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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (13 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Y podía imaginar el despertar de Klein, el cual, a la mañana siguiente de estas tristes orgías, se encontraba en medio de botellas vacías, vasos rotos, con un olor rancio, tras la luz sombría que entraba por la vidriera sin cortinas.

Jef Lombard se callaba abrumado, y fue Maurice Belloir quien tomó la palabra.

Un cambio brusco, como si uno estuviese transportado a otro plano. La emoción del fotograbador se traicionaba por una agitación de todo su ser, por sobresaltos, sollozos, silbidos en la voz, idas y venidas, períodos de exaltación y de calma con los que se hubiese podido establecer un diagrama como en una enfermedad.

Belloir, de los pies a la cabeza, en su voz, en su mirada, en sus gestos, era de una limpieza que hacía daño, pues se notaba que era el resultado de una concentración dolorosa.

¡No hubiese podido llorar! ¡Ni siquiera estirar los labios! ¡Todo estaba fijo, atado!

—¿Me permite continuar, comisario ? En seguida se hará de noche y no tenemos nada para alumbrarnos.

No era culpa suya que evocase así un detalle material. No era tampoco falta de emoción. Era tal vez su manera de exteriorizarla.

—Yo creo que todos éramos sinceros, cuando hablábamos, cuando discutíamos nuestros sueños en voz alta. Pero había en esta sinceridad grados distintos.

»Jef lo ha dicho. Por una parte estaban los ricos, que volvían a sus casas y recuperaban una atmósfera sólida. Van Damme, Willy Mortier y yo. E incluso Janin, a quien no le faltaba nada.

»Tenemos que mencionar una vez más de forma especial a Willy Mortier. Un detalle entre otros. Era el único que escogía sus amigas entre las profesionales de los cabarets de noche y las bailarinas de los teatritos. Las pagaba.

»Un chico positivo. Como su padre, llegado a Lieja sin un chavo y que, sin repugnancia, había escogido el comercio de tripas, y se había enriquecido.

»Willy recibía quinientos francos al mes para sus gastos. Para todos nosotros, era fabuloso. No iba jamás a la Universidad, se hacía copiar los cursos por cantaradas pobres, pasaba los exámenes gracias a combinaciones, a botellas de vino.

»Si vino aquí, fue únicamente por curiosidad, porque jamás hubo comunión de gustos, ni de ideas.

»¡Fíjese! Su padre compraba cuadros a los artistas, despreciándolos. Compraba también a los consejeros comunales, para obtener ciertos derechos. Y los despreciaba.

»¡Pues bien! Willy nos despreciaba, también. Y aquí venía a medir la diferencia entre él, el rico, y los otros.

»No bebía. Miraba con asco a los que nos emborrachábamos. Durante las interminables discusiones, sólo decía algunas palabras, que eran como una ducha, esas palabras que hacen daño porque son demasiado crudas, que rompen la falsa poesía que uno ha llegado a crear.

»¡Nos detestaba ! ¡Nosotros lo detestábamos ! Era terriblemente avaro. Avaro con cinismo. Klein no comía todos los días. Alguno de nosotros siempre le ayudaba. Mortier decía:

»—No quiero que haya cuestiones de dinero entre nosotros. No quiero que me recibáis porque soy rico.

»¡Y entregaba su parte exacta cuando, al ir a buscar la bebida, cada cual hurgaba en el fondo de sus bolsillos!

»Era Lecocq d'Arneville quien copiaba sus cursos. Yo he oído a Willy negarle un adelanto sobre este trabajo.

»Era el elemento extraño, hostil, el que se encuentra casi siempre en las reuniones de hombres.

»Lo soportábamos. Pero Klein, entre otros, cuando estaba bebido, la emprendía con él, y entonces salía todo lo que tenía en el corazón. Y el otro, un poco pálido, con un gesto de desprecio, escuchaba.

