacho, en California, mi instructor de vuelo era un tipo que había volado con la escuadrilla Lafayette, en Francia. Recuerdo que me contaba cómo en aquellos tiempos en que las cosas eran mucho más primitivas, utilizaban a menudo unas pocas lámparas de bicicleta, colocadas en el campo e invertidas, dispuestas en forma de L al revés, con el cruce en la parte por donde soplara el viento, ir —Es un método muy sencillo —dijo Devlin.
—En cuanto al avión, tendría que ser pequeño. Algo así como un Fieseler Stork.
—Sí, bien, confío en que eso se esté solucionando —dijo Schellenberg—. He hablado con el oficial al mando del Ala Aérea Enemiga. Se hallan estacionados en Hildorf, a sólo un par de horas en coche desde Berlín, y nos esperan por la mañana. En su opinión, cree poder encontrarnos un avión adecuado.
—Supongo que así será —dijo Asa levantándose—. ¿Qué viene ahora?
—Ahora vamos a comer, hijo —le contestó Devlin—. Lo mejor que puede ofrecer el mercado negro. Luego regresará conmigo al apartamento de
frau
Huber, y ambos compartiremos la habitación libre. No se preocupe, dispone de camas gemelas.
La capilla del priorato de St. Mary de las Hermanitas de la Piedad era fría y húmeda y olía a cera e incienso. En el confesionario, el padre Frank Martin esperó a que se hubiera marchado la hermana cuya confesión acababa de escuchar. Después apagó las luces y salió.
Era el sacerdote que estaba a cargo de St. Patrick, a dos calles de distancia, y con esa responsabilidad se incluía el ser el padre confesor del priorato. Tenía setenta y seis años y era un hombre pequeño y frágil, con el cabello muy blanco. De no haber sido por la guerra, le habrían jubilado ya, pero eso era como todo lo demás en estos últimos tiempos, había que poner todas las manos a la obra.
Entró en la sacristía, se quitó el alba y dobló cuidadosamente la estola de color violeta. Se puso el abrigo, pensando en lo pesado que resultaba trabajar hasta las primeras horas de la noche, pero finalmente se impusieron la compasión y la caridad cristianas. En aquellos momentos había dieciocho pacientes, siete de ellos en fase terminal. No estaría nada mal volver a darse una vuelta por las salas. No las había visitado desde primeras horas de la tarde y eso no le parecía suficiente.
Se dispuso a salir por la capilla cuando vio a la madre superiora, la hermana María Palmer, dedicada a fregar el suelo, una tarea humilde que se había impuesto ella misma para recordar lo que consideraba como su mayor debilidad: el pecado de orgullo.
El padre Martin se detuvo al verla y sacudió la cabeza.
—Es usted demasiado dura consigo misma.
—No lo suficiente —dijo ella—. Me alegro de verle. Se ha producido un cambio desde que estuvo aquí antes. Nos han vuelto a traer a un prisionero de guerra alemán.
—¿De veras?
Salieron de la capilla por la entrada del vestíbulo.
—Sí, un oficial de la Luftwaffe recientemente herido, pero que ya está recuperándose. Un tal coronel Kurt Steiner. Lo han colocado en el piso de arriba, como los otros que habíamos tenido.
—¿Han puesto guardias?
—Media docena de policías militares. El responsable es un joven segundo teniente llamado Benson.
En ese momento, Jack Cárter y Dougal Munro bajaron por la escalera principal.
—¿Está todo a su entera satisfacción, brigadier? —preguntó la hermana María Palmer.
—Perfectamente —contestó Munro—. Intentaremos causarles las menores molestias posibles.
—No es ninguna molestia —le aseguró ella—. Y, a propósito, le presento al padre Martin, nuestro sacerdote.
—Padre —saludó Munro y, volviéndose a Cárter, añadió—: Me marcho ahora, Jack. No olvide traer a un médico para que compruebe su estado.
—Quizá no le haya quedado claro que yo soy doctora, brigadier —intervino la hermana María Palmer—. Sean cuales fueren las dolencias del coronel Steiner, estoy segura de que podemos encargarnos de cuidarlas. De hecho, ahora que ustedes han terminado, me ocuparé de visitarlo para asegurarme de que ha sido bien instalado.
—Bueno, hermana, no estoy seguro de que deba hacerlo —dijo Jack Cárter.
