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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (7 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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La observación iba dirigida a Berger, como éste no dejó de apreciar. Sonrió débilmente y dijo:

—Lo tendremos en cuenta, general.

Se volvió y abandonó el despacho, seguido por Eggar.

—Es un mal tipo. Hay que llevar cuidado. Sin embargo… —El barón comprobó su reloj—. Son justo las cinco, Walter. ¿Qué te parece una copa de champaña?

El mayor Arthur Frear tenía cincuenta y cuatro años, aunque parecía más viejo con su traje arrugado y el cabello blanco. Debería haber estado jubilado a estas alturas, con una pensión modesta, llevando una vida de digna pobreza en Brighton o Torquay. En lugar de eso, y gracias a Adolf Hitler, estaba empleado como agregado militar en la embajada británica en Lisboa, donde, extraoficialmente, representaba al SOE.

El Luces de Lisboa, en el extremo sur del barrio de Alfama, era uno de sus lugares favoritos. Había sido muy conveniente para él que Devlin estuviera allí tocando el piano, aunque por el momento no se veía di menor rastro de él. De hecho, Devlin le estaba vigilando a través de una cortina, desde el fondo del local Llevaba un traje de lino inmaculadamente blanco» con el cabello oscuro cayéndole sobre la frente y una mirada llena de diversión en sus vividos ojos azules, mientras vigilaba a Frear. Lo primero que Frear supo acerca de su presencia fue cuando le vio deslizarse en una silla a su lado, y pedir una cerveza.

—El señor Frear, ¿verdad? —Hizo un gesto de asentimiento mirando al barman—. José me dice que anda usted metido en el negocio del oporto.

—Así es —dijo Frear con jovialidad—. Llevo años exportándolo a Inglaterra, para mi empresa.

—Nunca ha sido de mi gusto —le dijo Devlin—. Claro que si estuviéramos hablando de whisky irlandés…

—Me temo que, en eso, no puedo ayudarle —dijo Frear volviendo a reír—, Pero hombre, ¿se da cuenta de que lleva una corbata de la brigada de Guardias?

—¿De veras? Resulta extraño que usted lo sepa. —Devlin sonrió amigablemente—. Y yo que la había comprado hace apenas una semana en un tenderete del rastro…

Se levantó, y Frear preguntó:

—¿Es que no va a ofrecernos ninguna melodía esta noche?

—Oh, eso llega más tarde… —contestó Devlin dirigiéndose hacia la puerta y sonriéndole con una mueca—, mayor —añadió, antes de desaparecer.

El Flamingo era un pequeño bar y restaurante bastante destartalado. Berger se vio obligado a dejar las cosas en manos de Eggar, que hablaba el idioma con fluidez. Al principio, no consiguieron nada. Sí, Devlin había trabajado allí durante un tiempo, pero se había marchado hacía tres días. Luego, una mujer que había entrado para vender flores a los clientes escuchó la conversación e intervino. Según dijo, el irlandés trabajaba ahora en otro establecimiento, el Luces de Lisboa, sólo que ya no estaba empleado como camarero, sino como pianista, en el bar. Eggar le entregó una propina y ambos salieron.

—¿Conoce usted el lugar? —preguntó Berger.

—Oh, sí, bastante bien. También está en el barrio antiguo. Debo advertirle que los clientes que frecuentan estos locales suelen ser bastante rudos.

—La canalla de esta vida nunca me ha causado problemas —aseguró Berger—. Y ahora, indíqueme el camino.

Los altos muros del Castelo de Sao Jorge se elevaban por encima de ellos a medida que avanzaban por entre un dédalo de calles estrechas. Al llegar a una pequeña plaza situada frente a una iglesia, Devlin salió de una callejuela y cruzó el empedrado, delante de ellos, dirigiéndose al café.

—Dios mío, si es él —murmuró Eggar—. Es exactamente como en esta foto.

—Pues claro que es él, estúpido —exclamó Berger—. ¿No es éste el Luces de Lisboa?

—No, mayor, es otro café. Uno de los más notables de Alfama. Aquí hay gitanos, toreros y criminales.

—En ese caso, es una suerte que hayamos venido armados. Cuando entremos, lleve su pistola en el bolsillo derecho y con la mano encima.

—Pero el general Schellenberg nos dio instrucciones expresas de…

—No discuta conmigo. No tengo la intención de perder ahora a este hombre. Haga lo que le digo y sígame.

Y Berger se dirigió directamente hacia el café, desde donde surgía una música de guitarra.

En el interior, el lugar era luminoso y aireado, a pesar de que estaba cayendo el atardecer. La barra del bar era de mármol y las botellas se alineaban contra un espejo antiguo situado tras ellas. En las paredes, pintadas de blanco, había anuncios de corridas de toros. El hombre que atendía el bar, bajo y feo, con un solo ojo, llevaba un delantal y una camisa manchada y estaba sentado sobre un taburete alto, leyendo un periódico. Había otros cuatro hombres jugando al póquer en otra mesa; eran gitanos morenos, de aspecto feroz. Un hombre más joven, apoyado contra la pared, rasgueaba una guitarra.

