El águila emprende el vuelo (8 page)

Read El águila emprende el vuelo Online

Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
7.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues el caso es que ahora le necesita.

—¿Para qué?

—Para que vaya usted a Inglaterra en nuestro nombre, señor Devlin. A Londres, para ser más exactos.

—No, gracias. Ya he trabajado para la inteligencia alemana dos veces en esta guerra. La primera vez en Irlanda, donde casi me vuelan la cabeza.

Y se dio un golpecito con el dedo en la cicatriz de bala que tenía en un lado de la frente.

—Y la segunda vez en Norfolk, donde recibió una bala en el hombro derecho y sólo pudo escapar por un pelo, dejando a Kurt Steiner atrás.

—Ah, ¿de modo que también sabe eso?

—¿Lo de la operación Águila? Oh, sí.

—Ese coronel era un buen hombre. No es que fuese muy nazi…

—¿Ha sabido lo que fue de él?

—Desde luego… Trajeron a Max Radl al hospital donde yo estaba en Holanda, después de que sufriera su ataque al corazón. Recibió un informe de fuentes de inteligencia en Inglaterra, comunicando que Steiner había resultado muerto en un lugar llamado Meltham House, cuando trataba de apoderarse de Churchill.

—En esa información hay dos datos erróneos —le dijo Schellenberg—. Dos cosas que Radl no sabía. La persona que estaba allí aquel fin de semana no era Churchill, que en esos momentos se dirigía a participar en la conferencia de Teherán. Era su doble. Un actor de music hall.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Devlin dejando de tocar el piano.

—Y, lo que es más importante, Kurt Steiner no murió. Está con vida, se encuentra bien y ahora lo tienen en la Torre de Londres, y ésa es la razón por la que quiero que regrese usted a Inglaterra y haga ese trabajo para mí. Porque se me ha confiado la tarea de conseguir que regrese sano y salvo al Reich, y sólo dispongo para ello de poco más de tres semanas.

Frear había entrado en el café un par de minutos antes y reconocido a Schellenberg al instante. Se retiró hacia una mesa apartada, desde donde llamó al camarero, pidió una cerveza y observó a los dos hombres, que salieron al jardín de la parte trasera. Se sentaron ante una mesa y contemplaron las luces de los barcos en el Tajo.

—General, han perdido ustedes la guerra —dijo Devlin—. ¿Por qué siguen intentándolo?

—Oh, todos tenemos que hacer lo mejor que podamos hasta que esta maldita guerra haya terminado. Como no dejo de decir, resulta difícil saltar del tiovivo una vez que éste se ha puesto en marcha. Esto no es más que un juego en el que participamos.

—Como el viejo cabrón de pelo blanco sentado en la mesa del fondo que nos está vigilando ahora —comentó Devlin.

Schellenberg se volvió a mirar con naturalidad.

—¿Y quién puede ser?

—Pretende estar metido en el negocio del oporto. Se llama Frear. Mis amigos me han dicho que es el agregado militar de la embajada británica.

—Da lo mismo —siguió diciendo Schellenberg con calma—. ¿Está usted interesado?

—¿Y por qué iba a estarlo?

—Por dinero. Recibió veinte mil libras por su trabajo en la operación Águila, pagadas en una cuenta en Ginebra.

—Y yo me encuentro empantanado aquí, sin dos peniques en el bolsillo.

—Veinticinco mil libras, señor Devlin. Pagadas en cualquier forma que usted desee.

Devlin encendió otro cigarrillo y se reclinó en la silla.

—¿Para qué lo quieren? ¿Por qué tomarse todas estas molestias?

—Hay por medio una cuestión de seguridad.

—Vamos, general —exclamó Devlin echándose a
reír
duramente—. Pretende usted que vuelva a saltar por la noche sobre Irlanda, desde un Dornier a cinco mil pies de altura, como la última vez, y está tratando de hacerme colar esa sarta de mentiras.

