—Actuáis de modo muy extraño, divina gracia —dijo Llarimar, alcanzándolo mientras cruzaba el jardín, seguido de un puñado de criados que se esforzaban por abrir un gran parasol rojo.
—Lo sé. Sin embargo, creo que podemos estar de acuerdo en que siempre he sido bastante extraño, para ser un dios.
—He de admitir que así es.
—Entonces actúo como es propio en mí. Y todo va bien en el universo.
—¿De verdad vamos a volver al palacio de Mercestrella?
—En efecto. ¿Crees que se molestará con nosotros? Eso podría ser interesante.
Llarimar suspiró.
—¿Estáis dispuesto a hablar ya de vuestros sueños?
Sondeluz no respondió de inmediato. Los sirvientes por fin abrieron el parasol y lo colocaron sobre él.
—Soñé con una tormenta —dijo entonces Sondeluz—. Yo estaba en medio de ella, sin nada a lo que agarrarme. Llovía y el viento soplaba contra mí, obligándome a retroceder. De hecho, era tan fuerte que incluso el suelo bajo mis pies parecía ondular.
Llarimar parecía preocupado.
«Más premoniciones de guerra —pensó el dios—. O, al menos, así lo verá él.»
—¿Algo más?
—Sí. Una pantera roja. Parecía brillar y reflejar la luz, como si fuera de cristal. Esperaba en medio de la tormenta.
Llarimar lo miró.
—¿Os estáis inventando las cosas, divina gracia?
—¡No! Es lo que soñé de verdad.
El sacerdote suspiró e hizo una seña a un sacerdote menor, quien corrió a tomar su dictado. Poco después llegaron al palacio de Mercestrella, dorado y amarillo. Sondeluz se detuvo ante el edificio, advirtiendo que nunca había visitado el palacio de otro dios sin enviar primero a un mensajero.
—¿Queréis que envíe a alguien para anunciaros, divina gracia?
Él vaciló.
—No —dijo por fin, reparando en un par de guardias en la puerta principal. Los dos hombres parecían bastante más musculosos que el criado medio y llevaban espadas. Hojas de duelo, supuso Sondeluz, aunque nunca había visto ninguna.
Se acercó a los dos hombres.
—¿Está vuestra señora?
—Me temo que no, divina gracia —respondió uno de ellos—. Fue a visitar a Madretodos para pasar la tarde.
«Madretodos», pensó Sondeluz. Otra que poseía órdenes sinvida. ¿Cosa de Encendedora? Tal vez debería pasarse más tarde: echaba de menos charlar con Madretodos. Ella, por desgracia, lo odiaba.
—Ya —le dijo al guardia—. Bueno, no importa. Necesito examinar el pasillo donde tuvo lugar el ataque anoche.
Los guardias se miraron.
—Yo… no sé si podemos dejaros hacer eso, divina gracia.
—¡Veloz! ¿Pueden prohibírmelo?
—Solamente si tienen una orden directa de Mercestrella.
Sondeluz se volvió hacia los hombres. Reacios, ellos se hicieron a un lado.
—Tranquilos —les dijo—. Vuestra señora me pidió que me encargara. ¿Vienes, Veloz?
Llarimar lo siguió por los pasillos. Una vez más, Sondeluz sintió una extraña satisfacción. Instintos que ignoraba poseer lo impulsaban a investigar aquel extraño episodio.
La madera había sido reemplazada: su vista aguzada notó fácilmente la diferencia entre la madera nueva y la antigua. Avanzó un poco más. La mancha donde la madera se había vuelto gris había desaparecido también, sustituida por material nuevo.
«Interesante —pensó—. Pero no inesperado. Me pregunto si hay algún parche más.» Avanzó un poco más y dio con otro parche de madera nueva. Formaba un cuadrado exacto.
—¿Divina gracia? —preguntó una nueva voz.
Era el joven sacerdote con quien había hablado el día anterior. Sonrió.
