El alienista (71 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
8.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

— ¡Oh, no! ¡Dios! ¿Cómo…?

Hubo entonces un gran alboroto y Marcus avanzó dando traspiés hasta donde estábamos Sara y yo. Incluso bajo la luz de la lámpara pude ver su palidez, cosa realmente extraña pues le había visto fotografiar con enorme tranquilidad escenas que habrían revuelto el estómago al más pintado… Al cabo de unos segundos Lucius fue detrás, con algo entre sus brazos.

— ¡John!— me llamó Lucius, tratando de controlar su excitación—. ¡John, es… una prueba! ¡Dios mío, creo que ahora sí estamos metidos de lleno en una investigación por asesinato!

— ¡Oh, mierda!— exclamó el tipo de la puerta—. Así que sois polis…

No respondí. Me limité a encender una cerilla y, sosteniéndola en alto, me acerqué a Lucius. Al enfocarla en lo que éste sostenía entre sus brazos, Sara dejó escapar un chillido, que ahogó con la mano al tiempo que se volvía hacia el otro lado.

Lucius sostenía un enorme tarro de cristal en cuyo interior, y conservados en una sustancia que supuse sería formol, había gran cantidad de ojos humanos… De algunos todavía colgaba la maraña del nervio óptico, pero otros aparecían lisos y redondos; algunos eran de extracción reciente, otros de textura lechosa y obviamente antiguos; algunos de color azul, otros castaños, grises o verdes. Pero entonces comprendí que lo que había sorprendido a Marcus no había sido el descubrimiento o el estado de aquellos ojos, sino su cantidad. Aquéllos no eran los diez ojos de nuestros cinco muchachos asesinados, ni siquiera los catorce de los muchachos sumados a los de los hermanos Zweig; allí había muchos más— docenas de ellos—, pertenecientes a muchas otras víctimas. Y todos ellos nos miraban a través del curvado cristal con lo que parecía una muda acusación, suplicándonos patéticamente que les dijésemos por qué razón habíamos tardado tanto…

De pronto volví los ojos a la pequeña caja que Sara había encontrado, y procedí a abrirla lentamente. El hedor a descomposición que flotó hacia nosotros no fue tan intenso como había temido, permitiéndome estudiar sin dificultad el extraño contenido. Pero no pude identificar lo que estaba viendo: un trozo pequeño y de color rojo negruzco que parecía caucho reseco.

— ¿Lucius?— inquirí en voz baja, tendiéndole la caja.

Después de dejar el tarro sobre el escritorio, Lucius se llevó la caja hasta la entrada y la sostuvo bajo la lámpara de petróleo. Nuestro guía miró por encima del hombro mientras el sargento detective estudiaba el contenido.

— ¿Mierda?— preguntó el tipo de la porra—. No hay duda que huele como la mierda.

— No— contestó Lucius con voz tranquila, manteniendo los ojos fijos en la caja—. Creo que son los restos resecos de un corazón humano.

Esto era suficiente para cerrarle la boca incluso a un matón del Five Points, así que nuestro guía, con una mirada de total consternación, volvió la cabeza hacia el pasillo.

— ¿Quién coño sois vosotros, tíos?— musitó.

Yo no apartaba mis ojos de Lucius.

— ¿Un corazón? ¿De Lohmann?

Lucius negó con la cabeza.

— Demasiado viejo. Éste lleva aquí mucho tiempo. Incluso parece como si le hubiesen dado una capa de algo, tal vez barniz…

Me volví hacia Sara y vi que respiraba aceleradamente, con los brazos apretados en torno a la cintura. Apoyé una mano en su hombro.

— ¿Te encuentras bien?— inquirí.

Ella asintió con firmeza.

— Sí. Estoy bien.

Volví los ojos hacia Marcus.

— ¿Y tú?

— Creo que sí. Lo estaré, en todo caso.

— Lucius— me dirigí al más pequeño de los Isaacson—, alguien tiene que registrar este horno. ¿Te atreves tú?

