El alcalde del crimen (80 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—Bien hecho, Chacho Pico. —Jovellanos sintió cierta aprensión al pronunciar su nombre—. El médico Morico estará encantado de que los lleve a su hospital. Pero antes va a tener que cargar con otro pasajero. En peor estado...

Los soldados se apartaron y dejaron ver el cadáver de Ruiz. Chacho Pico se aproximó y lo estuvo observando.

—Hum... Los he visto peores, señor alcalde. Este al menos está entero —dijo Pico sin impresionarse por la identidad del difunto.

A continuación, con una fuerza y una habilidad pasmosas, se cargó el cuerpo al hombro y lo colocó en el carro, ocultándolo de la vista bajo la lona. Subido en aquella caja, entre varias de sus víctimas, el mayor verdugo haría su último viaje. Acto seguido, en apretada y atenta columna todos, emprendieron el camino hacia el hospital de la Caridad.

Ya allí, depositaron el cadáver en un cuarto adjunto a la gran sala donde se acogía a los enfermos. Chacho Pico lo dejó en una mesa de mármol, sobre la que caían los rayos de luz que penetraban por un único ventanuco casi al nivel del alto techo. Pegada a la pared, en la penumbra, había otra mesa, con una sábana que cubría lo que se antojaba otro cuerpo extendido. Sin duda que aquel cuarto tan apartado era el sitio donde Morico practicaba sus autopsias prohibidas.

Nada más desaparecer los soldados siguiendo la estela olorosa de Chacho Pico, Jovellanos preguntó por aquel cuerpo tapado.

—Usted sabe que soy un hombre de ciencia, señor alcalde —se explicó Morico—. Hay cosas que necesito explorar en las entrañas, y para ello he de aprovechar las oportunidades que se me presenten...

—Le pregunto quién es, Morico, y no por qué está ahí. Será mejor que levante esa sábana.

—Por si el
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ya se encuentra aquí... —recalcó Twiss guasón, aunque se llevó una mano a la culata de una de sus pistolas.

—¡Mis muertos se hallan bien muertos! —exclamó Morico como escandalizado de que se pusiese en duda su profesionalidad.

Luego, tembloroso, descorrió el blanco lienzo. La sorpresa que se llevaron Jovellanos y Twiss fue mayúscula, tanto que apenas podía salir sonido alguno de sus bocas. Ante ellos apareció el cadáver de Antonio Barral, degollado, pero también con un tajo que le abría en canal, aunque ya estaba cosido. Viendo Morico que Jovellanos podría estallar de indignación, se apresuró a dar explicaciones.

—No me mire así, señor alcalde... No he hecho nada ilegal. Este cuerpo no lo he sustraído de ninguna iglesia. Recuerde que Barral era actor, y que no podía ser enterrado en tierra consagrada, al contrario que sus seis compañeros de infortunio. ¿Sabe dónde lo habían enterrado? A media legua de aquí, en pleno campo, cerca del Tamarguillo. No tenía ni siquiera una cruz sobre su hoyo...

—Y... ¿y usted ha podido llegar hasta allí? —dijo por fin Jovellanos.

—Lo habrá hecho disfrazado —comentó Twiss con malicia.

—¡No tiene ninguna gracia, señor Twiss...! —Morico volvió a cubrir el cadáver con gesto huraño—. Por supuesto que me he buscado ayuda. Para este menester no había otro mejor que Chacho Pico, él podía moverse por donde quisiera con lo que quisiera, que nadie le iba a poner ningún impedimento. Mis buenos reales que me han valido...

Jovellanos cerró los ojos y respiró hondo. Pensó que no era cuestión de hacer de aquello un drama con todo lo que tenían encima.

—Está bien, Morico... Pero que sea la última vez que exhuma cuerpos sin autorización judicial.

—¡Ya veremos lo que nos depara el futuro! —exclamó el médico con un genio que azaró por un instante a sus acompañantes—. ¡A la ciencia no se le pueden poner barreras de escrupulosos!

Dicho eso, salió del cuarto todo enfadado, dejando un reguero de exabruptos ininteligibles. Solos ya, Jovellanos y Twiss echaron un último vistazo al escenario de su trampa antes de abandonar ellos también la lóbrega estancia.

—Ese parece un buen agujero para colarse desde el tejado —comentó Twiss señalando el ventanuco con la vista.

—Sí. Dejémosle la trampa abierta.

—¿Y si en lugar de por ahí entra por un medio que no podemos ni imaginar?

—Vamos a vencer su imaginación, Twiss. Ahora disponemos de los suficientes hombres para que no se pose una mosca en el hospital sin que lo advirtamos. Para esta noche habremos colocado un vigía cada cinco pasos de la manzana.

—¿Seguro que lo va a intentar por la noche?

—¿Es que piensa que Herradura nos va a facilitar las cosas?