—Ah, bien. Esperaba que vinieras.
—Esto es muy irregular, divina gracia.
—He oído decir que atiborrarte de higos puede curarte de eso —repuso Sondeluz—. Ahora necesito hablar con los guardias que vieron al intruso la otra noche.
—¿Pero por qué, divina gracia?
—Porque soy un excéntrico. Mándalos llamar. Necesito hablar con todos los sirvientes o guardias que hayan visto al asesino.
—Divina gracia —replicó el sacerdote, incómodo—, las autoridades de la ciudad ya se han ocupado. Han determinado que se trató de un ladrón que buscaba las obras de arte de Mercestrella, y se han comprometido a…
—Veloz —dijo Sondeluz, volviéndose—. ¿Puede este hombre ignorar mi petición?
—Sólo con gran peligro para su alma, divina gracia.
El sacerdote los miró furioso a ambos, luego se dio media vuelta y envió a un criado a cumplir la exigencia de Sondeluz.
El dios se arrodilló, haciendo que varios criados susurraran alarmados. Obviamente, les parecía impropio que un dios se agachara.
Él los ignoró y examinó el cuadrado de madera nueva. Era más grande que los otros dos, y los colores encajaban mejor. Se trataba sólo de un cuadrado de madera ligeramente distinto en su color a sus vecinos. Sin suficiente aliento, ni siquiera habría advertido la diferencia.
«Una trampilla —comprendió con súbita sorpresa. El sacerdote lo vigilaba de cerca—. Este parche no es tan nuevo como los otros dos. Sólo es nuevo en relación con las otras tablas.»
Sondeluz se arrastró, ignorando deliberadamente la trampilla. Una vez más, instintos inesperados le advirtieron que no revelara su hallazgo. ¿Por qué era tan cauto de repente? ¿Era influencia de sus agitados sueños y la imaginería de aquel cuadro? ¿O había algo más? Sentía como si estuviera sondeando profundamente en su interior, sacando una conciencia que antes nunca había necesitado.
Fuera como fuese, se apartó fingiendo no haber advertido nada, como si buscara rastros que pudieran haber quedado en la madera. Encontró un hilo, obviamente desprendido de la túnica de un criado, y lo alzó.
El sacerdote pareció relajarse un poco.
«Sabe lo de la trampilla —confirmó Sondeluz—. Y ¿también quizá lo sabía el intruso?»
Sondeluz se arrastró un poco más, incomodando a los criados hasta que los hombres que había mandado llamar llegaron. Se incorporó, dejó que un par de criados le sacudieran la túnica y se acercó a los recién llegados. El pasillo resultaba incómodo para tanta gente, así que salió de allí con todos. Una vez fuera, miró al grupo de seis hombres.
—Identificaos. Tú, el de la izquierda, ¿quién eres?
—Me llamo Gagaril.
—Lo siento.
El hombre se ruborizó.
—Me pusieron el nombre de mi padre, divina gracia.
—Vaya. Bien, ¿qué tienes que ver con todo esto?
—Soy uno de los guardias que estaban en la puerta cuando irrumpió el intruso.
—¿Estabas solo?
—No —respondió otro de los hombres—. Yo estaba con él.
—Bien. Vosotros dos, iros por allí.
Señaló el jardín con la mano. Ambos hombres se miraron y al punto obedecieron.
—¡Lo bastante lejos para que no podáis oírnos!
Los dos hombres asintieron y continuaron.
—Muy bien. —Sondeluz se volvió hacia los demás—. ¿Quiénes sois vosotros tres?
—El intruso nos atacó en el pasillo —respondió uno de ellos. Señaló a los otros dos—. A los tres. Y… a otro más. El compañero que murió.
—Terrible desgracia —dijo Sondeluz, señalando en otra dirección del jardín—. Por allá. Caminad hasta que ya no podáis oírme, luego esperad.
Los tres hombres se alejaron.
