Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Por Dios, Morico... —dijo—. ¿Qué clase de abominación tenemos entre manos?
El médico se levantó, y habló mientras se quitaba la casaca y se arremangaba la camisa, sin responder a lo que se le demandaba.
—Tampoco ha habido los gases propios de la descomposición de las entrañas. En las tres semanas transcurridas desde que se supone que murió ya hubiese reventado su panza. —A continuación dio un par de palmadas con los dedos abiertos, y su voz adquirió un tono enérgico—. ¡Y ahora, caballeros, si me permiten, me gustaría examinar el interior! Digo..., el exterior de todo el cuerpo...
No hizo falta que se lo sugiriesen una segunda vez para que Twiss se introdujese en la trampilla e iniciase el descenso. Mientras esperaba su turno para bajar, Jovellanos advirtió a Morico con un índice extendido.
—No se le vaya a ocurrir abrirlo, ¿eh, Morico? Solo le faltaría esa excusa a Gregorio Ruiz... Como lo haga, le mando a una sirga del Guadalquivir.
—Descuide... —dijo Morico, dejando ver con su sonrisa una fila de dientecillos.
Unos quince minutos más tarde, Jovellanos y Twiss se encontraban en un patio trasero bastante grande de la parroquia. No era un patio ni recogido ni recoleto, ni especialmente cuidado en sus plantas y en su decoración de cerámica, como lo estaban muchos otros de Sevilla. Casi era un corral; con gallinas picoteando por aquí y por allá no lejos de su gallinero; con una conejera; con un pilón al lado de un pozo de agua, en el cual los curas o sus criados lavaban la ropa; con un muladar separado del resto por una tapia baja y un tosco portillo hecho con raíces de olivo; y con dos higueras que daban sombra. Ambos se habían lavado en el pilón caras y manos en un afán por desprenderse de un olor que creían les había penetrado hasta los tuétanos. El sacristán, un hombre de mediana edad y muy delgado, que les había traído las toallas con las que ahora se secaban, les observaba a distancia con el semblante compungido, con los ojos rojos de haber llorado.
—Lástima que cuando aconteció el juicio del padre Mateo yo no hubiese llegado todavía a Sevilla. Hubiese podido sacar mis propias conclusiones antes y mucho mejor. Según me ha dicho antes ese hombre —Jovellanos señaló al sacristán con un movimiento de cejas—, Andrés Palomino fue la única persona que declaró a favor de la probidad de Mateo Berrocal. Se atrevió a asegurar incluso que Marta Quesada también se había insinuado a él en amores en esta parroquia. ¡Hay que ser bellaco! En fin, ya no hay remedio... Aunque de todo ello podemos aventurar, si es que pensamos en Federico Quesada, que se ha terminado su venganza.
—Tal vez. Aunque no debemos olvidar, como usted sostiene, don Gaspar, que quizá todo sea una conspiración de sus enemigos. Entonces podríamos esperar nuevos crímenes, tengan o no tengan que ver con su caso. Simplemente con el único propósito de volcar contra él de forma definitiva todas las voluntades; sobre todo las del populacho que todavía le es fiel. ¿Me explico?
Volvieron a estirar las mangas de sus camisas, a colocarse bien las pañoletas y a enfundarse de nuevo en sus casacas, que ni mucho menos habían perdido la pestilencia del campanario.
—Se explica, Richard. Pero eso sería totalmente irracional. Por cuanto que yo, el Alcalde del Crimen, que tengo preso desde hace días a Quesada, necesito pruebas de que puede atravesar los muros de la cárcel para salir a asesinar y para luego regresar.
—Amigo, no es necesario llegar a ese punto —sonrió Twiss—. Póngase en el lugar de sus enemigos. Igual que nosotros pensamos sobre esa eventualidad, ellos también pueden tener interés en que la gente piense que Quesada actúa por medio de sus cómplices libres. Ahora bien, si todo esto le parece enrevesado para el raciocinio de un hombre tan equilibrado como usted, imagínese si a los amigos de Quesada, si los tuviere, se les ocurre matar también por su cuenta para exonerar al preso. Es decir, dos puntos de vista diferentes, dos intereses contrapuestos, laborarían por el mismo fin con los mismos medios. Dos venganzas paralelas y dos afanes de inculpación y exculpación simultáneos podrían conducir a Sevilla a un callejón sin salida. Nunca mejor dicho, si me permite la broma.
—Se olvida, Richard, de que hay un método de matar. Para ser más preciso, una peculiar forma de dejar los cadáveres: el
jabón
y todo lo demás. Y no creo que ambos bandos coincidiesen también en ello. Lo que nos debe hacer pensar, sean quienes sean el asesino o los asesinos, que solo el
método
nos conduciría a él o a ellos.
—¡Ajá...! —Twiss, alborozado, dio una palmada y luego señaló encorvado a un sorprendido Jovellanos, que nunca había visto un gesto tal; el mismo sacristán se sobresaltó desde la distancia—. Gaspar de Jovellanos, ya empieza a pensar como yo: método, hechos y pruebas, y no especulaciones.