—Está bien —admitió Schellenberg levantando una mano, en un gesto defensivo—. El veintiuno de enero se celebrará una reunión en Francia. Participarán el Führer, Rommel, Canaris y Himmler. El Führer no conoce la operación Águila. El
Reichsführer
quisiera presentar a Steiner en esa reunión.

—¿Y por qué querría hacer una cosa así?

—La misión de Steiner terminó en fracaso, pero condujo a soldados alemanes a entablar una batalla en territorio inglés. Es un héroe del Reich.

—¿Y para eso tanto jaleo?

—A lo que hay que añadir que el
Reichsführer y
el almirante Canaris no siempre están de acuerdo. Me refiero a lo de presentar a Steiner. —Se encogió de hombros—. El hecho de que su huida haya sido organizada por las SS…

—¿Haría que Canaris apareciera como un estúpido? —Devlin sacudió la cabeza—. Menuda pandilla. Ninguno de ellos me importa lo más mínimo, y mucho menos los motivos de ese viejo cuervo de Himmler, pero Kurt Steiner ya es otra cosa. Ése sí que es un buen tipo. Pero la condenada Torre de Londres…

Sacudió la cabeza, con gesto pesimista, ante lo que Schellenberg le aseguró:

—No lo tendrán allí. Supongo que no tardarán en trasladarlo a una de las casas de seguridad que deben tener en Londres.

—¿Y cómo podrá usted descubrir eso?

—Tenemos en Londres a un agente nuestro que trabaja en la embajada española.

—¿Puede estar seguro de que no es uno doble?

—Bastante seguro en este caso. —Devlin se quedó allí sentado, en silencio, con el ceño fruncido, ante lo que Schellenberg añadió—: Treinta mil libras. — Sonrió—. Le aseguro que soy bueno en mi trabajo, señor Devlin. Le prepararé un plan que funcionará.

—Me lo pensaré —dijo Devlin asintiendo con un gesto y levantándose.

—Pero el tiempo es una cuestión esencial. Necesito regresar a Berlín.

—Y yo necesito tiempo para pensar. Y, además, es Navidad. He prometido ir al campo, a una finca de toros que dirige una amigo mío llamado Barbosa. En otros tiempos fue un gran torero en España, donde les gustan los cuernos bien afilados. Regresaré dentro de tres días.

—Pero, señor Devlin… —intentó Schellenberg de nuevo.

—Si me quiere a mí, tendrá que esperar —le interrumpió Devlin dándole una palmadita en el hombro—. Dejemos eso ahora, Walter. ¿Qué le parece la Navidad en Lisboa? ¿Luces, música, chicas bonitas? En estos precisos momentos seguro que en Berlín se ha producido un apagón y apuesto a que estará lloviendo. ¿Qué prefiere usted?

Schellenberg se echó a reír sin poderlo evitar y, por detrás de ellos, Frear se levantó y salió.

Un asunto urgente había obligado a Dougal Munro a permanecer en su despacho del cuartel general del SOE la mañana del día de Navidad. Estaba a punto de marcharse cuando Jack Cárter entró, cojeando. Era poco después del mediodía.

—Confío en que sea algo urgente, Jack —dijo Munro—. Tengo un compromiso para almorzar con unos amigos en Garrick.

—Pensé que le gustaría saber esto, señor. — Cárter le tendió un mensaje—. Del mayor Frear, nuestro hombre en Lisboa. Se refiere a nuestro amigo Devlin.

—¿Y qué pasa con él? —preguntó Munro, deteniéndose.

—¿Adivina con quién ha mantenido una estrecha conversación anoche, en un club de Lisboa? Con Walter Schellenberg.

Munro se sentó ante la mesa, fe —¿A qué demonios está jugando ahora el bueno de Walter?. —Sólo Dios lo sabe, señor.

—Lo más probable es que sea el diablo. Comuníquese inmediatamente con Frear. Dígale que vigile lo que anda tramando Schellenberg. Si él y Devlin abandonan juntos Portugal, quiero saberlo en seguida.