Dejaron el cuarto y cruzaron la gran sala de los enfermos por el pasillo que formaban dos hileras de camastros. Morico, ayudado por sus enfermeros, se afanaba en atender las heridas de los infelices rescatados en la Audiencia. Chacho Pico, indiferente a los lamentos de los dolientes y a sus aparatosos vendajes, sentado en un camastro desocupado se entretenía en comer de su alimento habitual: pan negro con morcilla. Saludó a los caballeros cuando pasaron delante. Jovellanos pensó, conociendo a Morico, que seguramente estaba esperando todavía el pago por sus servicios. La pareja se detuvo antes de llegar al patio, se volvió y observó la nave.

—Pondremos dos hombres en el exterior de cada una de esas cuatro ventanas —señaló Jovellanos—. Y cuatro más en el tejado adonde va a dar el ventanuco.

—No estaría de más que hubiese alguien dentro de la sala.

—Por supuesto, señor Twiss. Aquí vamos a pernoctar nosotros, acompañados también de los Rubio.

Twiss se rascó debajo de la coleta, miró detenidamente a las más de treinta personas que ocupaban la estancia y luego resopló.

—Si Herradura viniese, demostraría que la maquinaria de causas y efectos que gobiernan el mundo es inexorable. Y que, por encima de nuestra inteligencia, nos obliga a actuar de determinada forma, aunque nos demos cuenta de que nos conduce a la perdición. Si ese miserable viniese se comportaría como el autómata turco de Morico.

—Vendrá.

En el patio se les unió el teniente Gutiérrez. Mientras los soldados se refrescaban con el agua de las dos fuentes, los tres anduvieron de un lugar para otro estudiando el recinto. Fueron estableciendo los puntos en los que se pondrían vigías, la forma de acceder a ellos y cómo debería actuar cada cual.

—Han de dejarle pasar —advirtió Jovellanos, observando los tejados desde la galería que dividía el patio en dos cuerpos—. Ya nos encargaremos abajo de caer sobre Herradura.

Gutiérrez expresó su parecer.

—¿Y si en el último momento recula y huye? El miedo puede vencer a su osadía.

—En mi opinión deberíamos disparar a cualquier cosa que se mueva. Al menor indicio de una presencia extraña —dijo Twiss también.

—No, mi aguerrido viajero —replicó Jovellanos—. Si huyera antes de tiempo, se daría la alarma. Así pues, para tal circunstancia dispondremos de un segundo anillo de gente por fuera de la manzana. Tenemos que correr el riesgo de que pueda escapar siempre que haya una posibilidad de atraparle vivo o herido. Si el
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desapareciese o muriese lejos, sin que jamás lo supiésemos, sería la peor desgracia para Sevilla. El fantasma de ese individuo, su amenaza, atenazaría a todos sus habitantes a lo largo de decenios.

Regresaron al patio. El carro de la muerte cruzó por delante de ellos camino de la salida. Chacho Pico saludó a Jovellanos llevándose una mano al filo del ala de su enorme chambergo, y a continuación arreó a la mula con un batir de riendas. Llamaron a los hermanos Rubio para ponerles al tanto de los planes. Los gemelos mostraron cierta aprensión por tener que pasar una noche al lado de varios muertos, pero la idea de atrapar por fin al asesino insufló renovado ánimo en sus espíritus juveniles.

Estaba el grupo en ese menester, cuando llamaron su atención unos fuertes quejidos provenientes de la sala de los enfermos. Al poco apareció por la puerta uno de los rescatados de la Audiencia. Iba tambaleándose, con la cabeza vendada, con una expresión de terror, seguido por un Morico que trataba en vano de hacerle regresar. Se dirigió a Jovellanos con los brazos extendidos hacia él, y este salió a su encuentro.

—¡Señor alcalde...! —dijo temblando—. Yo..., yo... Me han humillado, me han torturado tanto... Quería escupir en la cara de... de Ruiz... y...

—¿Y qué? ¿Y qué...? —preguntó Jovellanos, contagiado por la tensión.

—¡Y..., y he entrado en el cuarto..., y he visto que no tiene cabeza...! ¡Chacho Pico, Chacho Pico...! —Señaló hacia la puerta del hospital.

Poco después Jovellanos se veía corriendo por la calle, regido más por impulsos instintivos que por la razón. Herradura había estado delante de él, de todos, hablando, comiendo, aguardando y presto a decapitar al inquisidor con toda impunidad. El reloj había vuelto a sus manos. En realidad siempre había estado consigo, y ellos, como siempre, actuaban por designio suyo. ¿Hacia dónde iban ahora corriendo si no a donde él quería? El raciocinio le decía que parase, que se detuviese a reflexionar porque aquello era inútil. Pero no, el instinto, el odio y el deseo de venganza por un ser tal le impulsaba a correr. Corría hacia el tañido de la campana del carro, que sus oídos, aguzados igual a los de una fiera, sentían nítidos a pesar de rebotar sin concierto entre las nubes y la ciudad maldita. Detrás de él seguía el resto de la jauría. Unos disparos al aire habían alertado a toda la tropa de los alrededores, que se precipitaba por calles y callejas hacia el norte como una marea de tricornios, sables y fusiles.