—¡Condenado embaucador...! —Jovellanos se rió de su ingenuidad—. ¿Dónde ha aprendido a hacer un gesto tan salvaje?
—En las colonias de América, por supuesto.
El médico Morico salió al patio por la puerta que se abría detrás de donde estaba el sacristán. En una mano llevaba su maletín y del brazo opuesto colgaba la casaca. Al verle pasar a su lado, el sacristán le alargó la toalla que hasta entonces había guardado para él.
—Quédesela, buen hombre —le dijo Morico sin detenerse—. No tengo calor.
El hombrecillo llegó junto a la pareja del pilón, dejó el maletín en el suelo con su característico sonido de hierros, se estiró las mangas de la camisa, se ajustó el chaleco y comenzó a ponerse la casaca.
—¿Y bien...? —preguntó Jovellanos, impaciente.
—Caballeros —se explicó Morico sentándose en el borde del pilón—, no he podido encontrar en la víctima ni moratones, ni contusiones, ni desgarraduras ni, por supuesto, herida alguna. Lo que me lleva a pensar que no hubo lucha entre ella y su asesino, sino que fue sorprendida o que tal vez le conocía. Sin embargo, sí he descubierto unos cardenales, si bien ya muy deteriorados por la pudrición, a lo largo de la espalda y el pecho y debajo de las axilas. Me atrevo a asegurar que hechos por una cuerda o una soga.
—Una soga... —comentó Jovellanos con un brillo especial en los ojos—. La soga de la campana. El asesino subió a su víctima hasta el campanario izándole con la soga...
—Demuestra tener sentido práctico —opinó Twiss.
—Si me permiten, caballeros, me gustaría continuar. Señor alcalde, bien sabe el Altísimo que esto lo he hecho por la Justicia y por la Ciencia, de modo que no me lo recrimine. He introducido una varilla de acero, cánula de mi invención, por el ano y la cavidad de la garganta del cuerpo. —Jovellanos estuvo a punto de prorrumpir en denuestos, pero permaneció callado; al fin y al cabo, Morico había cumplido con su palabra—. Por ninguno de ambos sitios he encontrado nada, es decir, excrementos o restos de comida aún no digerida. Lo que me lleva a pensar que cuando la víctima murió ya había hecho sus necesidades mayores, y que, por lo menos, habían pasado tres o cuatro horas desde la cena. Esto, unido a briznas de paja que he hallado adheridas a su sotana, indica, a mí por lo menos, que el cura Andrés fue asesinado en ese muladar mientras hacía sus necesidades.
Morico señaló en dirección a la tapia baja y al portillo de raíces. Jovellanos, seguido de Twiss, no tardó en acercarse al muladar y desde allí llamar al sacristán.
Era una práctica común en Sevilla, y en todo el reino en general, que la gente hiciese sus necesidades en los patios de las casas, normalmente en lugares apartados como un corral o un muladar, sobre una capa de paja que absorbiera las inmundicias. Así se lo confirmó el sacristán a Jovellanos respecto a la parroquia de Santa Catalina. En verdad que aquel parecía un lugar propicio para sorprender a alguien sin ser visto en la oscuridad. Puesto que el sacristán también confirmaba que allí se cenaba en invierno a las ocho de la tarde, al menos ya sabían además que el asesinato se había cometido no antes de las once o las doce de la noche.
—Dígame —preguntó Twiss al sacristán—, ¿el cura Andrés era un hombre de costumbres fijas?
—Claro, caballero. Todo hombre de Dios lo es. La vida de esta parroquia se rige por reglas muy severas.
—Sé lo que está pensando, Richard Twiss. —Jovellanos despidió al sacristán—. Andrés Palomino no era un monje, que tuviese su hora precisa para comer, para lavarse o para..., para cagar.
—No, pero pudiera ser que sí. El sacristán lo acaba de decir. En este recinto se participa de un espíritu de comunidad, y cada cual ha de adaptarse a los tiempos y los hábitos de los demás. Aquí vive mucha gente, demasiada para que no busque cada cual su hora más reservada.
—Está bien... Pero ya es casualidad que el asesino supiese de su costumbre nocturna de venir al muladar.
—Quizá le estaba vigilando. O quizá no necesitaba vigilarle mucho...
Nada más oír esto, Jovellanos bajó el tono de su voz, aunque enclavijó los dientes. La idea que le venía en ese momento a la cabeza era demasiado odiosa.
—¿Insinúa que alguna o algunas de las catorce personas que viven en esta parroquia pudo...?
—Pura especulación. Pura especulación...
Twiss volvió al pilón, esta vez seguido por un abrumado Jovellanos. El médico Morico bebía agua del mismo sorbiendo de una mano. Les recibió prosiguiendo su parlamento como si no se hubiese interrumpido.