Lucius asintió. Aunque en la calle se había mostrado aprensivo, en aquella situación actuaba como un auténtico profesional.

— Préstame una cerilla.

Le entregué la caja que llevaba en el bolsillo.

Los demás permanecimos expectantes mientras él se acercaba al mugriento bulto de hierro negro adosado a la partición. Al lado, en el interior de un cubo, había algunos trozos de leña medio carbonizados, y encima de la cocina una grasienta sartén. Al parecer, alguien había estado cocinando. Lucius encendió una cerilla. Respiró hondo, aunque con calma, y seguidamente abrió la puerta del horno. Cerré los ojos al ver que introducía la cerilla dentro de la oscura cavidad. A los pocos segundos oí que la puerta se cerraba de golpe.

— Nada— anunció Lucius—. Grasa, una patata carbonizada… Nada más.

Dejé escapar todo el aire que había retenido y di un golpecito en el hombro de Marcus.

— ¿Qué opinas de eso?— pregunté, señalando el plano de Manhattan clavado en la pared.

Marcus lo estudió cuidadosamente.

— Manhattan— contestó sin pensar; luego añadió—: Parece un plano de algún tipo de vigilancia…— Hurgó en los sitios donde el plano estaba clavado en la pared y sacó las chinchetas—. El estuco aún no se ha descolorido. Yo diría que lo han clavado hace poco.

Lucius se unió a nosotros y nos quedamos formando un círculo cerrado lejos de la caja y del tarro, que permanecían sobre el escritorio.

— ¿Esto es todo lo que había ahí detrás?— pregunté a los Isaacson.

— Es todo— contestó Marcus—. No hay ropas; nada. Si te interesa mi opinión, yo diría que se ha largado.

— ¿Largado?— repitió Sara.

Marcus asintió, decepcionado.

— Quizá se haya dado cuenta de que nos estábamos acercando. Aunque lo que sí es seguro es que no parece que vaya a regresar.

— ¿Pero por qué iba a irse dejando todas estas… pruebas?— inquirió Sara.

Marcus movió la cabeza.

— Tal vez no las considere pruebas… O puede que tuviera prisa. O tal vez…

— O tal vez quisiera que las encontráramos— dije, exteriorizando lo que todos estábamos pensando.

Mientras procurábamos digerir esta posibilidad, advertí que nuestro guía estiraba el cuello para poder ver el tarro que había sobre el escritorio, de modo que me moví para interceptar con mi cuerpo su visión.

— Puede que sea eso— dijo Lucius—. De todos modos, tendríamos que seguir vigilando este sitio, por si él decide regresar… Debiéramos avisar al comisario para que envíe otros agentes… Ya he dicho que ahora podemos considerar esto una investigación por asesinato.

— ¿Crees que ya hay pruebas suficientes para obtener una orden de detención?— preguntó Sara con voz queda—. Ya sé que esto puede parecer terrible, pero estos ojos de ahí no tienen por qué ser forzosamente los de nuestras víctimas.

— No— contestó Lucius—. Pero al menos le costará sudor y lágrimas explicar de dónde proceden. Y pienso que cualquier jurado de la ciudad le condenará, sobre todo si completamos el historial con lo que sabemos.

— De acuerdo— dije—. Sara y yo iremos a Mulberry Street y le diremos a Roosevelt que asigne unos hombres para que vigilen este edificio día y noche. Lucius, tú y Marcus tendréis que quedaros aquí hasta que lleguen los refuerzos. ¿Lleváis armas?— Marcus se limitó a asentir, pero Lucius sacó el mismo revólver de reglamento que le había visto en Castle Garden, después del asesinato de Alí ibn-Ghazi—. Perfecto. Mientras esperáis, Marcus, mirad a ver qué conclusiones sacáis de este plano. Y recordad una cosa…— Bajé la voz hasta convertirla en un susurro—. Nada de placas; al menos hasta que obtengáis algún tipo de apoyo. No hace mucho ni la policía se atrevía a entrar en este barrio porque había muy pocas posibilidades de salir vivo de él.

