El alfabeto de Babel (25 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—¡Ya ajustaremos cuentas con él! —maldijo Grieg, en tanto le devolvía el encendedor a Catherine.

Tras recoger las bolsas de la repisa de piedra se dirigieron hacia el tramo largo y estrecho de la escalera.

—¿Y esa luz? ¿De dónde proviene esa luz? —inquirió Grieg, perplejo.

—No lo sé, y no me voy a quedar para averiguarlo, forma parte de la extraña historia de la que antes te hablé —dijo Catherine, empezando a subir por las escaleras.

Grieg la siguió con la mirada puesta en las podridas vigas de madera del techo y con la vista fija en la pequeña ranura desde donde surgía el finísimo haz de luz. «¡Qué cosa tan rara!», pensó mientras que, escalón a escalón, llegaban hasta la gruesa trampilla de piedra. Grieg la empujó fuertemente con la rodilla, pero rápidamente se percató de que Dos Cruces la había cerrado desde el exterior con llave. Los dos miraron hacia el estilete al mismo tiempo.

Cruzando los dedos.

Grieg no quiso alargar, ni un segundo, la duda acerca de si aquella extraña arma era, además, la llave que abría desde el interior la puerta secreta y la introdujo en el ojo de la cerradura.

Dio dos vueltas a la llave y la puerta cedió, pero a los tres centímetros de empezar a abrirse se quedó trabada nuevamente: había topado con algo.

—Estoy seguro de que Dos Cruces ha amontonado delante de la portezuela los pesados sillares para ocultarla de la vista del párroco —dijo Grieg mientras empujaba con el hombro derecho con todas sus fuerzas sin poder mover la portezuela ni un centímetro.

—¡Maldita sea! Estamos atrapados de nuevo —exclamó Catherine mientras veía cómo Grieg se estiraba en el suelo y apoyaba la espalda en la pared donde, en lo alto, estaba el «ojo de buey» para hacer palanca contra la portezuela con todo el cuerpo.

—¿Qué haces? —suspiró Catherine, asustada—. Los sillares saldrán despedidos. Vas a hacer muchísimo ruido y sabrá que nos hemos escapado.

—¿Sabrá que nos hemos escapado? —enunció Grieg, que le dio un giro burlón a sus palabras—. Si nos oye y viene hacia nosotros, el problema será de él, porque pienso partirle la cabeza. Así de simple. No dejaré que nos pudramos aquí dentro. ¿Te haces una idea de los planes que estará tramando, mientras piensa en ti, atada y a su entera disposición en el interior de esta cripta oscura?

Catherine abrió los ojos y se dio perfecta cuenta de que Grieg no sólo tenía razón, sino que ni siquiera se atrevía a responder a su pregunta, del puro terror que le provocaba pensar en el tema. Trató de unir sus fuerzas a él para abrir por completo la trampilla cuando oyó un fuerte estruendo. Los sillares del viejo coro habían saltado por los aires.

La portezuela se había abierto por completo.

Catherine y Grieg salieron rápidamente de la cripta y se quedaron inmóviles en un rincón, con la mirada encendida y con un paradójico sentimiento latiendo con fuerza en el interior de sus corazones: temían, y al mismo tiempo, anhelaban que apareciese por allí Dos Cruces.

El silencio y la oscuridad, poco a poco, serenaron sus ímpetus de venganza. Permanecieron inmóviles durante un minuto. Aparentemente la iglesia estaba vacía.

—Vamos a salir —dijo Grieg, mirando a Catherine a los ojos y con la respiración de nuevo acompasada—. No te separes de mí ni siquiera un palmo. Si es necesario abrázame o cuélgate de mi cuello. Óyeme bien, no voy a dejar que ese maldito hurón nos vuelva a repetir la misma rastrera jugada que nos hizo allá abajo.

La iglesia permanecía aún en completa oscuridad. Grieg se dirigió de nuevo hacia la portezuela y sacó de la cerradura la llave con forma de estilete; a continuación, la lanzó a través de la abertura circular de la pared. Transcurridos unos segundos se oyó un ruido muy característico de metal contra piedra.

—¿Por qué has hecho eso?

—Si de mí depende, no quiero que ningún pobre diablo pueda verse encerrado ahí dentro. No seré yo quien le niegue la posibilidad de escapar —dijo Grieg mientras volvía a entrecerrar la trampilla y colocaba de nuevo los sillares, ocultándola—. Dos Cruces, de momento, creerá que aún continuamos en el interior.

—¡Vámonos de aquí! Aprovechemos la oportunidad —exclamó Catherine mientras descendían por las pequeñas escaleras situadas junto al altar de San Félix y se dirigían hacia la sacristía, para buscar las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta.

Grieg se detuvo en seco.

Un reflejo llamó poderosamente su atención. Había visto un finísimo hilo de luz. «Esa luz tiene el mismo origen que la que vimos en la cripta y que ninguno de los dos supimos explicarnos», pensó Grieg, que se dirigió inmediatamente hacia ella. La luz provenía de la parte posterior del altar y no pudo resistirse a analizar el origen de aquella luz: «Estoy seguro de que le debo la vida».