—Capitán Cárter, permítame recordarle que este priorato, del que yo soy responsable, no sólo es una casa de Dios, sino también un lugar donde atendemos a los enfermos y a los moribundos. He visto la ficha médica del coronel Steiner y he observado que sólo han transcurrido unas semanas desde que fue gravemente herido. Por lo tanto, necesitará mi atención y, como he observado por su expediente que también es de religión católica, es posible que también necesite los cuidados espirituales del padre Martin, aquí presente.
—Tiene toda la razón, hermana —intervino Munro—. Ocúpese de que así sea, ¿quiere, Jack?
El brigadier salió y Cárter se volvió para iniciar la marcha escalera arriba. Al final había una puerta, pesadamente tachonada con acero. Un policía militar estaba sentado ante una pequeña mesa situada junto a la puerta.
—Abra —le ordenó Cárter. El policía militar llamó a la puerta, que fue abierta un instante después, desde dentro, por otro policía. Entraron y Cárter dijo—: Utilizamos las otras habitaciones como alojamientos para los hombres.
—Ya veo —asintió la hermana María Palmer.
La puerta que daba a la primera habitación estaba abierta. Había una pequeña mesa junto a una cama estrecha; en ella estaba sentado Benson, el joven teniente. Se puso en pie de un salto.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor?
—La hermana y el padre Martin deberán tener acceso siempre que lo soliciten. Órdenes del brigadier Munro. Ahora hablaremos con el prisionero.
Salieron al pasillo, que terminaba en una pared desnuda. Al lado había una puerta junto a la que estaba sentado otro policía militar.
—Que Dios nos ayude —comentó el padre Martin—, están ustedes vigilando muy bien al prisionero.
Benson abrió la puerta, que estaba cerrada con llave, y Steiner, que se hallaba de pie ante la ventana, se volvió a saludarles. Ofrecía un aspecto impresionante con su uniforme azulgrisáceo de la Luftwaffe, la Cruz de Caballero con hojas de roble colgada en el cuello, y las otras medallas ofreciendo un espectáculo magnífico.
—Le presento a la madre superiora —dijo Cárter—, la hermana María Palmer. No tuvieron oportunidad de hablar antes. Y el padre Martin.
—Mañana le haré bajar a la enfermería para someterle a un reconocimiento a fondo, coronel —dijo la hermana María Palmer.
—¿Le parece bien, señor? —preguntó Benson a Cárter.
—Por el amor de Dios —dijo ella—, acompáñelo usted mismo, teniente, rodeado de todos sus hombres. Pero, si no está en la enfermería a las diez, tendremos unas palabras.
—No hay problema —asintió Cárter—. Ocúpese de ello, Benson. ¿Alguna otra cosa, hermana?
—No, eso será suficiente por esta noche.
—Si no les importa, quisiera hablar un momento con el coronel, en privado —dijo el padre Martin.
Cárter asintió haciendo un gesto y se volvió hacia Steiner.
—Le vigilaré de vez en cuando —le dijo.
—Estoy seguro de que así lo hará.
Salieron todos, a excepción del padre Martin, quien cerró la puerta y se sentó en la cama.
—Hijo mío, ha debido de pasarlo usted muy mal. Eso es algo que se le nota en la cara. ¿Cuándo fue la última vez que acudió a misa?
—Hace tanto tiempo de eso que ni lo recuerdo. La guerra, padre, tiende a interponerse en todo.
—¿Y tampoco se ha confesado? ¿También ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que pudo aliviar la carga de sus pecados?
—Me temo que sí —contestó Steiner sonriendo, con un sentimiento de simpatía hacia aquel hombre—. Sé que tiene usted buenas intenciones, padre.
—Por el amor del cielo, hijo, yo no estoy preocupado por usted y yo. Lo único que me interesa es usted y Dios. —El padre Martin se levantó—. Rezaré por usted, hijo mío, y le visitaré a diario. En cuanto sienta usted la necesidad de confesión y de misa, le ruego que me lo comunique y me ocuparé de que pueda unirse a nosotros, en la capilla.
—Me temo que el teniente Benson también insistiría en venir —dijo Steiner.
—Bueno, eso también le haría algo de bien a su alma inmortal, ¿no le parece? —replicó el anciano sacerdote con una sonrisa, saliendo de la habitación.