—Lo haré ahora mismo, señor —contestó Cárter, abandonando el despacho apresuradamente.

Había tratado de nevar durante las Navidades, pero en la noche del 27 llovía en Londres, cuando Jack Cárter entró en un pequeño local cerca de la plaza Portman, no lejos del cuartel general del SOE, que era la razón por la que lo había elegido al recibir la llamada telefónica de Vargas. El café, llamado Mary's Pantry, estaba totalmente a oscuras desde el exterior, pero al entrar se encontró en un lugar brillantemente iluminado, alegre y con decoraciones navideñas. Eran las primeras horas de la noche, y sólo había tres o cuatro clientes.

Vargas estaba sentado en un rincón, tomando café y leyendo un periódico. Llevaba un pesado abrigo azul y había dejado el sombrero sobre la mesa. Tenía una piel olivácea, mejillas hundidas y bigote delgado, con brillantina en el pelo y la raya hecha por el centro.

—Espero que esto sea algo bueno —dijo Cárter.

¿Le habría molestado si no lo fuera, señor? —replicó Vargas—. He tenido noticias de mi primo, en Berlín.

—¿Y?

—Quieren saber más información con respecto a Steiner. Están interesados en montar una operación de rescate.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Ese fue el mensaje. Quieren saber toda la información posible sobre su paradero. Parecen creer que ustedes lo trasladarán de la Torre.

—¿Quiénes son? ¿El Abwehr?

—No. El general Schellenberg, del SD, está a cargo. Al menos, mi primo está trabajando para él.

Cárter asintió con un gesto, sintiéndose muy excitado, y se levantó.

—Quiero que me llame por teléfono, al número habitual, exactamente a las once, y no me falle. —Se inclinó hacia él y añadió—: Esta es una gran operación, Vargas. Cobrará usted mucho dinero si es inteligente.

Se volvió, salió del local y avanzó por la calle Baker, con toda la rapidez que le permitió su pierna.

En ese preciso momento, en Lisboa, Walter Schellenberg subía por una calleja empedrada de Alfama, en dirección al Luces de Lisboa. Escuchó la música procedente del local incluso antes de llegar a él. Al entrar, se encontró con que el lugar se hallaba vacío, a excepción de la presencia del barman y Devlin, sentado ante el piano.

El irlandés se detuvo para encender un cigarrillo y sonrió.

—¿Ha disfrutado de sus Navidades, general?

—Podría haber sido peor. ¿Y usted?

—Los toros estaban muy bien. Me enredé. Creo que bebí demasiado.

—Un juego peligroso.

—En realidad, no tanto. En Portugal afeitan las puntas de los cuernos. Nadie muere.

—No parece que ese tipo de juego valga mucho la pena —comentó Schellenberg.

—¿Y no le parece que se trata precisamente de eso? Vino, uvas, toros y mucho sol, así es como he pasado yo las Navidades, general. —Empezó a tocar
Luz de luna en el camino
—. Y mientras tanto pensaba® en el viejo Al Bowlly, muerto en un ataque aéreo, y en Londres, con sus calles cubiertas por la niebla. ¿No le parece algo muy extraño?

Schellenberg sintió un ramalazo de excitación, interior.

—¿Quiere decir que irá?

—Con una condición. Me reservo el derecho a cambiar de opinión en el último momento si considerara que la situación no está clara del todo.

—Tiene mi palabra.

Devlin se levantó y ambos salieron a la terraza.

—Volaremos a Berlín por la mañana —dijo Schellenberg.

—Usted lo hará, general, no yo.

—Pero, señor Devlin…

—En este juego hay que pensar en todo, eso es algo que usted sabe muy bien. Mire allá abajo. —Al otro lado de la pared, Frear había entrado en el local y estaba hablando con uno de los camareros, dedicado a limpiar las mesas—. Ese viejo Frear me ha estado vigilando. Me ha visto hablar con el gran Walter Schellenberg. Supongo que ese detalle estará incluido en uno de los informes que envía a Londres.