—¡Ven! Serán únicamente unos segundos. Quiero comprobar una cosa.

A Catherine no le gustó aquella pérdida de tiempo, pero el pensamiento de imaginar a Dos Cruces agazapado entre las sombras hizo que siguiese de cerca a Grieg sin proferir queja alguna.

—¡Ahí tienes el misterio de la luz! ¡Ya comprendo lo que ha pasado! —dijo Grieg, mientras veía brillar en el interior de la alacena la vieja linterna de petaca que estaba vuelta del revés y encendida junto a las botellas de vino de misa y al abollado cáliz—. Dos Cruces fue a buscar vino y vio la luz de la linterna que teníamos encendida en la cripta, que se colaba a través de algún resquicio en la madera podrida y algún hueco en la piedra… Intentó ver el origen de la luz y nos descubrió… Esta vieja linterna no se activó cuando él quería, sino después…

—¡Deja eso ahora! ¡Vámonos rápido de aquí, Gabriel! —exclamó Catherine mientras lo cogía de la mano.

Grieg, mientras Catherine lo arrastraba en dirección hacia la puerta trasera de la iglesia, tomó la vieja linterna de petaca y se la guardó en el bolsillo.

«Si vuelvo a ver la luz del sol de nuevo, será gracias a esta vieja y oxidada linterna.»

Grieg seguía como hipnotizado al conocer, por fin, la respuesta a la pregunta que se formuló cien veces mientras estaba ahogándose en el sepulcro de piedra: ¿cómo demonios se había enterado Dos Cruces de que estaban en la cripta?

Sin poder evitarlo, siguió pensando en ello cuando descolgó el juego de llaves que el párroco siempre guardaba detrás de la puerta de la sacristía y se dirigía hacia el portalón de la iglesia que daba al callejón. El mismo por el que habían entrado.

Estaba a punto de introducir la llave en la cerradura cuando vio acercarse hacia él un grupo de personas. «¡No es posible lo que estoy viendo!», se dijo, consternado.

Cuando Catherine vio la palma de la mano de Grieg, abierta completamente delante de ella, deteniéndole el paso, supo que volvían a tener problemas de nuevo.

Problemas muy graves.

Gabriel Grieg había visto un Mercedes de color negro detenido en la calle Ciutat y a un hombre de unos cincuenta años con el pelo revuelto muy largo y cano, acompañado por Dos Cruces y tres guardaespaldas vestidos con trajes oscuros y corbata. Sintió que su cuerpo se volvía a poner en tensión, olvidándose inmediatamente de la causa y del porqué, para centrarse de lleno en el cómo: cómo volver a escapar.

—¡Maldita sea! ¡Estamos otra vez atrapados! —exclamó en voz baja Grieg—. ¡Salgamos por la puerta principal antes que sea demasiado tarde!

Catherine esperaba una frase como ésa. Lo sabía desde que había visto la mano de Grieg con los dedos abiertos y que le impedía el paso. Empezó a correr delante de él con una expresión en su rostro que era una amplia amalgama de sentimientos, pero entre los cuales no había el menor rasgo de resignación.

—¿Qué has visto? ¿Quién viene? —preguntó Catherine mientras intentaba correr sin hacer el menor ruido.

—No lo comprendo —le contestó Grieg—, Dos Cruces viene hacia aquí, acompañado de guardaespaldas que van vestidos con trajes oscuros, y han salido de un Mercedes-Benz de color negro.

—¿Mercedes-Benz de color negro? ¿Guardaespaldas? Y… Dos Cruces —exclamó Catherine, perpleja—. ¡Salgamos de aquí rap…!

Catherine interrumpió en seco la frase.

Alguien había abierto ruidosamente el portalón trasero de la iglesia Just i Pastor.

27

Grieg, seguido de cerca por Catherine, se dirigió por el costado del evangelio de la iglesia Just i Pastor hacia la puerta principal, parapetados entre las sombras que la protegían.

Catherine no pudo evitar quedar rezagada. Había visto, al girar un instante la cabeza, entre los contraluces que provenían de la sacristía, la inquietante silueta de un trajeado guardaespaldas.

«¿Cómo es posible que ya estén aquí?»

Sin perder un segundo, se colocó a la altura de Grieg y le exigió que se moviese con mayor rapidez.

—¡Vamos! Debemos salir de aquí ¡ahora mismo! —exclamó con determinación.

Grieg giró la cabeza hacia ella y no pudo evitar que en su rostro se dibujase una mueca que expresaba estupor y perplejidad.

—¡Estoy en ello! —le contestó mientras buscaba una llave que abriera una de las dos puertas enmarcadas en el pórtico de la fachada principal.

—¡Déjame hacerlo a mí! —intervino Catherine.

—¿Estás segura?

—Completamente —contestó, y tomó las llaves de las manos de Grieg.

Tras dos intentos erróneos, Catherine encontró la llave adecuada. Una vez abierta la cerradura, lentamente, para que no chirriasen los oxidados goznes fue entreabriendo la puerta. Asomó la cabeza en dirección hacia la plaza y comprobó con euforia que la niebla, aunque menos densa, continuaba diluyendo los contornos con su aliento húmedo y blanquecino.