Los Isaacson asintieron. Sara y yo salimos al pasillo, pero nos detuvimos al ver que el tipo de la porra se interponía en nuestro camino.

— ¿Y si me dijerais qué es todo eso de la investigación? ¿Sois polis o no sois polis?

— Se trata de… un asunto privado— contesté—. Mis amigos se quedan, a esperar al inquilino.— Automáticamente saqué la cartera y extraje un billete de diez dólares—. Podrías actuar como si nada hubieras visto…

— ¿Por diez pavos?— exclamó el tipo, asintiendo—. Por diez pavos me olvido de la cara de mi madre.— Rió a carcajadas—. Eso suponiendo que fuera capaz de reconocerla.

Sara y yo nos apresuramos a salir y empezamos a caminar con paso rápido en dirección oeste, con la esperanza de abordar sin problemas un tranvía en Broadway. Ésta iba a ser la parte más difícil de nuestra excursión, aunque no quería decírselo a Sara. Ahora sólo éramos dos, y uno de estos dos era una mujer. En las décadas de los sesenta y setenta, cualquier banda del Five Points digna de ese nombre me habría puesto fuera de combate y habría abusado de Sara antes de que nos hubiéramos alejado una manzana de Baxter Street. Sólo me quedaba rezar para que— teniendo en cuenta que en los últimos años la disipación había sustituido a la violencia como principal entretenimiento en el barrio— lográramos pasar desapercibidos.

Curiosamente, lo conseguimos. A las diez menos cuarto ya estábamos subiendo por Broadway, y pocos minutos después, cuando nuestro tranvía hubo cruzado Houston Street, nos bajamos. Sin importarnos que nos vieran juntos en jefatura, entramos presurosos en el edificio, subimos como una exhalación e irrumpimos en el despacho de Theodore, que encontramos vacío… Un detective nos informó de que el presidente se había ido a casa a cenar, pero que se esperaba que volviera pronto. La media hora de espera fue exasperante. Theodore llegó, se alarmó un poco al vernos, pero volvió a revivir al enterarse de la noticia y se puso a ladrar órdenes por el pasillo del primer piso. De pronto, mientras él se ocupaba del asunto, se me ocurrió una idea e hice señas a Sara, indicándole la escalera.

— La nota— le dije mientras bajábamos hacia la salida—. La carta a la señora Santorelli… Si logramos enfrentar a Beecham con su escrito, tal vez nos ayude a vencer su resistencia.

A Sara le gustó la idea, y una vez en Mulberry Street cogimos un carruaje hasta el número 808 de Broadway. Yo no calificaría de exuberante nuestro estado de ánimo mientras subíamos en dirección norte, pero éramos tan conscientes de las auténticas posibilidades del momento que nos pareció que el trayecto duraba una eternidad.

Era tal mi apresuramiento al entrar en nuestro centro de operaciones que no advertí un saco de arpillera bastante grande que alguien había dejado en el vestíbulo, y a punto estuve de tropezar con él. Me agaché y vi una etiqueta colgando de la atadura en la parte superior del saco: BROADWAY Nº 808– 6º PISO. Alcé la vista hacia Sara y vi que ella también examinaba el saco y la etiqueta.

— No habrás encargado hortalizas, ¿eh, John?— me preguntó con cierta ironía.

— No seas ridícula— repliqué—. Debe de ser algo para Marcus y Lucius.

Estudié el saco unos segundos más, y luego me encogí de hombros y me incliné para desatar el cordel que cerraba la abertura. Sin embargo, éste se hallaba atado con un complejo nudo, de modo que saqué una navaja y corté la tela del saco de arriba abajo.

Y entonces, sobre el suelo, como si fuera un pedazo de carne, cayó el cuerpo de Joseph. No había ninguna señal visible en su cuerpo, pero la palidez de su piel me hizo ver con toda claridad que estaba muerto.

