—Los pasos comerciales son valiosos —advirtió Vasher.
Bebid hizo una mueca.
—Los idrianos no son tan tontos para elevar demasiado sus tarifas. Esto no es cuestión de dinero, sino de miedo. La gente de la corte habla de lo que podría suceder si los idrianos cortan los pasos o si dejan que los enemigos se internen y asedien T'Telir. Si esto fuera por dinero, nunca iríamos a la guerra. Hallandren vive de sus tintes y su comercio textil. ¿Crees que ese negocio florecería en la guerra? Tendremos suerte si no sufrimos un colapso económico.
—¿De verdad crees que me preocupa el bienestar económico de Hallandren? —preguntó Vasher.
—Ya —dijo Bebid secamente—. Olvidaba con quién estoy hablando. ¿Qué quieres, entonces? Dímelo para que podamos acabar de una vez.
—Háblame de los rebeldes —pidió Vasher, masticando arroz.
—¿Los idrianos? Acabo de…
—De ellos no —dijo Vasher—. De los de la ciudad.
—No tienen ninguna importancia ahora que Vahr ha muerto —dijo el sacerdote, agitando la mano—. Nadie sabe quién lo mató, por cierto. Probablemente los propios rebeldes. Supongo que no les hizo gracia que se dejara capturar, ¿no?
Vasher no dijo nada.
—¿Eso es todo lo que quieres? —preguntó Bebid, impaciente.
—Necesito contactar con las facciones que mencionaste. Los que presionan para que haya guerra contra Idris.
—No te ayudaré a animar la…
—Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer, Bebid. Sólo dame la información que prometiste, y podrás quedar libre de todo esto.
—Vasher —repuso inclinándose aún más—. No puedo ayudarte. Mi señora no está interesada en este tipo de política, y me muevo en los círculos equivocados.
Vasher comió un poco más, mientras juzgaba la sinceridad del hombre.
—Muy bien. ¿Quién, entonces?
Bebid se relajó. Se secó la frente con la servilleta.
—No lo sé —dijo—. ¿Tal vez uno de los sacerdotes de Mercestrella? También podrías probar con Dedos Azules, supongo.
—¿Dedos Azules? Un nombre extraño para un dios.
—Dedos Azules no es un dios —rio Bebid—. Es sólo un apodo. Es el mayordomo del Alto Lugar, jefe de los escribas. Es quien mantiene la corte en funcionamiento; si alguien sabe algo sobre esta facción, será él. Naturalmente, es tan envarado y recto que te costará trabajo doblegar su voluntad.
—Te sorprenderías —dijo Vasher, llevándose a la boca la última cucharada de arroz—. Lo hice contigo, ¿no?
—Supongo.
Vasher se puso en pie.
—Paga al camarero cuando salgas —dijo, cogiendo la capa de la percha para dirigirse hacia la puerta.
Sintió una oscuridad a la derecha. Caminó por la calle y luego giró en un callejón, donde encontró a Sangre Nocturna, todavía envainada, sobresaliendo del pecho del ladrón que la había robado. Otro ratero yacía muerto en el suelo.
Vasher arrancó la espada, la terminó de meter en la vaina (sólo estaba abierta una fracción de pulgada) y echó el cierre.
«Perdiste los nervios ahí dentro un momento —refunfuño Sangre Nocturna—. Creí que estabas trabajando para mejorar eso.»
«Supongo que es una recaída», pensó Vasher.
La espada vaciló. «No creo que desrecayeras.»
«Esa palabra no existe», repuso Vasher, saliendo del callejón.
«¿Y? Te preocupan demasiado las palabras. Ese sacerdote… gastaste todas esas palabras con él, y luego lo dejaste ir. Yo no habría manejado así la situación.»
«Sí, lo sé. Hacerlo a tu modo habría implicado unos cuantos cadáveres más.»
