El alcalde del crimen (20 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—Mi nombre es Richard Twiss, hijo de un comerciante de paños de Norfolk, que nunca conoció a James Anderson. Federico Quesada aparece ante mí como el principal sospechoso de los asesinatos, pero también creo que es un buen hombre incapaz de ello, de modo que quiero que la verdad y la sinceridad se pongan de su parte.

—Me llamo Alonso Berardi, ingeniero al servicio de la Corona, maestro de los tres grados azules del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Federico Quesada es mi hermano, y haré todo lo posible por salvarle.

A partir de ahí, roto el muro de prevenciones, la entrevista transcurrió por cauces más provechosos. Twiss contó a Berardi, a grandes rasgos, lo que se sabía acerca de los asesinatos. Y acabó haciéndole ver que todo tenía apariencia de una conjura para incriminar a Quesada. Ahora bien, no le ocultó la complejidad de la situación: puesto que Gregorio Ruiz poseía indicios de la pertenencia de Quesada a una logia masónica, él, Twiss, ahora ya no podía apelar a ellos, sus amigos, para que le sirviesen de coartada. El riesgo era mucho. Por otro lado, habría que contar con la vista gorda del Alcalde del Crimen; cosa harto difícil, en tanto que Jovellanos no era en absoluto un funcionario venal. Y había que contar, además, con la disposición de la logia, que se ponía al descubierto testificando a su favor.

—Por desgracia lleva razón en todo, señor Twiss —dijo Berardi con un tono apesadumbrado—. Todos y cada uno de los hermanos somos conscientes del riesgo que corremos, más en este reino tan oscuro. Lo que me sugiere es una imposibilidad. Debemos preservar la existencia de la Hermandad por encima de todo, a costa incluso de los mayores sacrificios. Si contásemos que Quesada estuvo con nosotros aquella noche, nos buscaríamos la perdición.

—Píenselo, Berardi. ¿Sabe lo que le aguarda a Federico si el señor alcalde no avanza mucho más de donde está, posibilidad que no es de descartar?

—Lo sé... —Berardi llenó de nuevo con la jarra los tres vasos antes de proseguir—. Ahora bien, queremos que las gentes del Alcázar también sepan que no toleraremos ninguna iniquidad. Y esto no lo tome como una amenaza. Queremos que se haga justicia, y si Federico merece ir al patíbulo, que vaya.

Juana apuró de nuevo su vaso de dos tragos. El patio del cortijo comenzó a temblar delante de su vista, y su lengua adquirió todavía más agilidad que de costumbre en ella.

—Miserables cuellos los de esos hermanos... El de ella retorcido bajo una parra, y el de él..., el de él roto en el garrote vil...

Twiss hizo una señal al joven Eugenio para que se llevase a Juana de allí. El muchacho le ayudó a levantarse, alejándola hasta uno de los palos del alero. Hizo que la achispada Juana se sentara en una piedra para que el aire fresco de la noche abofetease sus mejillas. Las palabras pronunciadas por la actriz, por el vivido dramatismo que hacían presagiar, sirvieron como acicate para ambos hombres, que rebuscaron en sus cabezas algo que no fuese mera fatalidad.

—Dígame, Berardi, si a Federico se la tenían jurada desde hacía años, ¿se le ocurre algo que explique el que hayan llevado su venganza precisamente ahora? ¿Ha habido algo nuevo en su vida que les haya podido decidir a dar ese paso?

Berardi se exprimió las ideas y los recuerdos con desespero.

—Federico cada día es más popular en la ciudad, cada día más peligroso para algunos... Quizá sin saberlo ha llegado a traspasar un límite que no haya advertido. ¿Sabe cuál es su gran defecto? Federico es valiente, sí, pero también muy charlatán, muy fanfarrón. Últimamente en nuestras reuniones se exaltaba mucho. Decía que se acercaban tiempos tumultuosos. Que había intimado con alguien que le hablaba de los hermanos Gracos y de Catilina, y que le había augurado una rebelión en Sevilla igual que la encabezada por Espartaco. ¿Se da cuenta qué disparates? Y todo ello lo decía en contra de nuestros principios, que, como sabe, son de espíritu pacífico.

Twiss trató de disimular una repentina excitación. Eso de la revuelta de Espartaco era muy sugerente. Tuvo la sensación de haber dado de soslayo con aquello que animaba su viaje meridional, cosa que, pensándolo bien, no era nada inverosímil. En buena lógica no podían ser otros que masones o afines quienes estuviesen detrás de lo que buscaba. Por un capricho del destino, acaso Quesada era la llave para su fracaso o su éxito. Todo era cuestión de indagar con más agudeza.

—¿Sugirió Federico alguna vez quién era ese
alguien?

—No. Si le conoce sabrá que cuando no quiere decir algo no lo dice, ni siquiera borracho. Me lo imagino en La Tinaja del castillo. Ruiz no podría sacarle nada aun usando todas sus infernales artes.

—Perdóneme que insista, ¿no podría ser alguien de su logia?