—Puesto que ya han comprobado que no me equivoco en mi diagnóstico, permítame, señor alcalde, que me remita a los análisis efectuados en mi laboratorio del hospital. Para llevarlos a cabo primero busqué un cuerpo vivo donde realizarlos, es decir, un animal fuerte que pudiese resistirlos con garantías, sin que a su constitución débil pudiese achacársele ningún fallo. De modo que intenté cazar gatos, animales difíciles de matar. Pero, después de mucho intentarlo, me di cuenta de que son más difíciles de coger. Así que hube de optar por las ratas que pululan por las cocinas del hospital. Primero hice las pruebas pertinentes con el tabaco, resultando que esta es una sustancia totalmente inocua. Luego, tomando las debidas precauciones, las realicé con el mercurio. Resultando que por el baño en ese mineral a la carne de las ratas no les pasaba nada. No así bebido o por medio de vapores, una vez calentado el mercurio, que las hacía perder el seso, con brincos desmesurados y carreras atroces. Hubo una que casi me destroza el laboratorio. De las que se me escaparon de ese modo no se si habrán muerto. Pero de las que abrí puedo afirmar que su carne presentaba un aspecto natural. Por último, di a probar a la rata que me quedaba un poco de la carne jabonosa que extraje del padre Mateo. Usted perdone, señor alcalde... Al cabo de veinticuatro horas no le había pasado nada al animal. Mas, pensando y pensando, hace tres días finalmente opté por practicar en la rata una pequeña incisión y aplicar en ella la carne jabonosa que me restaba. Cuál no sería mi sorpresa cuando en menos de tres segundos la rata moría, no entre convulsiones ni corriendo, sino que simplemente caía paralizada. No con el cuerpo tieso, sino semejante al aspecto que presentaba ahí arriba el del cura Andrés, fofo, movible, como una tripa rellena de embutido. De inmediato abrí el cadáver y, tal y como me temía, su carne y su sangre se habían hecho jabonosas. ¡Por la Virgen Santa, caballeros! —exclamó Morico santiguándose—. Anda por ahí una especie de
anima pinguis
que inoculada transmite sus mortíferas propiedades sin término ninguno. La llamo
anima pinguis
en la lengua de Virgilio, porque me parece algo que vive en movimiento de alma en alma y que a la vez es mortal y graso.
Como no salían de su asombro por lo que oían, Jovellanos y Twiss decidieron permanecer en silencio. El médico bajó del pilón con un pequeño y ridículo salto. Prosiguió sus explicaciones.
—¡Ah...! Que no se me olvide. Antes, en el campanario, se sorprendían de que el cadáver no estuviese en estado más avanzado de descomposición. Ciertamente que es un fenómeno extraño. La rata que tengo diseccionada en mi laboratorio todavía no ha dado signos de echarse a perder. Me temo que pueda ser pitanza de algún gato que se me cuele por el tejado. De algún modo el
anima pinguis
retrasa la degeneración de los tejidos en los que se halla.
Richard Twiss se alejó del pilón hasta alcanzar el tronco de una de las dos higueras, la mayor. Sin decir ni una palabra, cerciorándose de que los otros le siguieran con la vista, hizo un resumen silencioso de lo acontecido la noche del 24 al 25 de enero. Señaló el tejado de un cobertizo de la casa colindante, que asomaba detrás de una alta tapia, luego indicó sus ojos y el muladar, dando a entender que el asesino había vigilado desde allí. A continuación, con el índice, fue siguiendo la forma de una gruesa rama de la higuera, que pasaba por encima del cobertizo, bajó por el tronco, cruzó el patio y volvió a señalar el muladar. Ese era el trayecto que había seguido el asesino.
—Anima pinguis
—dijo tan solo para describir el momento del crimen.
Su dedo prosiguió por el patio hasta la puerta del edificio y hasta el campanario, que desde allí se divisaba. Con una mano sobre otra ejecutó un vaivén de cortar, cargó su cabeza en un saco imaginario que se echó al hombro. Y su dedo de nuevo señaló el trayecto de vuelta por la torre, el edificio, el patio, la higuera, el techo del cobertizo de la casa vecina, hasta el desorden ominoso de los tejados de Sevilla.
Como sacudido por un latigazo, Jovellanos se enderezó súbitamente y comenzó a llamar a Fermín con poderosos gritos. Al cabo de un rato, el muchacho aparecía por la puerta del edificio, comiendo un pedazo de pan y otro de queso en aceite. El sacristán había sido pródigo ese día.
Para Fermín se reanudaron sus carreras por las calles.
Antes de salir por la puerta de la parroquia, Fermín se metió los trozos de pan y queso que le quedaban bajo la camisa y se aprestó a llevar el recado que le había encomendado su amo. Echó a correr calle de Santa Catalina abajo, torció hacia la derecha y enfiló la quebrada calle de Bustos Tavera. Pasaría como una exhalación entre el convento del Socorro y el palacio de Dueñas, dejando a la espalda San Marcos y Santa Isabel. Debía llegar a la casa que la señora marquesa Mariana de Guzmán tenía abierta en Sevilla y darle el aviso de que en aquella misma tarde, lo antes posible, se viese con su amo el señor alcalde en la catedral. No había excusa que sirviese de dilación, debía advertir. Aunque su amo se había cuidado de no hablarle de la causa de tanta premura, Fermín, que era el pillo más listo de los arrabales, sabía que guardaba relación entre el muerto hallado en el campanario y la llegada de tal noticia a oídos de Gregorio Ruiz, al otro lado del río.