El alcalde del crimen (81 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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Pasaban los minutos, continuaban observando las aguas desde la maroma, pero Herradura no emergía.

—Se ha ahogado —afirmó uno de los Rubio—. El río baja muy crecido.

—Sí. Debe de estar lloviendo fuerte por Córdoba —señaló el otro.

—¿No flotan los ahogados? —preguntó Jovellanos.

—No, hasta que se hinchan... —contestó Twiss—. En todo caso, o se lo ha llevado la corriente, o ha quedado atrapado bajo la superficie. Voy a comprobarlo.

Dicho y hecho por su parte. Se buscó un cabo en una de las barcas de la orilla, que se ató Twiss a su cintura. Asegurando los gemelos el cabo, Twiss se zambulló en el Guadalquivir. El agua bajaba no muy fría, pero sí bastante turbia, de forma que apenas se veía más allá de dos brazadas. Además arrastraba abundante ramaje, el cual, traicionero en su devenir, podía engancharse en su cuerpo e impedirle volver a la superficie. Descendió todo lo más que pudo, hasta casi tocar el lecho legamoso del cauce. No atinaba a vislumbrar un bulto que se asemejase a un cuerpo humano. Regresó a tomar aire y repitió la inmersión por dos veces más. Sus gestos negativos no hacían más que aumentar la decepción de los del puente.

—Necesitamos su cuerpo, o será como si siguiese vivo —aseveró Jovellanos en cuclillas, al borde de los tablones.

Se izó a Twiss. No tardó en mostrar a Jovellanos algo que había hallado flotando entre el ramaje varado en torno a los cascos de las barcas. Era una nariz hueca y gruesa de forma, de caucho, pero de un caucho consistente y duro, aunque flexible, diferente al que poseía Morico.

—¡Dios santo! —exclamó Gutiérrez al verla—. Es la viva nariz de Chacho Pico.

—Parte del disfraz de ese canalla... —comentó Jovellanos.

Twiss se puso la nariz debajo de la suya propia. Olió el objeto profundamente, con los ojos cerrados.

—Huele a la sustancia que compone el traje del
interfector.
Igual al caucho que llevaba Morico pegado a su cara en la catedral —afirmó—. Pero también tiene un aroma mineral, como a azufre...

Al oír eso, Gutiérrez, los Rubio y los granaderos retrocedieron un paso, con gran aprensión en sus rostros. Jovellanos, con genio, arrebató de la mano de Twiss la nariz falsa y la guardó en su chupa.

—¡Grrr...! —gruñó—, ¡Maldita la gracia que tiene si es una broma suya, señor Twiss! No se le ocurra mentar de nuevo el azufre en este asunto.

El inglés puso los ojos como platos, asombrado por lo que oía.

—Pe..., pero si es verdad...

No dio tiempo a más comentarios, porque de inmediato los gritos de unos soldados reclamaron su atención río abajo, a unos cien pasos del puente. Se precipitaron hacia allí. Los granaderos señalaban algo que flotaba entre unos botes y las plantas de la orilla, enganchado en el ramaje que arrastraba la corriente. Uno de ellos se hizo con el objeto por medio de la bayoneta de su fusil. Era la casaca de pellejos robada a Chacho Pico por el
interfector.
Resultaba evidente que, de alguna manera difícil de imaginar, José de Herradura se había desprendido de ella estando inmerso en el agua.

—¿Por qué habría de hacer algo así ese canalla? —se preguntó Jovellanos en voz alta, esperando que alguien le diese una respuesta coherente con la que le daba su propia razón. Los Rubio lo hicieron con aquella que parecía más lógica.

—Se ha deshecho de la casaca para no verse lastrado.

—Para nadar mejor, más bien —aseveró el hermano—. Pero no le hemos visto salir a flote.