»He hablado de varias clases de sinceridad. Los más sinceros ciertamente eran Klein y Lecocq d'Arneville. Un afecto fraternal los unía. Los dos habían tenido una infancia triste, junto a una madre pobre. Los dos querían superarse, y se lastimaban delante de obstáculos infranqueables.

»Para seguir los cursos nocturnos de la academia Klein tenía que trabajar durante todo el día como pintor de edificios. Y nos confesaba que sentía vértigo cuando lo mandaban arriba de una escalera. Lecocq copiaba cursos, daba lecciones de francés a estudiantes extranjeros. Venía muchas veces a comer aquí. El hornillo todavía debe estar en alguna parte.

Estaba en el suelo, cerca del diván, y Jef lo empujó con el pie con un aire lúgubre.

La voz mate, desnuda, de Maurice Belloir, con sus cabellos perfectamente peinados, dijo:

—He oído en Reims, en salones burgueses, a alguien preguntar en broma:

»—¿En tales o tales circunstancias sería usted capaz de matar a alguien ?

»Y también la pregunta del mandarín que ya conocen: «Si apretando un botón eléctrico fuese suficiente para matar a un mandarín muy rico en la lejana China y heredarle, ¿lo haría usted ?».

»Aquí, donde los temas más inesperados eran pretexto para discusiones que duraban noches enteras, el enigma de la vida y de la muerte también debía exponerse.

»Fue un poco antes de Navidad. Un hecho cualquiera publicado en un periódico sirvió de punto de partida. Había nevado. Era necesario que nuestras ideas fuesen diferentes de las admitidas, ¿no es verdad ?

»Entonces nos embalamos sobre este tema: El hombre no es más que un enmohecimiento sobre la corteza terrestre. Qué importa su vida o su muerte. La piedad es sólo una enfermedad. Los animales grandes se comen a los pequeños. Nosotros comemos los animales grandes.

»Lombard le ha explicado la historia del cuchillo. Los cortes que se dio para demostrar que el dolor no existe.

»¡Pues bien! Esa noche, mientras rodaban por el suelo tres o cuatro botellas vacías, discutíamos gravemente la cuestión de matar a alguien.

»¿No estábamos en el dominio de lo teórico donde todo está permitido? Nos preguntábamos unos a otros.

»—¿Te atreverías tú ?

»Y los ojos brillaban. Nos recorrían la espalda escalofríos malsanos.

»—¿Por qué no ? ¡Ya que la vida no es nada más que un azar, una enfermedad de la piel de la tierra. !

»—¿Un desconocido que pasase por la calle ?

»Y Klein, que era el que estaba más bebido, con los ojos ojerosos y la carne lívida, respondió:

»¡Sí !

»Nos sentíamos al borde de un precipicio. Teníamos miedo de avanzar. Jugábamos con el peligro, o bromeábamos con esta muerte que habíamos evocado y que parecía, ahora, rodearnos.

»Alguien —creo que fue Van Damme— que había formado parte de un coro infantil, cantó el «Libéranos», que el sacerdote canta delante del féretro. Todos hicimos coro. Nos complacíamos en lo siniestro.

»¡Pero esa noche no matamos a nadie! A las cuatro de la mañana entré en mi casa escalando el muro. A las ocho, tomaba el café con mi familia. No era más que un recuerdo, ¿comprende ? Como el recuerdo de una obra de teatro que te ha hecho estremecer.

»Klein se quedaba aquí, en la calle del Pot-au-Noir. Se le quedaban todas las ideas en la cabeza. Lo roían. Los días siguientes, traicionó sus preocupaciones con preguntas inesperadas.

»—¿Crees tú que es verdaderamente difícil matar ?

»No queríamos volvernos atrás. Ya no estábamos bebidos, y decíamos sin convicción:

»—¡Claro que no !

»Tal vez incluso sacábamos una alegría morbosa de la angustia de este chico. ¡Fíjese bien! ¡No queríamos desencadenar un drama ! Explorábamos el terreno hasta su límite.