Asa Vaughan estaba sentado ante la mesa del comedor, en el apartamento de Use Huber, con Devlin sentado frente a él.
—¿Cree realmente que este asunto puede funcionar? —preguntó el estadounidense.
—Cualquier cosa puede funcionar mientras el motor siga en marcha, ¿no es cierto?
Asa se levantó y caminó inquieto por el comedor..
—¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? ¿Lo comprende usted? Parece como si todo se me hubiera echado encima, como si hubiese sucedido de pronto. Por lo visto, yo no tuve nada que decir al respecto. Y parece ser que ahora tampoco puedo hacer nada.
—Pues claro que puede hacer algo —dijo Devlin—. Siga adelante con el asunto, vuele con el avión hasta Inglaterra, aterrice y entréguese.
—¿Y de qué serviría eso? Jamás me creerían, Devlin. —Hubo una expresión horrorizada en su rostro cuando añadió—: Ahora que lo pienso en serio, me doy cuenta de que nunca me creerán.
—En tal caso, será mejor que confíe en que Adolf Hitler gane la guerra —dijo Devlin.
Pero a la mañana siguiente, en la base aérea de Hildorf, el estadounidense pareció sentirse mucho más animado cuando el mayor Koenig, el oficial al mando del Ala Aérea Enemigar les mostró lo que tenían, Parecía tener a su disposición muestras de la mayoría de los aviones aliados. Había un B17, un bombardero Lancaster, un Hurricane, un Mustang, todos ellos con Ja insignia de la Luftwaffe.
—Y ahora, esto es lo que he pensado que mejor podría convenir a sus propósitos ——dijo—— Está aquí, en el hangar del fondo.
El avión que había allí era un monoplano de ala alta, con un solo motor y una envergadura de alas de más de quince metros.
—Muy bonito —dijo Asa—. ¿Qué es?
—Un Westland Lysander. Alcanza una velocidad máxima de trescientos setenta kilómetros por hora a diez mil pies de altura. Puede aterrizar y despegar en muy poco terreno. Completamente cargado, sólo necesita doscientos veinte metros.
—Eso significa que podrá efectuar el vuelo en menos de una hora —le dijo Schellenberg a Asa.
—¿Pasajeros? —preguntó Asa.
—¿En cuántos está usted pensando? —preguntó Koenig.
—En dos.
—Se pueden acomodar perfectamente, incluso si son tres. Hasta podría llevar a cuatro un poco apretados. —Se volvió hacia Schellenberg—. Pensé en seguida en este aparato en cuanto usted planteó sus necesidades. Lo recogimos en Francia el mes pasado. Era de la RAF. El piloto recibió una bala en el pecho al ser atacado por un caza nocturno JU. Consiguió aterrizar y perdió el conocimiento antes de poder destruirlo. Estos aviones son utilizados por la inteligencia británica para efectuar operaciones encubiertas. Operan con la Resistencia francesa, transportando agentes desde Inglaterra y sacando a otros. Éste es el aparato perfecto para esa clase de trabajo.
—Bien, en ese caso es mío —dijo Schellenberg.
—Pero, general… —empezó a decir Koenig.
Schellenberg extrajo del bolsillo la directiva del Führer.
—Lea esto, por favor.
Koenig así lo hizo. Se la devolvió y se puso firmes, entrechocando los talones.
—A sus órdenes, general.
—Bien —dijo Schellenberg volviéndose a mirar a Asa—, ¿cuáles son sus necesidades?
—Bueno, evidentemente, quiero probarlo. Acostumbrarme al cacharro, aunque no creo que eso sea ningún problema.
—¿Alguna otra cosa?
—Sí, también quisiera que se le colocaran los distintivos de la RAF para el vuelo hacia Inglaterra, aunque debiera hacerse de modo temporal, como si fuera una lona que pudiera despegarse con facilidad, para volver a convertirlo en un avión de la Luftwaffe en el camino de regreso.
—Eso es fácil de solucionar —dijo Koenig.
—Excelente —le dijo Schellenberg—. El
Hauptsturmführer
Vaughan se quedará aquí y probará ahora el aparato. Practicará con él todo el tiempo que desee durante el resto del día. Después, introducirá usted los cambios que se necesiten y enviará el avión, el próximo fin de semana, a su lugar de destino en Francia, que mi secretaria se encargará de notificarle.