—Eso es —repuso Jovellanos con una expresión equívoca, aliviada por confirmar sus supuestos racionales pero preocupada por la consecuencia a que conducía—. Pero una cosa no excluye la otra. Tal vez se ha librado de estorbos para nadar mejor y, sin embargo, un remolino o una rama le ha atrapado, le ha impedido renovar el aire y, a la postre, se ha ahogado. Caballeros, tenemos que dragar el río palmo a palmo, aunque tengamos que llegar a su desembocadura.

Twiss, que estaba empapado hasta los tuétanos, temiéndose que la Providencia no podía acabar tan fácilmente con un diablo como Herradura, vino a complicar aún más el asunto.

—Usted perdone, don Gaspar. Me temo que el
interfector
puede seguir bajo la superficie, pero tan vivo como nosotros. Recuerde lo que dijo Berardi sobre la campana de Cadaqués. Es cierto que esa campana submarina ha de gobernarse desde la cubierta de un barco por medio de cabos y poleas. Pero existe un artilugio similar que no...

—¡Espere, espere...! —Jovellanos le interrumpió y le señaló con ambos índices—. ¿Está sugiriendo que José de Herradura tenía previsto que le descubriríamos, que le seguiríamos hasta aquí, y que aquí, en consecuencia, debía tener oculto ese otro modo de escapada?

—No, no... No es que lo tuviese previsto así concretamente, sino que contaba con tal eventualidad. No debemos engañarnos. Ese condenado piensa por cien hombres. ¿No ha dado hoy pruebas más que suficientes de ello?

Jovellanos agachó la cabeza y la meneó asintiendo, rendido ante esa posibilidad.

—Es usted tan fantasioso como Morico...

Twiss prosiguió.

—Como le decía, existe otro artilugio para respirar y moverse bajo el agua. Lo perfeccionó el inglés Edmund Haley hace varias décadas. Consiste en una campana individual con su propio depósito de aire, con contrapesos. Está concebido para que el buzo camine por el lecho de las aguas a voluntad. En este caso muy bien podía haber estado amarrado a una de esas barcas, bajo el puente, al abrigo de cualquier mirada y en espera de ser usada. Si fuese así, ahora quizá Herradura ya ande lejos de nosotros.

—¿Cuánto podría aguantar bajo el agua? —preguntó Jovellanos.

—No creo que pasase de diez minutos.

—¡Entonces busquemos! ¡Busquemos por ambas riberas! —exclamó un Gutiérrez cada vez más colérico levantando su sable sobre todas las cabezas.

Antes de que comenzase el despliegue varios disparos lejanos detuvieron a todos y les obligaron a dirigir sus miradas hacia el sur. Habían sonado por la zona del puerto de las Muelas, o por la puerta de Jerez, o quizá cerca de la torre del Oro, en todo caso no muy lejos del río. Los del grupo cruzaron sus miradas por un instante. El mismo pensamiento pasaba por sus cabezas. Así pues, sin mediar palabra alguna, de nuevo emprendieron una vertiginosa carrera.

Capítulo 30

Lo que encontraron alrededor de la puerta de Jerez los dejó abatidos por unos momentos. Ni mucho menos el
interfector
había sido sorprendido saliendo del río, como habían esperado, sino que en lugar de ello una compañía de granaderos se las veía y se las deseaba para mantener a raya a una agitada multitud. El humo acre de la pólvora, como todo el aire de la ciudad, flotaba por allí sin elevarse, envolviendo a soldados y civiles. Por supuesto que no se trataba de los amotinados, aunque aquel tumulto pudiera degenerar eventualmente en otro motín. Eran gentes de los barrios de la Carretería y de la Cestería y del arrabal del puerto. La mayoría eran empleados de la Corona, trabajadores de las fábricas y comerciantes de los almacenes de aquella zona de la ciudad. Jóvenes, viejos, mujeres, y niños incluso. Jovellanos conocía a muchos. De entre ellos le llamó poderosamente la atención Bienvenida, la viuda de Federico Quesada, con su hijo de dos meses en brazos.