El resto del local estaba vacío, a excepción de Devlin, sentado ante una mesa, contra la pared del fondo, leyendo un pequeño libro, con una jarra de cerveza. La puerta crujió al abrirse y Berger entró, seguido de Eggar. El guitarrista dejó de tocar y las conversaciones de los jugadores se apagaron cuando Berger se quedó quieto junto a la puerta, como si la muerte los hubiera visitado. Berger pasó junto a los jugadores de cartas, seguido de cerca por Eggar, a su izquierda.

Devlin levantó la mirada, sonrió amistosamente y tomó la jarra de cerveza con la mano izquierda.

—¿Liam Devlin? —preguntó Berger.

—¿Y quién es usted?

—El
Sturmbannführer
Horst Berger, de la Gestapo.

—Dios santo, ¿y por qué han enviado al diablo? Yo me siento a gusto aquí, y no armo jaleo.

—Es usted más pequeño de lo que yo creía —le dijo Berger—, No me impresiona.

—Pues yo no dejo de estar impresionado todo el tiempo, hijo —replicó Devlin volviendo a sonreír.

—Debo
pedirle
que venga con nosotros.

—Resulta que aún me queda la mitad del libro por leer.
El tribunal de medianoche
y en irlandés. ¿Me creería si le dijera que lo encontré en un tenderete del rastro hace apenas una semana?

—Y ¡Ahora! —exclamó Berger.

Devlin se limitó a tomar un trago de cerveza.

—Me recuerda usted un fresco medieval que vi una vez en una iglesia en Donegal. La gente corría, aterrorizada, ante un hombre con la cabeza cubierta por una capucha. Todo aquel a quien tocaba el hombre contraía la muerte negra, ¿comprende?

—Y ¡Eggar! —ordenó Berger.

Devlin disparó a través de la parte superior de la mesa, desportillando la pared, junto a la puerta. Eggar trató de sacar la pistola del bolsillo. La Walther que Devlin había tenido sobre las rodillas apareció sobre la mesa y volvió a disparar, atravesándole la mano derecha a Eggar. El agregado de policía lanzó un grito y cayó contra la pared. Se le cayó la pistola al suelo y uno de los gitanos se apresuró a recogerla.

Berger se metió la mano en el interior de la chaqueta, dirigiéndola hacia la Mauser que llevaba en la pistolera del hombro. Devlin le arrojó la cerveza a la cara y levantó la mesa hacia él. El borde le golpeó al alemán en sus partes y éste se inclinó hacia delante. Devlin le apretó el cañón de la Walther contra la nuca, introdujo la mano en la chaqueta de Berger y extrajo la Mauser, que arrojó hacia la barra del bar.

—Un regalo para ti, Barbosa. —El hombre le dirigió una mueca al tiempo que se hacía cargo de la Mauser. Los gitanos se levantaron, dos de ellos con navajas en las manos—. Habéis tenido mucha suerte al no haber elegido la clase de sitio donde ni siquiera se ocupan de recoger los restos —dijo Devlin—. Un lote realmente malo, estos tipos. Hasta el hombre de la capucha no cuenta mucho con ellos. Ese que está ahí, Barbosa, se encontraba con el de la capucha muchas tardes, en las plazas de toros de España. Allí fue donde le metieron el cuerno en el ojo.

La expresión del rostro de Berger le pareció más que suficiente. Devlin se guardó el libro en el bolsillo, rodeó al alemán, sosteniendo la Walther contra su pierna, y se inclinó para ver la mano de Eggar.

—Un par de nudillos desaparecidos. Vas a necesitar un médico.

Se guardó la Walther y se volvió dispuesto a marcharse,

Berger perdió el control de hierro con el que se había contenido hasta entonces. Corrió hacia él, con las manos extendidas. Devlin se balanceó y lanzó el pie derecho, alcanzando a Berger por debajo de la rótula. Cuando el alemán se dobló sobre sí mismo, levantó una rodilla hacia su rostro, arrojándolo hacia atrás, contra la barra. Berger se incorporó a duras penas, sosteniéndose sobre el mostrador de mármol, mientras los gitanos se echaban a reír.

—¡Jesús! —exclamó Devlin sacudiendo la cabeza—. Hijo, yo diría que los dos tendríais que encontrar una clase de trabajo diferente.

Dio media vuelta y se marchó.

Cuando Schellenberg entró en la pequeña enfermería, Eggar estaba sentado ante una mesa, mientras el médico de la embajada le vendaba la mano derecha.

—¿Cómo está? —preguntó Schellenberg.

—Sobrevivirá —contestó el médico terminando el vendaje y cortando la tira de esparadrapo—. Es posible que en el futuro sienta la mano un poco rígida. Ha sufrido algún daño en los nudillos.

—¿Me permite un momento? —El médico asintió con un gesto y salió. Schellenberg encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa—. Supongo que encontraron ustedes a Devlin, ¿verdad?

—¿No ha sido informado el
herr
general? —preguntó Eggar.

—No he hablado todavía con Berger. Todo lo que sabía es que habían regresado ustedes en un taxi y en peores condiciones de las que estaban al marcharse. Y ahora, cuénteme con exactitud lo ocurrido.