—Y ahora tú —dijo Sondeluz, las manos en las caderas, mirando al último hombre, un sacerdote menor.
—Vi huir al intruso, divina gracia —respondió—. Estaba mirando por una ventana.
—Qué oportuno —dijo el dios, señalando un tercer punto del jardín, lo bastante alejado de los demás. El hombre se marchó.
Se volvió hacia el sacerdote que estaba al mando.
—¿Dices que el intruso liberó a un animal sinvida?
—Una ardilla, divina gracia. La capturamos.
—Ve y tráemela.
—Divina gracia, es bastante salvaje y… —Se detuvo, advirtiendo la expresión de Sondeluz, y entonces llamó a un criado.
—No. Un criado no. Ve tú y tráela personalmente.
El sacerdote parecía incrédulo.
—Vamos, muévete —dijo Sondeluz, agitando una mano—. Sé que es una ofensa a tu dignidad, pero así están las cosas. En marcha.
El sacerdote se alejó gruñendo.
—Los demás esperad aquí —dijo Sondeluz a sus propios sirvientes y sacerdotes.
Ellos parecieron resignados. Empezaban a acostumbrarse a que los dejara solos.
—Vamos, Veloz —dijo Sondeluz, encaminándose hacia los dos guardias que había enviado al jardín.
Llarimar corrió para alcanzarlo, pues con sus largas zancadas Sondeluz no tardó en llegar junto a los dos hombres.
—Ahora decidme lo que visteis —pidió.
—Se nos acercó fingiendo ser un loco, divina gracia —contestó uno. Señaló a su compañero—. Lo golpeó en el estómago con el pomo de su espada.
El segundo guardia se levantó la camisa para mostrar un gran hematoma y luego ladeó la cabeza, mostrando otro en su cuello.
—Nos asfixió a ambos —dijo el primero—. A mí con esas borlas, a Fran con la bota en el cuello. Es lo último que vimos. Para cuando despertamos, se había ido.
—Os asfixió, pero no os mató. ¿Se contentó con dejaros sin sentido?
—Así es, divina gracia.
—Describidme al hombre.
—Era grande —dijo el guardia—. Tenía barba descuidada. No demasiado larga.
—No apestaba ni estaba sucio —indicó el otro—. Simplemente, no parecía darle mucha importancia a su aspecto. Llevaba el pelo largo, hasta el cuello, y no había visto un peine en mucho tiempo.
—Vestía harapos —añadió el primero—. Nada brillante, pero tampoco realmente oscuro. Sólo una especie de… color neutro. Poco típico de Hallandren, ahora que lo pienso.
—¿E iba armado?
—Con la espada que me golpeó. Un arma grande. No una hoja de duelo, sino más bien una espada oriental. Recta y muy larga. La llevaba oculta bajo la capa; la habríamos visto si no la hubiera cubierto caminando de forma tan extraña.
Sondeluz asintió.
—Gracias. Quedaos aquí.
Se dio media vuelta y se dirigió hacia el segundo grupo.
—Esto es muy interesante, divina gracia —dijo Llarimar—. Pero no llego a comprender qué sentido tiene.
—Es sólo curiosidad.
—Disculpadme, divina gracia. Pero no sois del tipo curioso.
Sondeluz continuó caminando. Las cosas que estaba haciendo obedecían a impulsos que, a su vez, le parecían naturales. Se acercó al siguiente grupo.
—Vosotros visteis al intruso en el pasillo, ¿no?
Los hombres asintieron. Uno dirigió una mirada hacia el palacio de Mercestrella. En el césped de delante había ahora una pintoresca mezcla de sacerdotes y sirvientes, tanto de Mercestrella como del propio Sondeluz.
—Contadme qué ocurrió.
—Caminábamos por el pasillo de los sirvientes —dijo uno de ellos—. Habíamos terminado nuestro turno y nos dirigíamos a una taberna en la ciudad.
—Entonces vimos a alguien en el pasillo —dijo otro—. No era de aquí.