La multitud se había arremolinado en torno a la puerta, esgrimiendo herramientas de trabajo y palos, profiriendo amenazas e invectivas. Enfrente, entre los fusiles y ellos, se encontraba el capitán Moya, que a duras penas hacía oír sus órdenes y advertencias. El afán de la gente consistía en traspasar la muralla tal y como iban, armados y en banda, y la obligación del oficial era impedírselo, hacerles desistir de sus agresivas intenciones. Daba la sensación de que Moya no podría contenerlos por más tiempo sin tener que usar la fuerza, y no parecía muy entusiasmado con la idea.

Sin embargo, en cuanto los revoltosos se apercibieron de la llegada paulatina de los hombres de Gutiérrez, pareció que se arredraban y que retrocedían unos pasos. Bastó a los recién llegados hilar unos gritos con otros para hacerse una idea de lo que pretendía aquella enfurecida gente: pasar a la ciudad y dar un escarmiento a los amotinados del Cabildo, a sus jefes, al clero en general. Jovellanos pensó que más valía olvidarse por ahora de la suerte que hubiese podido correr Herradura y, estando allí, frenar lo que podía convertirse en un nuevo desastre.

Había una pila de barriles pegada a la muralla, a pocos pasos de la puerta. A Jovellanos se le ocurrió subirse a uno de ellos y hacerse ver por todos. Aprovechándose del predicamento que ejercía sobre muchas de aquellas personas, del respeto que había infundido a su cargo durante sus años de ejercicio en Sevilla, intentaría aplacar los ánimos y hacer entrar en razón a gente que consideraba de por sí pacífica y laboriosa. Así fue que en cuanto la muchedumbre le vio destacarse por encima de los tricornios azules de los granaderos comenzó a acallarse, hasta que se hizo un denso silencio.

—¿Es que ya no se ha quebrado la ley lo suficiente en Sevilla? —preguntó a viva voz mirando de un lado a otro sobre los cientos de cabezas que le observaban—. ¿Qué es lo que se proponen, matar y quemar e igualarse con todos aquellos que se han levantado en armas contra la autoridad del rey? Denme una sola razón por la que vecinos de todos ustedes merezcan que les hagan aquello que gritan, y yo mismo pediré al capitán Moya que les deje paso.

No tardaron en responderle un sinnúmero de gargantas. De entre ellas se destacaba la del trabajador de la fundición que se enfrentara a la mujerona del corral del Agua, y de alguien a quien Jovellanos también conocía de manera superficial: un contador de la Fábrica de Extracto de Regaliz llamado Perea, joven y vestido a la francesa con colores pardos.

—¡Hemos vivido cuatro días escondidos, señor alcalde, o refugiados en el Alcázar o en este arrabal fuera de la muralla! —replicó el de la fundición—. ¡No hemos dormido pensando que Ruiz y los suyos asaltarían nuestras casas y se nos llevarían a rastras! ¡Sabemos que lo ha hecho con muchos otros! ¡Pero ahora ha llegado nuestro turno...!

Un clamor apoyó estas palabras. Mientras, el contador Perea avanzó unos pasos entre los cuerpos que le rodeaban y gritó con una voz tan vibrante que acalló de inmediato a las demás:

—¡Yo le voy a dar la mejor razón, señor alcalde! ¡Miedo! ¡El miedo que nos han hecho padecer durante toda la vida! ¿Cuántos no han entrado en el castillo de Triana y no han vuelto a salir? ¿Cuántos no se han consumido entre las llamas en el prado de San Sebastián? Durante toda una vida se lo hemos consentido. Por miedo, pero también porque nos parecía acorde con la ley, algo muy natural, que ni siquiera los ilustrados y finos caballeros del Alcázar se atrevían a poner en duda. Pero ya no necesitamos a ningún petimetre que nos diga lo que tenemos que pensar o cómo actuar. El miedo nos ha dado valor para levantarnos por fin nosotros solos. ¡Los del Cabildo, los del castillo, los de los conventos, hoy todos ellos son los que se esconden en sus casas, y vamos a sacarlos de ellas por el fuego! ¡El miedo debe seguir siendo suyo!