Y así lo hizo Eggar, cuya cólera aumentaba a medida que se intensificaba el dolor.

—No quiso escuchar,
herr
general. Tuvo que hacerlo de esta manera.

—No ha sido culpa suya, Eggar —le aseguró Schellenberg poniéndole una mano en el hombro—. Me temo que el mayor Berger se ve a sí mismo como el único hombre. Le llegó la hora de aprender una lección.

—Oh, Devlin se encargó de eso —dijo Eggar—. La última vez que lo vi, el rostro del mayor no tenía muy buen aspecto.

—¿De veras? —dijo Schellenberg sonriendo—, Y yo que estaba convencido de que ya no podía tenerlo peor.

Berger estaba desnudo hasta la cintura ante una palangana, en el pequeño cuarto de baño donde había sido alojado, examinándose el rostro ante el espejo. Alrededor del ojo izquierdo ya le había aparecido un morado, y tenía la nariz hinchada. Schellenberg entró en ese momento, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

—De modo que ha desobedecido mis órdenes.

—Actué lo mejor que supe —dijo Berger—. No quería perderlo.

—Y él fue mejor que usted. Ya se lo advertí.

Había una expresión de cólera en el rostro de Berger, reflejado en el espejo, tocándose la mejilla.

—Ese pequeño cerdo irlandés. La próxima vez ya me encargaré de él.

—No hará nada de eso porque, a partir de ahora, yo mismo me ocuparé de este asunto —dijo Schellenberg—. A menos, desde luego, que prefiera usted que informe al
Reichsführer
de que hemos perdido a ese hombre debido a su estupidez.

—General Schellenberg —dijo Berger volviéndose hacia él—. Debo protestar.

—Póngase firme cuando hable conmigo,
Sturmbannführer
—le espetó Schellenberg. Berger hizo lo que se le ordenaba, y la disciplina de hierro de las SS volvió a hacerse cargo de la situación—. Hizo usted un juramento al unirse a las SS. Juró obediencia total a su Führer y a quienes fueran nombrados para mandarle, ¿no es así?


Jawohl, Brigadeführer
.

—Excelente —asintió Schellenberg—. Empieza usted a recordar. No lo vuelva a olvidar, porque las consecuencias podrían ser desastrosas. —Se volvió hacia la puerta, la abrió y sacudió la cabeza—. Tiene un aspecto horrible, mayor. Trate de hacer algo con esa cara suya antes de bajar a cenar.

Salió y cerró la puerta. Berger se volvió a mirarse en el espejo.

—¡Bastardo! —exclamó con suavidad.

Liam Devlin estaba sentado ante el piano del Luces de Lisboa, con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca y una jarra de cerveza sobre la tapa del piano. Eran las diez de la noche; sólo faltaban dos horas para Navidad y el café estaba abarrotado de gente alegre. Estaba tocando una melodía titulada
Luz de luna en el camino
, una de sus favoritas, y lo hacía con lentitud, de modo inolvidable. Se dio cuenta de la llegada de Schellenberg en cuanto éste entró en el local, no porque lo hubiera reconocido, sino sólo por la clase de hombre que era. Lo observó dirigirse al bar y pedir un vaso de vino. Luego apartó la mirada, consciente de que se le acercaba.


Luz de luna en el camino
—dijo Schellenberg—. Me gusta. Una de las mejores melodías de Al Bowlly —añadió, mencionando el nombre del que había sido uno de los vocalistas más populares de Inglaterra hasta su muerte.

—Resultó muerto durante el
blitz
de Londres, ¿lo sabía? —replicó Devlin—. Nunca quería bajar a los refugios, como hacían todos los demás, cuando sonaban las sirenas de ataque aéreo. Lo encontraron muerto en la cama, a causa de la explosión de una bomba.

—Un hecho desgraciado —dijo Schellenberg.

—Supongo que eso depende del lado en que uno se encuentre.

Devlin empezó a tocar
Un día de niebla en Londres
.

—Es usted un hombre de muchos talentos, señor Devlin —dijo Schellenberg.

—Pasable para tocar el piano en un bar, eso es todo —dijo Devlin—. Son los frutos de una juventud malgastada. —Extendió la mano hacia su jarra de cerveza, sin dejar de tocar con la otra—. ¿Y quién es usted, hijo?

—Me llamo Schellenberg, Walter Schellenberg. ¿Es posible que haya oído hablar de mí?

—Desde luego que sí —asintió Devlin con una mueca—. He vivido lo bastante en Berlín como para haber escuchado su nombre. Ahora es general, ¿verdad? ¿Y nada menos que del SD? ¿Tiene usted algo que ver con los dos idiotas que me buscaron las cosquillas esta tarde?

—Eso es algo que lamento mucho, señor Devlin. El hombre contra el que disparó es el agregado de policía de la embajada. El otro, el mayor Berger, es de la Gestapo. Sólo está conmigo siguiendo órdenes expresas del
Reichsführer
.

—Santo Dios ¿Ya volvemos otra vez con el viejo Himmler? La última vez que le vi no me dio exactamente su aprobación.

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