42

Al forense del depósito de cadáveres del Bellevue le costó más de seis horas determinar que la vida de Joseph había concluido en el instante en que alguien le había clavado un cuchillo delgado como un estilete, o una larga aguja, en la base del cráneo, hasta penetrar en su cerebro. Una noche fumando cigarrillos y paseando por los pasillos del depósito de cadáveres no contribuyeron en nada a encontrar sentido a esta información, hasta que de pronto llegó: pensé brevemente en Biff Ellison y en la forma silenciosa y eficiente con que ajustaba sus cuentas mediante un arma parecida. Sin embargo, ni siquiera bajo los efectos aturdidores de mi dolor podía imaginarme a Biff como el responsable. Joseph no era uno de sus muchachos, y aunque Biff hubiera vuelto a obsesionarse con nuestra investigación, sin duda una clara advertencia habría precedido a semejante asesinato. Así que a menos que Byrnes y Connor hubieran obligado a Ellison a ayudarles (una opción tan improbable como imposible), sólo se me ocurría una explicación y un solo culpable: Beecham. De algún modo, y a pesar de todas mis advertencias, había encontrado la forma de acercarse al muchacho.

Mis advertencias. Mientras el cuerpo de Joseph desaparecía en una de la salas de autopsia del depósito de cadáveres, se me ocurrió por enésima vez que era el hecho de haberme conocido a mí lo que había conducido al muchacho a tan desgraciado final. Había intentado prepararle para cualquier posible peligro pero… ¿cómo podía intuir que el mayor de los peligros residía sobre todo en hablar conmigo? Y ahora me encontraba allí, en el depósito de cadáveres, diciéndole al forense que me haría cargo del funeral y de todos los detalles que debieran tomarse adecuadamente, como si importara que al cadáver del muchacho lo enterraran en un bonito cementerio de Brooklyn o lo lanzaran a la corriente del East River para que lo arrastrara al mar. Vanidad, arrogancia, irresponsabilidad… Durante toda la noche mi mente regresó a lo que Kreizler había dicho después del asesinato de Mary Palmer: que en nuestro empeño por derrotar al diablo sólo habíamos conseguido proporcionarle una pista más amplia en la que desarrollar su maldita carrera.

Cuando al amanecer salí del depósito de cadáveres, perdido en mis pensamientos sobre Kreizler, tal vez me sorprendí menos de lo esperado al ver a mi viejo amigo en su calesa, con el toldo bajado. En el asiento del cochero estaba Cyrus Montrose, quien al verme me saludó con una breve inclinación de cabeza, expresando sus simpatías. Laszlo me sonrió y, mientras yo me acercaba con paso indeciso, bajó del carruaje.

— Joseph…— musité, y mi voz se cuarteó a consecuencia de los cigarrillos y del reflexivo silencio de la noche.

— Lo sé— dijo Laszlo—. Sara me telefoneó. He pensado que podías necesitar un buen desayuno.

Asentí débilmente y entré con él en el carruaje. Con un chasquido de la lengua, Cyrus apremió a Frederick para que se pusiera en marcha, y no tardamos en subir por la calle Veintiséis hacia el oeste, con paso lento a pesar de que el tráfico era muy escaso a una hora tan temprana.

Al cabo de unos minutos me recosté en el asiento y apoyé la cabeza en el toldo plegado de la calesa, suspiré hondo y me quedé mirando el cielo medio iluminado, cubierto de nubes.

— Tiene que haber sido Beecham— murmuré.

— Sí— contestó Laszlo.

Volví la cabeza hacia él.

— Pero no ha habido mutilaciones. Había tan poca sangre que ni siquiera pude ver cómo lo habían matado… Tan sólo un pequeño pinchazo en la base del cráneo.

Other books

Waterfall Glen by Davie Henderson
Cats in the Belfry by Doreen Tovey
Worth the Drive by Mara Jacobs
The 39 Clues Invasion by Riley Clifford
Luanne Rice by Summer's Child