—Describidlo.
—Un hombre grande —dijo uno. Los otros asintieron—. Tenía ropas harapientas y barba. Aspecto sucio.
—No —corrigió otro—. La ropa era vieja, pero el hombre no estaba sucio. Sólo desaliñado.
Sondeluz asintió.
—Continuad.
—Bueno, no hay mucho que decir. Nos atacó. Le lanzó una cuerda que había despertado al pobre Taff, quien quedó atado de inmediato. Rariv y yo corrimos en busca de ayuda. Lolan se quedó atrás.
Sondeluz miró al tercer hombre.
—¿Te quedaste atrás? ¿Por qué?
—Para ayudar a Taff.
«Miente. Parece demasiado nervioso.»
—¿De veras? —dijo el dios, acercándose.
El hombre bajó la cabeza.
—Bueno, también estaba la espada…
—Es verdad —intervino otro—. Nos arrojó una espada. Un arma muy rara.
—¿No la desenvainó? —preguntó Sondeluz.
Los hombres negaron con la cabeza.
—Nos la arrojó por el suelo, con vaina y todo. Lolan la cogió.
—Pensé en luchar con él —dijo Lolan.
—Interesante. ¿Y vosotros dos os marchasteis?
—Sí —dijo uno de los dos hombres—. Cuando volvimos con refuerzos… después de ser perseguidos por esa maldita ardilla, encontramos a Lolan en el suelo inconsciente, y al pobre Taff… bueno, todavía estaba atado, aunque la cuerda ya no estaba despierta. Lo habían apuñalado.
—¿Lo viste morir?
—No —dijo Lolan, alzando las manos. Sondeluz advirtió que tenía una mano vendada—. El intruso me dejó inconsciente de un puñetazo en la cabeza.
—Pero tú tenías la espada.
—Era demasiado grande para usarla —dijo el hombre, agachando la cabeza.
—¿Así que os arrojó la espada, echó a correr y te dio un puñetazo en la cabeza?
El hombre asintió.
—¿Y tu mano?
El hombre vaciló, retirando la mano.
—Me la torcí. Nada importante.
—¿Y necesitas un vendaje para una mano torcida? —Sondeluz alzó una ceja—. Enséñamela.
El hombre titubeó.
—Enséñamela, o pierde tu alma, hijo mío —apremió Sondeluz con lo que esperaba fuera una adecuada voz divina.
El hombre extendió lentamente la mano. Llarimar retiró la venda.
La mano estaba completamente gris, vacía de color.
«Imposible —pensó asombrado Sondeluz—. El despertar no le hace eso a la carne viva. No puede absorber el color de alguien vivo, sólo de objetos. Tablas del suelo, ropas, muebles.»
El hombre retiró la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó el dios.
—No lo sé —respondió el hombre—. Me desperté, y estaba así.
—¿Ah, sí? ¿Y tengo que creer que no tuviste nada que ver? ¿Que no estabas compinchado con el intruso?
De repente, el hombre se hincó de rodillas y empezó a llorar.
—¡Por favor, mi señor! No toméis mi alma. No soy el mejor de los hombres. Voy a burdeles y hago trampas en el juego.
Los otros dos parecieron sobresaltarse ante esas palabras.
—Pero no sé nada de ese intruso —continuó Lolan—. Par favor, tenéis que creerme. Yo sólo quería esa espada. ¡Esa hermosa espada negra! Quería desenvainarla, blandirla, atacar con ella al hombre. ¡Intenté cogerla y entonces él me atacó! ¡Pero no lo vi matar a Taff! ¡Lo juro, nunca había visto a ese intruso antes! ¡Tenéis que creerme!
Sondeluz vaciló.
—Te creo —dijo finalmente—. Que esto sea una advertencia. Sé bueno. Deja de hacer trampas.
—Sí, mi señor.
Sondeluz se despidió de los hombres con un gesto, y Llarimar y él los dejaron atrás.