—Sólo ocasionalmente, señor, como prisioneros en tránsito que pasan por algún pequeño hospital. Ya no es como en los primeros tiempos de la guerra, cuando teníamos allí a la mayoría de las tripulaciones capturadas de los submarinos.
—Y a Hess.
—Eso es un caso especial, ¿no le parece, señor?
—Está bien. Tendremos a Steiner en la Torre. Podrá quedarse en el hospital hasta que decidamos un lugar más seguro. ¿Alguna otra cosa?
—Se ha producido una complicación, señor. El padre de Steiner, como usted sabe, estuvo involucrado en una serie de complots del ejército cuyo objetivo era asesinar a Hitler. El castigo está institucionalizado: ahorcado con cuerda de piano; toda la escena ha sido registrada por orden expresa del Führer.
—Qué desagradable —exclamó Munro.
—La cuestión, señor, es que hemos recibido una película de la muerte del general Steiner. Una de nuestras fuentes de Berlín consiguió sacarla vía Suecia. No sé si desearía usted verla. No es precisamente agradable.
Munro estaba enojado, se levantó y recorrió la habitación. Se detuvo de pronto, con una ligera sonrisa en la boca.
—Dígame, Jack, ¿continúa ese pequeño sapo de Vargas en la embajada española?
—José Vargas, señor, agregado comercial. Hace tiempo que no lo hemos utilizado.
—¿Y la inteligencia alemana está convencida de que está de su lado?
—El único lado que conoce Vargas es el que tenga la chequera más abultada, señor. Trabaja a través de su primo, en la embajada española de Berlín.
—Excelente —asintió Munro, ahora sonriendo—. Dígale que haga llegar a Berlín la noticia de que tenemos a Kurt Steiner. Dígale que informe que se encuentra en la Torre de Londres. Eso suena como algo bastante espectacular, ¿verdad? Y, lo más importante, que se asegure de que tanto Canaris como Himmler obtienen la misma información. Eso debería agitarlos un poco.
—¿Qué está tramando, señor? —preguntó Carta.
—Esto es la guerra, Jack, la guerra. Ahora, tómese otra copa y luego váyase a casa a dormir. Mañana le espera un día muy ajetreado.
Cerca de Paderborn, en Westfalia, en la pequeña ciudad de Wewelsburg, estaba el castillo del mismo nombre que Heinrich Himmler había aceptado del consejo local en 1934. Su intención original había sido convertirlo en una escuela para los dirigentes de las SS del Reich, pero cuando los arquitectos y constructores terminaron las obras de adaptación, después de haber gastado muchos millones de marcos, habían creado una monstruosidad gótica digna de un gran escenario en la MGM, como un vasto decorado de película de la clase de las que Hollywood se sintió tan orgullosa cuando se pusieron de moda las películas históricas. El castillo disponía de tres alas, torres, un foso, y el
Reichsführer
tenía sus propios apartamentos en el ala sur, así como lo que constituía su orgullo especial, un enorme comedor donde los miembros selectos de las SS se encontrarían en una especie de Tribunal de Honor. Todo el asunto se había visto influido por la obsesión de Himmler con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, y poseía una dosis considerable de ocultismo.
A unos quince kilómetros de distancia, en aquella noche de diciembre, Walter Schellenberg encendió un cigarrillo en el asiento posterior del Mercedes que le transportaba a toda velocidad hacia el castillo. Aquella misma tarde había recibido en Berlín la orden de reunirse con el
Reichsführer
. No se le había especificado la razón de la entrevista, un detalle que él, desde luego, no tomó como ninguna señal de posible ascenso.
Ya había estado en Wewelsburg en varias ocasiones, e incluso había inspeccionado los planos del castillo en el cuartel general de las SD, de modo que lo conocía bien. También sabía que los únicos hombres que se sentaban alrededor de aquella mesa, con el
Reichsführer
, eran chiflados como el propio Himmler, convencidos de todas las leyendas de los tiempos oscuros sobre la superioridad de los sajones, o servidores que disponían de sus propios sillones, con sus nombres inscritos en placas de plata. £1 hecho de que el rey Arturo hubiera sido romano—británico, y se hubiese enzarzado en una lucha contra los invasores sajones, hacía que todo aquello fuera aún más extravagante, pero ya hacía tiempo que Schellenberg había dejado de sentirse divertido ante los excesos del Tercer Reich.
Como deferencia ante las exigencias vigentes en Wewelsburg, se había puesto el uniforme negro de las SS, con la Cruz de Hierro de primera clase colgada del lado izquierdo de su chaqueta.
—En qué mundo vivimos —dijo con suavidad, cuando el coche iniciaba el ascenso por la carretera que conducía hasta el castillo, al tiempo que se iniciaba una ligera nevada—. A veces me pregunto quién demonios está dirigiendo esta casa de locos.
Sonrió, reclinándose en su asiento, con un aspecto repentinamente encantador, aunque la cicatriz de una de sus mejillas, producto de un duelo, indicaba un aspecto bastante más despiadado de su naturaleza. Aquello era una reliquia de sus tiempos de estudiante en la universidad de Bonn. A pesar de sus excelentes dotes para los idiomas, había empezado sus estudios en la facultad de Medicina, que luego cambió por la de Derecho. Pero, en la Alemania de 1933, los tiempos eran duros, incluso para los jóvenes cualificados recién salidos de la universidad.