«Bueno, soy una espada —rezongó—. Más vale dedicarse a aquello en lo que eres bueno…»
* * *
Sondeluz estaba sentado en su patio, viendo cómo el carruaje de la nueva reina se detenía ante el palacio.
—Bueno, ha sido un día agradable —le comentó a su sumo sacerdote. Unas cuantas copas de vino, más un poco de tiempo para dejar de pensar en niños privados de su aliento, y ya se sentía más cómodo consigo mismo.
—¿Sois feliz por tener una reina? —preguntó Llarimar.
—Soy feliz por haber evitado las peticiones de hoy gracias a su llegada. ¿Qué sabemos de ella?
—No mucho, divina gracia —dijo Llarimar, mirando el palacio del rey-dios—. Los idrianos nos sorprendieron no enviando a la hija mayor, como esperábamos. En su lugar mandaron a la más joven.
—Interesante —dijo Sondeluz, aceptando otra copa de vino de un criado.
—Sólo tiene diecisiete años. No puedo imaginar tener que casarme con el rey-dios a esa edad.
—Y yo no puedo imaginarte casado con el rey-dios a ninguna edad, Veloz. —Y se estremeció a propósito—. La verdad es que sí, puedo imaginarlo, y el vestido te sienta fatal. Asegúrate de que azoten a mi imaginación por su insolencia al mostrarme esa visión concreta.
—La pondré en fila tras vuestro sentido del decoro, divina gracia —dijo Llarimar secamente.
—No seas tonto. —Bebió un sorbo de vino—. Hace años que no tengo decoro alguno.
Se echó hacia atrás, tratando de decidir qué pretendían los idrianos al enviar a la princesa equivocada. Dos palmeras en sus macetas se agitaban al viento, y Sondeluz se distrajo por el olor de la sal que traía la brisa del mar. «Me pregunto si llegué a navegar por ese mar —pensó—. ¿Un hombre del océano? ¿Es así como morí? ¿Por eso soñé con un barco?»
Ahora sólo podía recordar ese sueño de forma vaga. Un mar rojo…
Fuego. Muerte, matanza y una batalla. Se sorprendió al recordar súbitamente el sueño con detalles más nítidos y vivos. El mar estaba rojo y reflejaba la magnífica ciudad de T'Telir, envuelta en llamas. Casi pudo oír a la gente gritando de dolor, casi pudo oír… ¿Qué? ¿Soldados marchando y combatiendo en las calles?
Sondeluz sacudió la cabeza, tratando de descartar los fantasmales recuerdos. Ahora recordó que el barco que había visto en su sueño estaba también ardiendo. Eso no tenía por qué significar nada: todo el mundo tenía pesadillas. Pero le incomodaba saber que sus pesadillas eran consideradas presagios proféticos.
Llarimar seguía de pie junto a la silla de Sondeluz, contemplando el palacio del Dios Rey.
—Oh, siéntate y deja de mirarme por encima de mi hombro —dijo Sondeluz—. Estás poniendo celosos a los buitres.
Llarimar alzó una ceja.
—¿Y qué buitres podrían ser, divina gracia?
—Los que siguen insistiendo que vayamos a la guerra —dijo Sondeluz, agitando una mano.
El sacerdote se sentó en uno de los reclinatorios de madera del patio, se relajó y se quitó la pesada mitra de la cabeza. Debajo del tocado, su pelo oscuro estaba sudoroso, pegado a la frente. Se pasó la mano. Durante los primeros años, Llarimar se había mostrado envarado y formal. Sin embargo, al cabo del tiempo, Sondeluz se lo había ganado. Después de todo, dios. En su opinión, si él podía relajarse en el trabajo, también podían hacerlo sus sacerdotes.
—No sé, divina gracia —dijo Llarimar lentamente, frotándose la mejilla—. No me gusta esto.
—¿La llegada de la reina?
Llarimar asintió.
—Hace unos treinta años que no tenemos reina en la corte. No sé cómo tratarán con ella las facciones.
Sondeluz se frotó la frente.
—¿Política, Llarimar? Sabes que la desprecio.
