Se volvió hacia las criadas.
—Me gustaría desayunar.
Sucedió mucho más rápido de lo que Siri habría creído posible. Varias de las mujeres se marcharon y regresaron con un sillón tapizado de verde a juego con la habitación en que ahora estaba. Siri se sentó a esperar mientras una mesa, sillas y finalmente comida aparecían como por ensalmo. En menos de quince minutos, tenía servida una comida caliente.
Vacilante, cogió un tenedor y probó un bocado. Sólo entonces fue consciente de lo hambrienta que estaba. El desayuno se componía de embutido mezclado con verdura. Los sabores eran muy fuertes, pero cuando más engullía aquella picante comida, más le gustaba.
Hambrienta o no, era extraño comer en silencio. Siri estaba acostumbrada a hacerlo en las cocinas con las criadas o en la mesa con su padre, sus generales, y la gente o los monjes que hubiera invitado ese día. Nunca era una actividad silenciosa, mientras que en Hallandren, tierra de colores, sonidos y ostentación, se encontraba comiendo sola, en silencio, en una habitación que parecía sosa a pesar de sus brillantes adornos.
Las criadas la observaban. Ninguna le habló. Su silencio era supuestamente respetuoso, lo sabía, pero en cierto modo también intimidatorio. Intentó varias veces entablar conversación, pero sólo obtuvo breves respuestas.
Masticó una alcaparra picante. «¿Es así como va a ser mi vida a partir de ahora? —pensó—. ¿Pasar la noche sintiéndome medio utilizada, medio ignorada por mi esposo, y luego el día rodeada de gente y, sin embargo, de algún modo, sola?»
Se estremeció, perdido el apetito. Soltó el tenedor, y la comida se enfrió lentamente en la mesa. La miró, y una parte de ella deseó haberse quedado en aquella cómoda y enorme cama negra.
Vivenna, hija primogénita de Dedelin, rey de Idris, contempló la grandiosa ciudad de T'Telir. Era el lugar más feo que había visto en su vida.
La gente se abría paso entre las calles, envuelta en fragantes olores, chillando, hablando, apestando, tosiendo, chocando unos contra otros. El pelo de Vivenna pasó a hacerse gris y ella se arrebujó en su chal mientras mantenía su imitación, pues de eso se trataba, de una mujer mayor. Había temido destacar. No tendría que haberse preocupado. ¿Quién podría destacar en semejante confusión?
Sin embargo, era mejor cubrirse las espaldas. Había llegado a T'Telir hacía apenas unas horas, con la intención de rescatar a su hermana, no de dejarse secuestrar.
Era un plan osado. Apenas podía creer que lo hubiera logrado. Con todo, de las muchas cosas que sus tutores le habían enseñado, una destacaba en su mente: un líder era alguien que actuaba. Nadie más iba a ayudar a Siri, y por eso era cosa de Vivenna.
Sabía que carecía de experiencia. Esperaba que su conciencia de ello la ayudara a no ser demasiado temeraria, pero tenía la mejor educación y el mejor conocimiento político que su reino podía proporcionar, y gran parte de su formación se había centrado en la vida en Hallandren. Como devota seguidora de Austre, había practicado toda la vida para evitar destacar. Así pues, lograría conservar el anonimato en una ciudad tan vasta y desorganizada como T'Telir.
Y desde luego que era vasta. Vivenna había memorizado mapas, pero no la habían preparado para las vistas, los sonidos, los olores y colores de la ciudad un día de mercado. Incluso el ganado llevaba lazos brillantes. Vivenna se encontraba a un lado de la calle, encorvada junto a un edificio envuelto en ondeantes estandartes. Delante de ella, un pastor conducía a un pequeño rebaño de ovejas hacia la plaza del mercado. Todas habían sido teñidas de un color distinto. «Pero ¿no estropeará eso la lana?», pensó Vivenna agriamente. Los diferentes colores en los animales le chirriaban tanto que tuvo que apartar la mirada.
«Pobre Siri. Atrapada en mitad de todo esto, encerrada en la Corte de los Dioses, probablemente tan obnubilada que apenas podrá pensar.» Vivenna había sido entrenada para tratar con los terrores de Hallandren. ¿Cómo se las apañaría la pequeña Siri?
Dio una patadita contra el suelo mientras esperaba a la sombra de una gran estatua de piedra. «¿Dónde está ese hombre?», se preguntó. Parlin todavía no había regresado de su exploración.
No había nada que hacer sino esperar. Contempló la estatua: estaba dedicada al famoso D'Denir Celabrin. La mayoría de las estatuas representaban a guerreros. Se alzaban en todas las poses imaginables por toda la ciudad, armados y a menudo ataviados con ropajes de colores. Según sus lecciones, al pueblo de T'Telir le parecía un pasatiempo divertido vestir a las estatuas. Se decía que las primeras habían sido encargadas por Dalapaz el Bendito, el retornado que se había hecho con el control de Hallandren al final de la Multiguerra. El número de estatuas había ido en aumento cada año a medida que los Retornados las iban pagando con un dinero, naturalmente, que procedía del mismo pueblo.