Las SS estaban reclutando jóvenes universitarios bien dotados para cubrir los escalafones de los mandos superiores. Al igual que muchos otros, Schellenberg había considerado la oferta como un empleo, no como un ideal político, y el ascenso en su carrera había sido asombroso. Gracias a su facilidad para los idiomas, el propio Heydrich le había facilitado el acceso al Sicherheitsdienst, el servicio de seguridad de las SS, conocido como el SD. Su responsabilidad principal había sido siempre la de llevar a cabo tareas de inteligencia en el extranjero, lo que a menudo provocaba conflictos de competencia con el Abwehr, a pesar de que sus relaciones personales con Canaris eran excelentes. Una serie de brillantes golpes de mano en la inteligencia le habían permitido ascender con rapidez en el escalafón.
Ahora, a la edad de treinta años, era
Brigadefübrer
de las SS y mayor general de la policía.
Lo verdaderamente asombroso era que Walter Schellenberg no se consideraba a sí mismo como un nazi y consideraba al Tercer Reich como una lamentable charada y a sus protagonistas principales como actores de una calidad muy baja. Había judíos que le debían su supervivencia física; víctimas futuras de los campos de concentración, él se había encargado de desviar su ruta predestinada hacia Suecia y la seguridad. Se decía a sí mismo que aquello era un juego peligroso, una compensación para su conciencia, que él mantenía con sus enemigos. Hasta el momento, había conseguido sobrevivir sólo por una razón: Himmler necesitaba de su cerebro y de sus considerables habilidades, y eso fue suficiente.
Cuando llegó al foso sólo observó una ligera capa de nieve. No había agua. El Mercedes cruzó el puente, hacia la puerta de entrada, y él se dijo en voz muy baja:
—Demasiado tarde para quitarse de en medio, Walter, demasiado tarde.
Himmler le recibió en el salón privado de sus aposentos, en el ala sur. Schellenberg fue escoltado hasta allí por un sargento de las SS, con uniforme de gala, y encontró al ayudante personal de Himmler, un Stunnbannführer llamado Rossman, sentado ante una mesa situada junto a la puerta, vestido también con uniforme de gala.
—Mayor —dijo Schellenberg.
Rossman despidió al sargento.
—Un placer verle por aquí, general. Él le está esperando. Y, a propósito, no está de buen humor.
—Lo recordaré.
abrió la puerta y Schellenberg entró en un gran salón con un techo abovedado y un suelo enlosado. Había tapices en las paredes y muebles de roble de color oscuro. En la gran chimenea de piedra había un fuego encendido. El
Reichsführer
estaba sentado ante una mesa de roble, repasando un montón de documentos. No iba vestido de uniforme, lo que no era habitual en él. Llevaba un traje de tweed, con camisa blanca y corbata negra. Los quevedos de montura de plata le daban el aspecto de un profesor universitario bastante desagradable.
A diferencia de Heydrich, que siempre se había dirigido a Schellenberg llamándolo por su nombre de pila, aunque sin tutearle, Himmler se mostraba invariablemente formal.
—General Schellenberg —dijo levantando la mirada—. Por fin ha llegado.
En su frase había una reprimenda implícita, por lo que Schellenberg replicó:
—Salí de Berlín en cuanto recibí su mensaje,
Reichsführer
. ¿En qué puedo servirle?
—Operación Águila, el asunto de Churchill. No le utilicé en ese asunto porque tenía usted otros deberes que cumplir. Sin embargo, creo que a estas alturas ya estará familiarizado con la mayor parte de los detalles.
—Desde luego,
Reichsführer
.
De repente, Himmler cambió de tema.
— Schellenberg, me siento cada vez más preocupado por las actividades traicioneras de muchos miembros del alto mando. Como sabe, la semana pasada un desgraciado mayor voló por los aires en su coche cerca de la entrada al cuartel general del Führer en Rastenburg. Evidentemente, se trataba de otro intento contra la vida de nuestro Führer.
—Me temo que así es,
Reichsführer
.
Himmler se levantó y le puso una mano en el hombro.
—Usted y yo, general, estamos comprometidos por un hermanamiento común, el de las SS. Hemos jurado proteger al Führer y, sin embargo, nos vemos amenazados constantemente por la conspiración de un puñado de generales.
—No hay pruebas directas,
Reichsführer
—dijo Schellenberg, aunque sabía que eso no era cierto del todo.
—Los generales von Stulpnagel, von Falkenhausen, Stieff, Wagner y otros, y hasta su buen amigo el almirante Wilhelm Canaris, Schellenberg. ¿Le sorprendería eso?
Schellenberg trató de conservar la calma, considerando la clara posibilidad de que su nombre pudiera ser pronunciado a continuación en aquella lista.
—¿Qué puedo decirle,
Reichsführer
?
—Y también Rommel, el zorro del desierto. El héroe del pueblo.