El sacerdote lo miró.
—Divina gracia: sois, por definición, político.
—No me lo recuerdes, por favor. Debería apartarme de esta situación. ¿Crees que podría sobornar a algún otro dios para que tomara el control de mis órdenes sinvida?
—Dudo que eso fuera aconsejable.
—Todo forma parte de mi plan maestro para asegurar que me vuelva redundantemente inútil para esta ciudad cuando muera. Otra vez.
Llarimar ladeó la cabeza.
—¿Redundantemente inútil?
—Por supuesto. La inutilidad regular no sería suficiente: después de todo, soy un dios.
Cogió un puñado de uvas de la bandeja de un criado, todavía intentando olvidar las perturbadoras imágenes de su sueño. No significaban nada. Sólo eran sueños.
Incluso así, decidió que se lo contaría a Llarimar a la mañana siguiente. Quizás el sacerdote podría utilizar los sueños para ayudar a presionar por la paz con Idris. Si el viejo Dedelin no había enviado a su hija primogénita, eso causaría más debates en la corte. Más conversaciones de guerra. La llegada de esta princesa debería haberlo zanjado, pero sabía que los belicosos halcones que había entre los dioses no dejarían morir el tema.
—Con todo —dijo Llarimar, como si hablara consigo mismo—, enviaron a alguien. Eso es buena señal. Una negativa absoluta habría significado la guerra con seguridad.
—Y sea quien sea Seguridad, dudo que debamos luchar con él —dijo Sondeluz mientras examinaba una uva—. La guerra es, en mi divina opinión, aún peor que la política.
—Algunos dicen que las dos cosas son lo mismo, divina gracia.
—Tonterías. La guerra es mucho peor. Al menos donde se desarrolla la política suele haber entremeses agradables.
Como de costumbre, Llarimar ignoró las ingeniosas observaciones de Sondeluz. El dios lo habría reprendido si no supiera que había otros tres sacerdotes menores al fondo del patio, registrando sus palabras, buscando en ellas sabiduría y significado.
—¿Qué creéis que harán ahora los rebeldes de Idris? —preguntó Llarimar.
—Ésa es la cuestión, Veloz —dijo Sondeluz, echándose hacia atrás, cerrando los ojos para sentir el sol en la cara—. Los idrianos no se consideran rebeldes. No están sentados en sus montañas esperando que llegue el día en que puedan regresar triunfales a Hallandren. Esto ya no es su hogar.
—Esos picos tampoco son un reino.
—Es un reino suficiente para controlar los mejores depósitos de mineral de la zona, cuatro pasos vitales al norte, y el linaje real original de la dinastía original de Hallandren. No nos necesitan, amigo mío.
—¿Y eso que se dice de que hay disidentes idrianos en la ciudad, levantando al pueblo contra la Corte de los Dioses?
—Sólo son rumores —dijo Sondeluz—. Aunque, cuando demuestren que estoy equivocado y las masas sin privilegios asalten mi palacio y me quemen en la hoguera, me aseguraré de informarles de que tú tuviste razón siempre. Reirás el último o… bueno, gritarás el último, ya que probablemente te atarán junto a mí.
Llarimar suspiró, y Sondeluz abrió los ojos para ver cómo el sacerdote lo miraba con expresión contemplativa. Llarimar no le reprendió por su desenfado. Tan sólo extendió la mano y volvió a ponerse la mitra. Él era el sacerdote, Sondeluz era el dios. No habría ninguna pregunta sobre sus motivos, ningún reproche. Si Sondeluz daba una orden, harían exactamente lo que dijera.
A veces, eso lo aterrorizaba.
Pero no hoy. En cambio, se sintió molesto. La llegada de la reina, de algún modo, le había hecho hablar de política… y el día iba muy bien hasta entonces.
—Más vino —pidió Sondeluz, alzando su copa.
—No os podréis emborrachar, divina gracia. Vuestro cuerpo es inmune a todas las toxinas.