«Exceso y despilfarro», pensó Vivenna, sacudiendo la cabeza. Finalmente, advirtió que Parlin regresaba. Frunció el ceño al ver que llevaba un ridículo tocado en la cabeza: parecía un calcetín, aunque mucho más grande. El brillante sombrero verde caía a un lado de su rostro cuadrado, y parecía fuera de lugar en contraste con sus ropas de viaje marrón oscuro. Alto pero no desgarbado, Parlin era sólo unos años mayor que Vivenna. Lo conocía de toda la vida: el hijo del general Yarda había vivido prácticamente en palacio. Recientemente había estado en los bosques, vigilando la frontera con Hallandren o protegiendo uno de los pasos del norte.
—¿Parlin? —dijo ella mientras se acercaba, cuidando de mantener su malestar apartado de su voz y su cabello—. ¿Qué diablos llevas en la cabeza?
—Un sombrero —dijo él, conciso como siempre. No es que fuera rudo: sólo parecía que apenas tenía algo que decir.
—Ya veo que es un sombrero, Parlin. ¿De dónde lo has sacado?
—El hombre del mercado dijo que eran muy populares.
Vivenna suspiró. Había dudado en traer a Parlin a la ciudad. Era un buen hombre, más fiable que nadie, pero la existencia que conocía era la de vivir en los bosques y proteger puestos aislados. Aquella ciudad probablemente le resultaba abrumadora.
—Pues es ridículo, Parlin —dijo Vivenna, el pelo controlado para mantener a raya el rojo—. Y te hace destacar.
Parlin se quitó el sombrero y se lo guardó en el bolsillo. No dijo nada más, pero se dio la vuelta y contempló las multitudes pasar. Parecían ponerlo tan nervioso como a Vivenna. Tal vez aún más. Sin embargo, ella se alegraba de tenerlo. Era una de las pocas personas que no se chivarían a su padre: sabía que le gustaba a Parlin. Durante su juventud, a menudo le traía regalos del bosque. Normalmente, algún animal que había matado.
Para Parlin, nada mostraba mejor el afecto que un trozo de algo muerto y sangrante en la mesa.
—Este lugar es extraño —dijo—. Aquí la gente se mueve como rebaños.
Sus ojos siguieron a una bonita chica hallandrense. Como la mayoría de las mujeres de T'Telir, la muy pelandusca prácticamente no llevaba nada encima. Blusas abiertas por debajo del cuello, faldas por encima de la rodilla… algunas mujeres incluso llevaban pantalones, como los hombres.
—¿Qué has descubierto en el mercado? —preguntó Vivenna, recuperando su atención.
—Hay un montón de idrianos aquí.
—¿Qué? —dijo Vivenna, olvidando su recato y mostrando sorpresa.
—Idrianos —repitió Parlin—. En el mercado. Algunos intercambiaban mercancías; muchos parecían trabajadores corrientes. Los observé.
Ella frunció el ceño y cruzó los brazos.
—¿Y el restaurante? ¿Has explorado como te pedí?
Él asintió.
—Parece limpio. Me parece extraño que la gente coma comida preparada por desconocidos.
—¿Has visto a alguien sospechoso allí?
—¿Qué sería «sospechoso» en esta ciudad?
—No lo sé. Eres tú quien insistió en adelantarse a explorar.
—Siempre es buena idea cuando se va de caza. Así es menos probable que se espante a los animales.
—Por desgracia, Parlin, las personas no son animales.
—Soy consciente de ello. Los animales tienen sentido.
Vivenna suspiró. Sin embargo, advirtió que Parlin tenía razón al menos en una cosa. Divisó a un grupo de idrianos que caminaban por la calle, uno tirando de un carro que probablemente contenía productos. Eran fáciles de distinguir por sus vestidos apagados y el leve acento de sus voces. Le sorprendió que vinieran tan lejos a comerciar. Pero, claro, el comercio no estaba muy boyante en Idris últimamente.
Reacia, cerró los ojos y, usando el chal para ocultar la transformación, cambió su pelo de gris a marrón. Si había otros idrianos en la ciudad, era improbable que ella destacara. Tratar de actuar como una anciana sería más sospechoso.
Le seguía pareciendo peligroso estar así de expuesta. En Bevalis, la habrían reconocido al instante. Naturalmente, Bevalis sólo tenía unos pocos miles de habitantes. La escala enormemente superior de T'Telir requeriría un ajuste consciente.
Le hizo un gesto a Parlin y, apretando los dientes, se unió a la multitud y en dirección a la plaza del mercado.
El mar Interior era la causa de todo aquello. T'Telir era un puerto de importancia, y los tintes que vendía (hechos con las Lágrimas de Edgli, una flor local) lo convertían en un centro de comercio. Podía ver las pruebas a su alrededor. Sedas y ropas exóticas. Mercaderes de piel bronceada de Tedradel con sus largas barbas negras sujetas en forma de cilindro con cordeles de cuero. Alimentos frescos de las ciudades costeras. En Idris, la población se repartía por las granjas y montañas. En Hallandren, un país que controlaba un buen tercio de la costa del mar interior, las cosas eran distintas. Podían florecer. Crecer.