Localizaron el carro de la muerte cuando enfilaba la calle de la Rosa. Chacho Pico, es decir, el
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dejó las riendas, se volvió, sonrió a sus perseguidores y, de debajo de la lona, extrajo su negro saco, con la forma redonda de la cabeza de su interior. A continuación, con su botín a cuestas, saltó del carro y se perdió detrás de la mula. Poco después el grupo y los soldados alcanzaban el carruaje, el cual, astutamente parado para que bloquease la calle, hubieron de sortear colándose por los angostos laterales que quedaban entre las paredes o trepando por él, evitando las coces de la bestia excitada.

Jovellanos y Twiss, seguidos de los demás, salieron del barrio de la Carretería y fueron a desembocar al arrabal del Baratillo. Ante sus ojos apareció el peor panorama que podían esperar: un enjambre de chozas, tenderetes, corrales hechos con palos cruzados, pilas de leña, montones de ropa, o, simplemente muebles rotos. Extendido entre las murallas y la plaza de toros, el Baratillo era el lugar adonde iba a parar todo lo viejo de Sevilla, el lugar donde se encerraban a los toros de las corridas, el lugar donde cientos de buhoneros y tratantes malvivían entre el estiércol de ganado y jaulas de gallinas o conejos. Jovellanos y Twiss, flanqueados por los gemelos, se internaron entre aquella maraña con todos sus sentidos alerta, con sus armas dispuestas. Por detrás les seguía Gutiérrez, que ordenó a sus hombres que se desplegasen en un amplio abanico.

Sin duda que, después de lo ocurrido en la plaza de San Francisco, aquel no era un día normal en el Baratillo. Habitualmente se asemejaba a un hormiguero, concurrido por sus muchos habitantes y por las gentes que acudían a comprar o a vender. No obstante, a la altura de la vista seguía siendo una maraña de estacas, ropa tendida, sombreros que iban y venían y cuernos de ganado que cabeceaba. La gente que allí había no tenía donde esconderse nada más que en medio de tamaño dédalo de confusión.

—¿Lo ven? —preguntó Jovellanos—. No hay manera de distinguirlo.

—La ciencia no va a estar siempre del lado del
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Dicho eso, Twiss sacó su pequeño catalejo, lo extendió y oteó a través de él. Barrió de izquierda a derecha el pululante bosque de gente que iba y venía, de fogatas aquí y allá que elevaban su humo, de ganado que rumiaba o mugía. Hasta que se centró en alguien que se alejaba de ellos, por detrás de otros individuos. Solo se le veía la cabeza, sin el gran sombrero y sin la larga coleta de Chacho Pico. Iba descubierto bajo aquel abrasador sol sevillano; luego se trataba de Herradura, que se había desprendido de parte del disfraz que podía delatarlo a la distancia. Era mucha su astucia —pensó Twiss con una sonrisa—, pero no más que su sagacidad.

—¡Por allá! —señaló con la dirección de su carrera.

Los demás le siguieron. Al cabo de medio minuto, por momentos tuvieron la sensación de dar alcance a Herradura. Sin embargo, el fragor de sus pisadas y los ruidos de la gente al apartarse a su paso provocaron que el perseguido advirtiera que había sido descubierto. De nuevo echó a correr con el saco a su espalda, sujeto a su tronco por una correa que le cruzaba por el pecho. Twiss disparó contra él una de sus pistolas, más que con la esperanza de alcanzarle con el propósito de llamar la atención de todos los soldados sobre aquella parte del arrabal.

Paulatinamente se le fue acabando al
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la protección que ofrecía el Baratillo. A su derecha quedaba el arrabal de la Cestería, pegado a las murallas. Por allí podría huir de no ser por los granaderos que se divisaban cerrando el cerco. A su izquierda bajaba el río, paralelo al bosquecillo de álamos que lo adornaba a lo largo de su margen. Herradura optó por internarse entre los árboles y avanzar a contracorriente. Jovellanos, Twiss, los gemelos Rubio, Gutiérrez y veinte soldados le pisaban los talones en una frenética persecución.

—¡Ya eres mío...! —gritó Jovellanos para sí en voz alta.

José de Herradura alcanzó el cabestrante que sujetaba las maromas del puente de barcas. Sus perseguidores advirtieron que se detenía por un segundo, que vacilaba. Acto seguido bajó por el terraplén de tierra y se adentró en el puente. Sus zancadas hicieron crujir el maderamen.

—¡Rápido! ¡Rápido...! —ordenó Gutiérrez a media docena de sus hombres para que apurasen aún más su carrera.

Sabía que en cuanto tuviesen al fugitivo enfilado en tan estrecho pasaje una descarga cerrada de fusilería le abatiría sin remisión. De no ser así, podría llegar a Triana y salvarse. No obstante, la inteligencia de Herradura era mucha, ya se había dado cuenta de esa circunstancia. Nada más alcanzar los soldados el puente y agruparse en dos hileras, una arrodillada y otra de pie por detrás, pero antes de que pudiesen apuntar, Herradura se agachó bajo una de las maromas que cruzaban de orilla a orilla y se arrojó al agua. Gutiérrez gritó de cólera tras sus hombres. Al poco los perseguidores llegaban al punto del salto. Jovellanos ordenó desplegarse por todo el puente y por la ribera.

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