»Cuando hay un incendio, los espectadores, a pesar suyo, desean que dure, que sea «un incendio grandioso ». Cuando las aguas se desbordan, los lectores de los periódicos esperan «grandes inundaciones», de las que se hablará todavía veinte años más tarde.

»¡Algo interesante! ¡Cualquier cosa!

»Llegó la noche de Navidad. Todos llevamos botellas. Bebimos, cantamos, y Klein, medio ebrio, cogía ahora uno, ahora a otro aparte:

»—¿Me crees capaz de matar ?

»No nos inquietamos. A medianoche, nadie estaba sobrio. Se hablaba de ir a buscar más botellas. Entonces llegó Willy Mortier, de
smoking
, con un gran plastrón blanco que parecía concentrar toda la luz. Iba limpio, perfumado. Nos dijo que venía de una gran fiesta mundana.

»—¡Ve a comprar bebidas ! —le gritó Klein.

»—¡Estás borracho, amigo mío! Sólo he venido a estrecharos la mano.

»—¡Perdón! ¡A observarnos!

»Ninguno presintió lo que iba a pasar. Y sin embargo, Klein tenía la cara más descompuesta que nunca. Era bajito, disminuido al lado del otro. Con los cabellos en desorden, el sudor que le corría por el rostro, con la corbata arrancada.

»—¡Eres sucio como un cerdo, Klein!

»—¡Y bien! El cerdo te dice que vayas a buscar bebida.

»Creo que en aquel momento Willy tuvo miedo. Vio que nadie reía. Pero bromeó.

»Tenía los cabellos negros rizados, perfumados.

»—¡No puede decirse que estéis alegres! Era más divertido con los burgueses.

»—Vete a buscar bebida.

»Y Klein se volvió hacia él con ojos de fiebre. Había algunos que discutían en un rincón no sé qué teoría de Kant. Otro lloraba en una esquina jurando que no era digno de vivir.

»Nadie estaba en sus cabales. Nadie lo vio todo. Klein dio un salto bruscamente, hecho un manojo de nervios, y golpeó.

»—Pareció como si le diera un cabezazo en el plastrón. Pero vimos que salía sangre. Willy abrió la boca.

* * *

—¡No ! —suplicó de repente Jef Lombard, que se había levantado y que miraba a Belloir atontado.

Van Damme se había pegado de nuevo a la pared.

Pero nada pudo parar a Belloir, ni siquiera su voluntad. El día caía. Las caras parecían grises.

—¡Todos estaban agitados ! —continuó la voz—. Y Klein, encogido, con un cuchillo en la mano, miraba con ojos atontados a Willy, que vacilaba. Estas cosas no pasan como se imagina la gente. No puedo explicarlo.

»Mortier no caía. Y sin embargo, la sangre se escapaba a chorros del agujero de su plastrón. Dijo, estoy seguro:

»—¡Cerdos !

»Y siguió de pie en el mismo sitio, las piernas un poco separadas, como para aguantar el equilibrio. Sin la sangre, hubiera podido decirse que el borracho era él.

»Tenía los ojos grandes. En ese momento parecían serlo mucho más. Su mano izquierda aguantaba el botón de su
smoking
. Y la derecha buscaba en el pantalón, detrás…

»Alguien chillaba aterrorizado. Creo que era Jef. Se vio la mano derecha que sacaba lentamente un revólver del bolsillo. Una cosa pequeña, negra, de acero, dura.

»Klein se tiró por el suelo con una crisis nerviosa. Una botella, al caerse, estalló.

»¡Y Willy no se moría! ¡Su tambaleo era imperceptible! Nos miraba, uno tras otro. Debía de ver borroso… levantó el revólver…

»Entonces alguien se adelantó para quitarle el arma, resbaló con la sangre y los dos rodaron por el suelo.

»Hubo sobresaltos. Porque Mortier no se moría, ¿comprende usted ? ¡Sus ojos, sus grandes ojos, seguían abiertos !