—¿Qué sugiere entonces?

—Usted volará de regreso a Berlín y se pondrá a trabajar en los preparativos. Habrá muchas cosas que hacer. Consígame los documentos adecuados en la embajada, dinero para gastos de viaje, etcétera, mientras yo hago el viaje por ferrocarril, mucho menos arriesgado. De Lisboa a Madrid, y luego tomaré el París Exprés. Organice allí las cosas para que pueda volar si así lo desea, o continuaré viaje en tren.

—Tardará por lo menos dos días.

—Como ya le he dicho, tendrá usted cosas que hacer mientras tanto. No me diga que el trabajo no se le ha ido acumulando.

—Tiene razón —asintió Schellenberg—. Bien, tomemos un trago por eso. Por nuestra empresa inglesa.

—Santa madre de Dios, nada de eso, general. La última vez, alguien utilizó también esa frase conmigo. No se dieron cuenta de que fue así como se describió a la Armada Invencible, y fíjese en lo que ocurrió con ella.

—Entonces, que sea a nuestra salud, señor Devlin —asintió Schellenberg—. Yo beberé a su salud, y usted a la mía.

Munro estaba sentado ante la mesa en su piso de Haston Place, escuchando con atención, mientras Cárter le informaba de lo más destacado de su conversación con Vargas.

—Ya tenemos dos piezas del rompecabezas, Jack —asintió—. Schellenberg está interesado en rescatar a Steiner, y ¿dónde está Schellenberg ahora? En Lisboa, codeándose con Liam Devlin. ¿A qué conclusión le conduce eso?

—Que quiere reclutar a Devlin para la causa, señor.

—Desde luego. Es el hombre perfecto —asintió Munro—. Esto podría conducirnos a posibilidades muy interesantes.

—¿Cómo cuáles, señor?

—Sólo estaba pensando en voz alta —contestó Munro sacudiendo la cabeza—. Ha llegado el momento de pensar en cambiar a Steiner de sitio. ¿Qué sugerirla usted?

—Esta la cárcel de Kensington, en Londres —dijo Cárter.

—Olvídelo, Jack. Sólo se la utiliza para prisioneros en tránsito, ¿no es cierto? Para prisioneros de guerra como las tripulaciones aéreas de la Luftwaffe.

—También está Cockfosters, señor, pero eso también es una cárcel, y la escuela situada frente a la prisión de Wandsworth, donde hemos retenido a una serie de agentes alemanes. —Munro no pareció sentirse impresionado, y Cárter lo volvió a intentar—^ Claro que también está Mytchett Place, en Hampshire. Han convertido eso en una especie de fortaleza en miniatura para Hess.

—Quien vive allí rodeado de un esplendor tan solitario que en junio del cuarenta y uno saltó de un balcón y trató de suicidarse. No, eso no nos serviría. — Munro se levantó y se dirigió a la ventana. La lluvia se había convertido ahora en aguanieve—. Creo que ha llegado el momento de que hable con nuestro amigo Steiner. Lo intentaremos para mañana.

—Muy bien, señor. Me ocuparé de todos los preparativos.

—Ese Devlin… —dijo Munro volviéndose—, ¿tenemos una foto suya en los archivos?

—Una foto de pasaporte, señor. Cuando estuvo en Norfolk tuvo que rellenar un formulario de registro para extranjeros. Es una obligación para los ciudadanos irlandeses y para ello se necesita una foto de pasaporte. Los de la rama especial se encargaron de conseguirla. No es muy buena.

—Esa clase de fotos nunca lo son. —Munro sonrió de repente—. Ya lo tengo, Jack. Ya sé dónde podemos llevar a Steiner. A ese lugar de Wapping. Al priorato de St. Mary.

Other books

The Taming of the Rake by Kasey Michaels
The Power of the Dead by Henry Williamson
Warhorse by Timothy Zahn
Tumbleweed by Heather Huffman
The Rings of Tautee by Dean Wesley Smith, Kristine Kathryn Rusch