Y ¡Dios mío! —balbuceó Schellenberg, sobre todo porque le pareció que eso era lo que debía hacer.
Y ¡Pruebas! —espetó Himmler—. Yo conseguiré las pruebas antes de acabar con esto. Todos ellos tienen una cita concertada con el verdugo. Pero ocupémonos ahora de otras cosas. —Regresó ante la mesa y se sentó—. ¿Ha tenido usted tratos alguna vez con un agente llamado Vargas? —Examinó un papel que tenía ante él y añadió—: José Vargas.
—Le conozco. Es un contacto del Abwehr. Un agregado comercial en la embajada española en Londres. Por lo que sé, sólo se le ha utilizado ocasionalmente.
—Tiene un primo que también es agregado comercial en la embajada española aquí, en Berlín. Un tal Juan Rivera. —Himmler levantó la mirada hacia él—, ¿Es eso correcto?
—Es lo que tengo entendido,
Reichsführer
. Vargas utilizaría la valija diplomática desde Londres. La mayoría de los mensajes llegarían hasta su primo, aquí en Berlín, en el término de treinta y seis horas. Todo de forma muy ilegal, desde luego.
—Y menos mal que es así —dijo Himmler—. Este asunto de la operación Águila… ¿Dice usted que está familiarizado con los detalles?
—Sí, lo estoy,
Reichsführer
—contestó Schellenberg con suavidad.
—Tenemos un problema, general. Aunque la idea la sugirió el propio Führer, fue…, ¿cómo lo diría?, más una fantasía que otra cosa. No podía confiarse en que Canaris hiciera nada al respecto. Me temo que la victoria total para el Tercer Reich no está en un lugar muy alto en su lista de prioridades. Ésa fue la razón por la que yo, personalmente, me encargué de poner en marcha la operación, ayudado por el coronel Radl, del Abwehr, quien, por lo que tengo entendido, ha sufrido un ataque al corazón y no se confía mucho en que sobreviva.
—Entonces, ¿el Führer no sabe nada del asunto? —preguntó Schellenberg con precaución.
—Mi querido Schellenberg, él soporta sobre sus hombros la responsabilidad de la guerra en cada uno de sus aspectos. Nosotros tenemos el deber de aligerar esa carga en todo lo posible.
—Desde luego,
Reichsführer
.
—La operación Águila, aunque brillantemente concebida, terminó en un fracaso, ¿y quién va a querer llevarle al Führer un fracaso y ponérselo encima de la mesa? —Siguió hablando antes de que Schellenberg pudiera contestar—. Lo que me lleva a este informe que me ha llegado desde Vargas, en Londres, a través de su primo de aquí, en Berlín, ese tal Rivera…
Le tendió un documento del cuerpo de transmisiones y Schellenberg le echó un vistazo.
—¡Increíble! —exclamó—. Kurt Steiner está con vida.
—Y en la Torre de Londres —dijo Himmler guardando el documento.
—No lo tendrán allí durante mucho tiempo —dijo Schellenberg—. Puede parecer espectacular, pero la Torre no es nada adecuada para alojar durante mucho tiempo a prisioneros de alta seguridad. Lo trasladarán a algún otro sitio seguro, como hicieron con Hess.
—¿Tiene usted alguna otra opinión sobre la cuestión?
—Sólo que los británicos guardarán silencio sobre el hecho de que lo tienen en sus manos.
—¿Por qué lo dice así? 5 —Tenga en cuenta que la operación Águila estuvo a punto de alcanzar el éxito.
—Pero Churchill no era Churchill —le recordó Himmler—. Eso fue lo que descubrió nuestro personal de inteligencia.
—Desde luego,
Reichsführer
, pero los paracaidistas alemanes descendieron sobre suelo inglés y libraron una batalla sangrienta. Si se publicara esa historia, el efecto sobre el pueblo británico sería desmoralizador en esta fase de la guerra. Una mayor prueba de ello es el hecho de que sean el SOE y su brigadier Munro los encargados de manejar el tema.
—¿Conoce usted a ese hombre?
—Sólo sé algo de él,
Reichsführer
. Es un oficial de inteligencia muy capacitado.
—Mis fuentes me indican que Rivera también ha transmitido está misma información a Canaris. ¿Cómo cree usted que reaccionará él?
—No tengo la menor idea,
Reichsführer
.
—Puede usted pasar a verle una vez que regrese a Berlín. Descúbralo. En mi opinión, no hará nada. Desde luego, no irá corriendo a hablar con el Führer. —Himmler examinó otra hoja de papel que tenía ante él—. Nunca lograré comprender a hombres como Steiner. Un héroe de guerra. La Cruz de Caballero con hojas de roble, un soldado brillante y, sin embargo, ha arruinado su carrera, se ha arriesgado al fracaso, lo ha arriesgado todo por proteger a una pequeña zorra judía a la que trató de ayudar en Varsovia. La operación Águila vino a salvarle, a él y a sus hombres, de la unidad de castigo en la que estaban sirviendo. —Dejó la hoja sobre la mesa—. El irlandés, desde luego, ya es otra cuestión.