Volverse extravagantes.
En la distancia, pudo ver la llanura donde estaba la Corte de los Dioses, el lugar más profano a ojos de Austre. Dentro de sus muros, dentro del terrible palacio del rey-dios, Siri estaba cautiva, prisionera del propio Susebron. Lógicamente, Vivenna comprendía la decisión de su padre. En crudos términos políticos, Vivenna era más valiosa para Idris. Si la guerra era segura, tenía sentido enviar a la hija menos útil como táctica dilatoria.
Pero a Vivenna le resultaba difícil pensar en Siri como «menos útil». Era gregaria, pero también la que sonreía cuando los demás estaban deprimidos, la que traía regalos cuando nadie los esperaba. Era enloquecedora pero también inocente. Y era la hermana pequeña de Vivenna, y alguien tenía que cuidar de ella.
El rey-dios exigía un heredero. Ese tendría que haber sido el deber de Vivenna: su sacrificio por su pueblo. Estaba preparada y dispuesta. Le parecía mal que Siri tuviera que pasar por algo tan terrible.
Su padre había tomado la mejor decisión para Idris. Vivenna había tomado la suya. Si iba a haber guerras, entonces ella quería estar preparada para sacar a su hermana de la ciudad cuando se volviera peligrosa. De hecho, pensaba que tenía que haber un modo de rescatar a Siri antes de que estallara la guerra, una manera de engañar a los de Hallandren, haciéndoles creer que Siri había muerto. Algo que salvara a su hermana sin provocar más hostilidades.
No era algo que su padre pudiera aceptar. Así que no se lo había dicho. Era mejor que negara estar implicado si las cosas salían mal.
Avanzó calle abajo, cuidando de no llamar la atención. Salir de Idris había sido sorprendentemente fácil. ¿Quién sospecharía un movimiento tan osado por parte de Vivenna, que siempre había sido perfecta? Nadie le preguntó nada cuando pidió comida y suministros, explicando que quería disponer de raciones de emergencia. Nadie cuestionó que propusiera una expedición a los picos más altos para recoger unas valiosas raíces, una excusa para disfrazar las primeras semanas de su desaparición.
Había sido muy fácil persuadir a Parlin. Confiaba en ella, quizá demasiado, y conocía a la perfección los caminos y senderos que conducían a Hallandren. Había llegado hasta las murallas de la ciudad en una expedición exploratoria hacía un año. Con su ayuda, ella había podido reclutar a unos cuantos amigos suyos, también hombres del bosque, para que la protegieran y fueran parte de su «expedición». Había enviado al resto de vuelta esa misma mañana. Serían de poca utilidad en la ciudad, donde ya había localizado a otros aliados para que fueran su protección. Los amigos de Parlin llevarían la noticia a su padre, quien ya se habría enterado. Antes de marcharse, había encargado a su criada que le entregara una carta. Al descontar los días, se dio cuenta de que la carta sería entregada esa misma noche.
No sabía cómo reaccionaría su padre. Tal vez enviaría en secreto una partida de soldados para recuperarla. Tal vez le dejaría hacer lo que quería. En la carta le había advertido que si veía a soldados de Idris buscándola, simplemente iría a la Corte de los Dioses y explicaría que se había producido un error, y se cambiaría por su hermana.
Esperaba no tener que hacer eso. El rey-dios no era de fiar: podía hacer cautiva a Vivenna y quedarse con Siri, ganando así dos princesas para proporcionarle placer en vez de una.
«No pienses en eso», se dijo, arrebujándose más en su chal a pesar del calor.
Era mejor encontrar otro modo. El primer paso era hallar a Lemex, el jefe de los espías de su padre en Hallandren. Vivenna se había carteado con él en varias ocasiones. Su padre quería que estuviera familiarizada con su mejor agente de inteligencia en T'Telir, y ahora su previsión actuaría en su contra. Lemex conocía a Vivenna, y le habían dicho que obedeciera sus órdenes. El día que partió de Idris le había enviado una misiva al espía, entregada a través de mensajero con recambio de caballos para que llegara rápido. Suponiendo que el mensaje hubiera llegado a salvo, el espía se reuniría con ella en el restaurante acordado.
Su plan parecía bueno. Estaba preparada. ¿Por qué, entonces, se sentía tan aterrada cuando entró en el mercado?
Se detuvo en medio del trasiego humano que inundaba la calle. Era una expansión enorme, cubierta de tenderetes, corrales, edificios, y gente. El suelo no estaba empedrado: sólo había arena y tierra con islas de hierba, y no parecía haber mucho fundamento en la disposición de los edificios. Se habían trazado calles de manera arbitraria donde iba la gente. Los mercaderes vendían a voz en grito, los estandartes ondeaban al viento, y los titiriteros llamaban la atención. Era una orgía de color y movimiento.