»¡Seguía intentando disparar ! Repitió:

»—¡Cerdos !

»La mano del otro pudo apretar su garganta. Aunque ya no le quedaba mucha vida.

»Me ensucié, mientras el smoking quedaba tendido en el suelo.

* * *

Van Damme y Jef Lombard miraban ahora a su compañero con espanto. Y Belloir terminó:

—¡La mano que apretó el cuello era la mía ! El hombre que resbaló en el charco de sangre era yo.

¿No estaba de pie en el mismo sitio que entonces? ¡Pero limpio, correcto, los zapatos sin una mancha, el traje bien cepillado!

Llevaba un gran anillo en la mano derecha, blanca y cuidada.

—Nos quedamos como atontados. Acostamos a Klein, que quería ir a entregarse. Nadie hablaba. No le puedo explicar. ¡Y sin embargo, yo estaba muy sereno ! Le repito que la gente tiene una idea falsa de los dramas. Me llevé a Van Damme al descansillo y allí hablamos, en voz baja, sin cesar de oír los gritos de Klein, que forcejeaba.

»Se oyó dar la hora, pero no sé cuál, en el campanario de la iglesia cuando pasábamos por la callejuela los tres, llevando el cuerpo. El Meuse iba crecido. Había cincuenta centímetros de agua sobre el muelle de Santa Bárbara y la corriente era violenta. A duras penas vimos pasar una sombra al borde del agua al pasar delante de una luz de gas.

»Mi traje estaba manchado, roto. Lo dejé en el estudio y Van Damme fue a su casa a buscarme ropa. Al día siguiente busqué una excusa para mis padres.

—¿Se reunieron otra vez? —preguntó lentamente Maigret.

—No. Salimos de la calle del Pot-au-Noir en desbandada. Lecocq d'Arneville se quedó con Klein, y desde entonces, de común acuerdo, nos evitábamos. Cuando nos encontrábamos por la ciudad nuestras miradas se apartaban.

»La casualidad quiso que el cuerpo de Willy, gracias a la crecida, no fuese encontrado. Además, siempre había evitado hablar de sus relaciones con nosotros. No se enorgullecía de ser amigo nuestro. Creyeron que se había fugado. Investigaron los sitios de mala reputación donde pudiese haber pasado la noche.

»Fui el primero en irme de Lieja, tres semanas más tarde. Interrumpí bruscamente mis estudios y dije a los míos que quería hacer carrera en Francia. Fui empleado de banca en París.

»Por los periódicos me enteré que Klein se había ahorcado, al mes de febrero siguiente, en la puerta de la iglesia de Saint-Pholien.

»Un día encontré a Janin en París. Hablamos del drama. Pero me dijo que él también se había instalado en París.

—Soy el único que se quedó en Lieja. —protestó Jef Lombard cabizbajo.

—¡Usted dibujó ahorcados y campanarios de iglesias ! —replicó Maigret—. Después hizo dibujos para los periódicos. Después…

Y se acordaba de la casa de la calle Hors-Châteaux, las ventanas con cristales emplomados verdes, la fuente en el patio, el retrato de su mujer, el estudio de fotograbado, donde los anuncios y las páginas de los periódicos ilustrados llenaban poco a poco las paredes cubiertas de ahorcados.

¡Y los niños ! ¡El tercero nació la víspera!

¿No habían pasado diez años? Y la vida poco a poco, por todas partes, con más o menos habilidad, ¿no había seguido su curso?

Van Damme fue a parar a París, como los otros dos. La casualidad lo llevó a Alemania. Había heredado de sus padres, y en Bremen se convirtió en un importante hombre de negocios.

¡Maurice Belloir había hecho un buen matrimonio! ¡Había llegado al final de la escalera!

¡Subdirector de banca ! Y la casa nueva en la calle de Vesle. El niño que estudiaba violín.

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