—Lo sé —contestó Sondeluz mientras un sirviente menor llenaba su copa—. Pero créeme: soy bastante bueno fingiéndolo.
Siri bajó del carruaje. Inmediatamente, docenas de criados vestidos de azul y plata la rodearon, llevándosela. Siri se volvió, alarmada, buscando a sus soldados. Los hombres dieron un paso al frente, pero Treledees alzó la mano.
—El Receptáculo irá sola —declaró el sacerdote.
Siri sintió una punzada de temor. Era la hora.
—Regresad a Idris —le dijo a sus hombres.
—Pero, mi señora… —objetó el jefe de los soldados.
—No. Aquí no podéis hacer nada más por mí. Por favor, regresad y decidle a mi padre que he llegado bien.
El jefe de los soldados miró a sus hombres, vacilante. Siri no llegó a ver si obedecían o no, pues los criados la llevaron a un rincón tras un largo y negro pasillo. Trató de no mostrar su miedo. Había venido al palacio para casarse, y estaba decidida a causar una impresión favorable en el rey-dios. Pero en realidad estaba aterrada. ¿Por qué no había huido? ¿Por qué no se había librado de algún modo de todo aquello? ¿Por qué no podían dejarla en paz?
Ahora no había escapatoria. Mientras las criadas la llevaban por un pasillo hacia las profundidades del palacio, los últimos restos de su antigua vida desaparecieron tras ella.
Ahora estaba sola.
Lámparas de cristal de colores flanqueaban las paredes. Condujeron a Siri a través de oscuros pasadizos, dando vueltas y más vueltas. Trató de recordar el camino, pero pronto se sintió absolutamente perdida. Las sirvientas la rodeaban como una guardia de honor; aunque todas eran mujeres, pertenecían a edades diferentes. Todas llevaban una toca azul, el pelo suelto por atrás, y mantenían la mirada gacha. Sus titilantes túnicas azules eran amplias, incluso en el busto. Siri se ruborizó al ver los escotes. En Idris, las mujeres mantenían cubierto el cuello.
El negro pasillo acabó por desembocar en una habitación mucho más grande. Siri vaciló en la puerta. Aunque las paredes de piedra de esa habitación eran negras, estaban cubiertas con sedas de rico color marrón. De hecho, todo en la habitación era marrón, desde la alfombra hasta los muebles, pasando por las bañeras rodeadas de losetas ubicadas en el centro de la sala.
Las criadas empezaron a tirarle de la ropa para desnudarla. Siri dio un salto, apartó varias manos e hizo que se detuvieran, sorprendidas. Entonces atacaron con renovado vigor, y Siri comprendió que no tendría más remedio que apretar los dientes y soportar aquel tratamiento. Alzó los brazos, dejando que le quitaran el vestido y la ropa interior, y sintió que su cabello se volvía rojo mientras se ruborizaba. Al menos la habitación estaba cálida.
No obstante, se estremeció. Se vio obligada a permanecer allí de pie, desnuda, mientras otras criadas se acercaban con cintas de medición. Hurgaron y sondearon, tomando diversas medidas, incluyendo las de la cintura, el busto, los hombros y las caderas. Cuando terminaron, las mujeres retrocedieron, y la habitación quedó en silencio. La bañera seguía humeando en el centro de la cámara. Varias mujeres se la señalaron.
«Supongo que se me permite lavarme yo sola», pensó Siri con alivio, acercándose a los escalones de losa. Se introdujo con cuidado en la enorme tina, y le satisfizo la temperatura del agua. Se sumergió y se permitió relajarse un poco.
Oyó sonidos de salpicaduras a su espalda y se volvió. Varias criadas, vestidas de marrón, se metían en la bañera con manoplas y jabón. Siri suspiró, rindiéndose a sus cuidados mientras empezaban a frotarle vigorosamente el cuerpo y el pelo. Cerró los ojos, soportando el tratamiento con tanta dignidad como fue capaz.