Aún no había amanecido y la Plaça de Sant Just estaba desierta. «Parece que estamos de suerte», pensó Catherine, y se dispuso a traspasar la puerta; con un gesto le indicó a Grieg que la siguiera.

Un sonido la detuvo.

Un ruido en la noche. Apenas audible. Catherine, de un impulso, volvió a introducirse en la penumbra de la entrada de la iglesia.

—Pero… ¿qué haces? —preguntó Grieg, ansioso por respirar aire puro de nuevo.

—¡Hay dos tipos en el fondo del callejón donde has dejado la moto! —susurró Catherine con la respiración entrecortada—. Aunque exista peligro de que nos descubran, debemos salir inmediatamente antes que sea demasiado tarde. No podemos perder ni un segundo.

—Déjame ver.

Gabriel Grieg no pudo evitar antes de mirar hacia el fondo del callejón volver a llenar de oxígeno los pulmones. Vio en el fondo de la calle Bisbe Cassador, donde había ocultado la Harley-Davidson, cómo dos hombres de negro registraban la maleta de su moto.

—Visten igual que los matones que he visto salir del Mercedes hace un minuto —aseguró Grieg, que volvió a entrar en la iglesia.

—¡Debemos salir corriendo ahora mismo! ¡Dentro de un minuto ya será demasiado tarde! —exclamó Catherine.

—No están tan lejos de aquí. —Grieg habló sin alzar la voz, pero forzando las cuerdas vocales—. A pesar de la niebla, pueden vernos.

Catherine conocía bien «las técnicas de intervención de un edificio y sus ocupantes» y sabía cuál sería el siguiente paso que darían los que, sin duda, estaban sitiando la iglesia Just i Pastor.

Los ojos de Catherine, a pesar de la penumbra, brillaron en la oscuridad mientras sus labios proferían una orden taxativa.

—¡Vamos a salir ahora mismo ahí fuera! ¡Sígueme y repite mis movimientos!, ¿entendido?

Catherine vio, entre las sombras, un dedo pulgar alzado que se acercaba hacia ella sobre un puño cerrado, en señal de aceptación.

La mujer abrió la puerta lentamente, el espacio mínimo indispensable para atravesarla, como un gato que se introdujera por una rendija. Con la espalda pegada a la pared, se puso a caminar como si lo hiciera por una cornisa de veinte centímetros de ancho situada a cien metros de altura.

Grieg descendió los escalones de la fachada principal junto a ella. Los dos se detuvieron en un rincón de la pequeña plaza, junto a la librería de viejo, sin dejar de observar los movimientos de los hombres de negro. Aplastar sus cuerpos contra una puerta metálica los obligó a levantar la mirada hacia los tejados.

Percibieron con alarma que el cielo empezaba a adquirir una ligerísima tonalidad anaranjada.

Estaba amaneciendo.

«Adagio: ¡Quién hace lo que debe en el momento adecuado obtiene el merecido premio!», pensó Catherine cuando vio que los dos hombres se extendían en el suelo para insertar algo en la Harley-Davidson. Ni Grieg ni Catherine supieron de qué se trataba: «Tal vez un dispositivo GPS o una cadena metálica con un candado, o quizás algo peor», pensó él. Catherine le indicó mediante gestos que debían aprovechar aquella circunstancia providencial para huir sin demora.

—¡Ahora! —susurró, moviendo su cabeza hacia delante.

Los escasos metros que los separaban de la calle Palma de Sant Just los recorrieron encorvados y tan rápidamente como si caminasen descalzos sobre brasas.

Cuando estuvieron fuera del alcance visual de los dos guardaespaldas, tuvieron la sensación de haber doblado la esquina una décima de segundo antes de ser descubiertos por los escoltas, que ascendían por la calle de Hércules para custodiar la puerta principal. Tácitamente empezaron a correr de un modo silencioso hasta la calle Cometa, y no aminoraron el paso hasta los restos de la Torre Romana de la calle Correu Vell.

—No comprendo cómo pueden haberse enterado de que estábamos ahí —maldijo Catherine con la respiración entrecortada.

—¿Quiénes son? —preguntó Grieg súbitamente, y giró su cabeza hacia ella.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Catherine, que se encogió de hombros.

En aquel preciso instante, quizá debido a la expresión de su rostro, tal vez por el tono crispado de su respuesta, Grieg tuvo la certeza de que no sería fácil averiguar a qué «intereses» servía Catherine.

A partir de ese momento, debería escrutar atentamente cualquier acción o gesto proveniente de ella, por nimio e insignificante que fuese.

Gabriel Grieg, mientras descendía por las estrechas calles, sentía cómo gracias al aire de la madrugada y al ejercicio su cerebro volvía a pensar con eficacia.

Experimentaba, como jamás antes lo había hecho, la maravillosa sensación de sentirse vivo. «Únicamente conozco "los intereses" a los que yo sirvo: los encaminados a salvar mi propia vida a toda costa», pensó cuando atravesaban la Via Laietana, en dirección a Santa María del Mar.

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