Dicho eso, fue secundado por un nuevo estallido de gritos, que insistían en sus agresivas pretensiones. Jovellanos replicó con no menor fuerza, a pesar de la cual sus palabras tardaron en hacerse oír, hasta que el furor comenzó a ahogarse.

—¡Escuchad! ¡Atended...! ¡No os dejéis arrastrar por palabras insensatas! El miedo es de los cobardes, y distingue sobre todo a aquellos que lo provocan. El miedo esclaviza a todos los hombres que caen bajo su peso. No se puede aterrorizar a los adversarios, a los que creen y piensan de otra forma y esperar que a continuación la vida sea más soportable. Porque no es así. El miedo arrastra, no tiene límites una vez que se ha puesto en marcha. Si echaseis de la ciudad a la gente del Cabildo a sangre y fuego, ¿quién os aseguraría que el asunto se iba a parar ahí? Siempre habría alguien que no estaría conforme con la situación creada, por exceso o por defecto, es igual. Surgirían nuevos frustrados y descontentos que intentarían imponerse sobre los que antaño fueron sus compañeros. ¿Y cómo lo harían? Otra vez con violencia, por medio del miedo. Reflexionad. Pensad que la ley, por muy imperfecta que sea, es la mejor garantía contra los abusos, ya que de lo contrario siempre se impone el fuerte sobre el débil. ¡Y usted, Perea...! —Señaló al contador, sustrayéndole por unos instantes de la protección de la masa—. Usted es un hombre culto. Sin duda que conoce lo ocurrido con los anabaptistas en Münster, o con Masaniello en Nápoles. En lugar de empujar a toda esta gente al precipicio, debería saber que, al igual que en esos casos, las buenas intenciones ejecutadas por medios desmesurados acaban por volverse contra sus protagonistas. Conteste, ¿por qué quiere abrir la espita de la sangre y el fuego en Sevilla?

Los que rodeaban a Perea le miraron. No tardó en replicar con una voz cortante como el látigo en la piel.

—¡Ah, si hubiese estado en esos sitios, ya lo creo que hubiese apoyado a los que se levantaron! Aunque penda sobre el pueblo el fracaso, siempre merece la pena luchar por una causa justa, porque nadie más va a luchar por lo suyo. Usted y todos esos del Alcázar bien viven. Preocupados por nosotros pero tranquilos por sí mismos, pues saben que si no es en Sevilla en otras partes tendrán seguras sus tertulias, sus libros mientras sorben café a la turca, y sus novedades de París. ¿Pero y nosotros? ¿Qué va a ser de nosotros cuando encarcelen a Olavide?

Esa misma pregunta se la hicieron al momento cientos de gargantas. Los granaderos, con sus fusiles atravesados, hubieron de contener otra vez a la multitud, a fin de que no los arrinconasen bajo la puerta con el empuje de la reavivada indignación. Jovellanos reconoció para sus adentros que ese tipo, por muy joven que fuese, sabía tocar con maña y a tiempo las fibras sensibles de aquellas gentes.

—¡Eso no es cierto! ¡Es un bulo difundido por los amotinados para minar nuestra moral! —exclamó Moya sable en mano detrás de sus hombres.

—¡Es la verdad! —replicó el de la fundición—. ¡A nosotros nos lo ha dicho alguien que jamás nos mentiría! ¡El ánima de Federico Quesada es más noble que todos los duques del reino juntos!

Moya se giró aturdido, a cruzar su mirada con la de Jovellanos, como si esperase un argumento sensato con el que responder. Pero este buscó a su vez la mirada de Twiss a su lado, quien, como él, pensó en otra de las artimañas del
interfector.

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