—No creo. Como podrá imaginarse, no somos muchos en Sevilla. Los conozco a todos bien. Sé que cada cual tiene sus ideas particulares sobre cómo actuar, pero me consta que nadie se desvía lo más mínimo de los propósitos pacíficos y especulativos que animan al Rito del Gran Oriente.

—Tal vez... Aunque puede ser que no todo el mundo siga ese rito con sinceridad. Usted debe saber que la masonería británica, de la que derivan todas las demás, está dividida entre jacobitas y orangistas, y que muchos de los primeros se exiliaron junto a Jacobo II a Francia. Siguen escrupulosamente la doctrina del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, que no se diferencia en esencia del Rito Inglés. Sin embargo, algunos de sus miembros fundaron la Gran Logia de Francia, mucho antes incluso del libro de las
Constituciones
de Anderson. Y le puedo asegurar que sus propósitos están lejos de ser meramente especulativos e iniciáticos. Se me ocurre pensar que ese
alguien
puede llevar una doble obediencia. Una obediencia al rito de ustedes, y otra al mucho más exaltado de la Gran Logia de Francia.

—Observo que sabe mucho sobre la francmasonería. Pero, perdóneme, no consigo ver la relación entre los asesinatos de Quesada con los hipotéticos contactos entre ese
alguien
y las gentes de Francia.

—Yo tampoco, por ahora. Imagino que Quesada sería para él un mero instrumento, al igual que lo sería toda su logia de cara al exterior. Por eso mismo sería muy conveniente desenmascarar a ese anónimo
maestro
que parece velar más por los intereses de sus hermanos allende los Pirineos que de los de aquí. A menos que no se le pueda desenmascarar...

El rostro amable de Alonso Berardi adquirió de repente una expresión dura.

—¿Qué pretende decir? ¿No pensará que yo...?

—No, por favor... Un hombre que, siendo quien es, expone a su hijo y que se arriesga a entrevistarse con un desconocido como yo no creo que ande en aventuras más arriesgadas de lo conveniente. Aunque, le repito, no estaría de más que vigilase a algunos de sus hermanos que considere más
raros.
Le agradecería que si descubre algo me lo comunicase. Ya vería yo la forma de convencer a Jovellanos de actuar contra él, o ellos, sin perjudicar al resto. Sería por el bien de su logia, Berardi, y, sobre todo, por la vida de Quesada.

—Veré qué puedo hacer. Si descubro algo ya se lo comunicaré.

—El tiempo apremia.

Twiss y Juana pasaron el resto de la noche mal que bien echados sobre unos sacos del cobertizo. Antes del amanecer emprendieron el regreso a Sevilla. A Juana le dolía la cabeza, molestándole incluso el roce de la capucha. Twiss se despidió con afecto de Alonso Berardi.

—Usted sería un buen hermano —le dijo Berardi, ya montado él en su caballo—. ¿Por qué no se une a la francmasonería?

—Lo siento, señor. A pesar de ser inglés, cualquier club de más de un miembro me repele. De todas formas, si cambio de idea volveré.

—Aquí no nos encontrará.

—Entiendo...

Ya en la ciudad, Twiss dejó a Juana en su casa al cuidado de doña Irene. Poco después llegaba al palacio de Francisco de Bruna con la intención de descansar un buen rato en una cama decente. Se encontró con su anfitrión en una galería que daba al patio central. Iba cargado de papeles para la inminente reunión del Cabildo, hacia donde se dirigía. Le preguntó por Alonso Berardi.

—Pues claro que sé quién es —respondió Bruna—. En Sevilla todo el mundo lo sabe.

Resultaba que a Berardi se le conocía por el
genovés,
aunque no descendía de emigrantes genoveses como tantos italianos de Sevilla que se habían establecido de comerciantes o artistas en su época de esplendor, sino de florentinos. En efecto, confirmó el dueño de la casa, Berardi era ingeniero al servicio de la Corona. Había colaborado en la finalización del edificio de la Fábrica de Tabacos y, posteriormente, en el adecentamiento de las conducciones de agua que abastecían a la ciudad. Ahora estaba al frente de unas brigadas de esclavos berberiscos de África que dragaban de continuo el cauce del río para impedir su estrangulamiento por los sedimentos que arrastraba. Y a veces se encargaba de rescatar aquellos navíos que encallaban pese a las dragas y las precauciones.

Twiss se congratuló por haber conocido a alguien de un origen social parecido al suyo, y de un oficio tan sugerente. Sonrió para sí. Berardi arriesgaba el pellejo en pos de un ideal de tolerancia y, paradójicamente, tenía que hacerse obedecer por esclavos del Estado. Bien —se dijo—, pensando en tal entrevista se dormiría con rapidez.

Sin embargo, se disponía a entrar en su cuarto cuando vio que Fermín venía hacia él corriendo; como siempre, sudoroso y jadeante. El muchacho se apoyó en la pared para respirar mejor. Twiss supuso a qué se debía su inesperada visita.

—¿Qué quiere a esta hora el señor alcalde?

Fermín respondió con una voz entrecortada, bañada por un tono de alarma.

—Los
piscatores...
—sacó la lengua—. Los
piscatores...

—¿Los
piscatores?
Será mejor que recuperes el resuello mientras me lavo y me afeito. Luego me explicarás eso de los
piscatores.

No acababa de traspasar Twiss el umbral de su dormitorio cuando ya Fermín había echado de nuevo a correr. Subió de tres en tres los peldaños por la primera escalera que encontró. Aprovecharía esos minutos para ver a Hogg.

En ese mismo momento Jovellanos cruzaba por la puerta principal del caserón de Mariana de Guzmán. Entregó su capote y su sombrero a un criado, mientras que el mayordomo, acto seguido, le conducía a los aposentos de su ama en la planta alta. Era la primera vez que pisaba esa casa; de la que, por supuesto, no había recibido ofrecimiento. Ya en la luminosa planta superior, se inquietó cuando el mayordomo le llevaba por una cámara y luego por otra. De vez en cuando se cruzaban con alguna que otra criada, sí, pero no daban con la señora. Sus temores se vieron confirmados cuando el mayordomo abrió una puerta lacada en blanco y le anunció. Era la alcoba de ella. El motivo de su aprensión se presentaba muy confuso en su ánimo. Llegar hasta allí y entrar, en la estancia donde aquella dama se acostaba, le parecía una osadía inaceptable en un caballero como él, aunque hubiese soñado con ese momento tantas noches. Por otro lado, ya que había sido informado de que la señora estaba enferma, supuso que su afección era más grave de lo imaginado, y esa posibilidad le empujaba a continuar hasta donde fuese y pese a cualquier cortesía.

La alcoba era muy grande, con dos ventanas a ambos lados. Por sus visillos y encajes penetraba una luz suave y algodonosa que recargaba el aire con una especie de niebla. En el centro se alzaba una enorme cama con dosel, del que pendían cortinas recogidas y velos extendidos. A través de ellos pudo distinguir a Mariana, medio recostada sobre grandes almohadas y mullidos cojines. A su lado, de pie, se hallaba el médico Morico, que le tomaba el pulso a la vista de su reloj de bolsillo.

—Acérquese, don Gaspar... —oyó la voz aterciopelada de Mariana—. Lo que me aqueja no es contagioso.

Al dar los primeros pasos, Jovellanos se apercibió del olor penetrante y aromático que lo invadía todo. Giró la cabeza y vio que a su lado, de detrás de un biombo decorado con motivos chinos tan de moda, surgía un vapor denso; sin duda que procedente de un sahumerio, fuente del aroma y de la niebla. Mariana estaba vestida con un recatado camisón rosa y adornaban su cabellera una cofia con lazo y florecillas. Jovellanos, instintiva, cortésmente, con pasión contenida, tomó la mano de ella y la besó en señal de respeto.

—Señora marquesa... Está enferma... Espero que...

—Oh, no se preocupe... —dijo ella con una sonrisa de una suavidad tal que Jovellanos se sintió castigado—. Estas ojeras y esta palidez ya desaparecerán.

Él estuvo por decirle que jamás debía suceder tal cosa, porque aquellas ojeras y aquella palidez transformaban su belleza en algo sublime. Pero no dijo nada. Mariana dejó que Domingo Morico explicase el mal que padecía. El hombrecillo se aprestó a hablar entonando su voz con carraspeos, como si fuese a dar una lección magistral.

El mal que aquejaba a la señora marquesa no era otra cosa que asma, un asma que de cuando en cuando atacaba sus pulmones, y que debía combatir con inhalaciones de hierbas medicinales. Según él, que conocía a la señora desde su más tierna infancia, el asma era una enfermedad producto de la juventud. En su opinión, desaparecería en cuanto su sangre se reforzase con la agitación interna de la primera preñez. Dicho esto, dándose cuenta Morico de que quizá se había extralimitado, enrojeció de turbación y se giró para trastear fútilmente en su maletín colocado sobre un bargueño.

Jovellanos se alegró de que no fuese una enfermedad peor, y, como si fuera el padre o el hermano mayor de ella, la animó a que siguiese todas las prescripciones del médico. Mariana asintió callada, mientras que él, incómodo por tratar temas tan personales, cambió con rapidez la dirección de la conversación.

—Su criado también me ha hablado de algo grave respecto a
El Único Piscator...

—Ay, caballero... Las mujeres tenemos que estar atentas a los detalles importantes de la vida, mientras que ustedes los hombres andan por las nubes. Pues bien, anoche, no teniendo yo fuerzas para leer por mi cuenta, una de las doncellas me entretuvo leyéndome cosas banales, papeluchos que tanto gustan a los criados. Y no tuvo más ocurrencia que leer
El Único Piscator
de este año. ¿Y qué cree usted que viene en su sección titulada «Vaticinios de la noche que son del amanecer»? Lea...

Le pasó un cuadernillo que estaba abierto sobre la colcha.

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