Ella no estaba segura. Sin embargo, quería creerlo. «Idiota —pensó—. Vas a dejarte engañar otra vez.»
No había demostrado ser muy buena juzgando a la gente. De todas formas, no recogió la bolsa de monedas.
—Estoy dispuesta a ayudar. Siempre y cuando no implique nada más que informar a los demás que deseo impedir que Idris sufra daño.
—Con eso bastará.
Ella vaciló.
—¿De verdad crees que podemos hacerlo? ¿Detener la guerra?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez. Suponiendo que pueda contenerme de darles una paliza a todos esos idrianos por actuar como idiotas.
«Un pacifista con problemas para controlar su temperamento —pensó ella con ironía—. Menuda combinación. Más o menos como una devota princesa idriana que tiene suficiente aliento biocromático para poblar una aldea pequeña.»
—Hay más sitios como éste —dijo Vasher—. Quiero que la gente te vea.
—Muy bien —contestó ella, tratando de no mirar la espada mientras se levantaba. Incluso ahora, aquella arma lograba hacerla sentir enferma.
Vasher asintió.
—No habrá mucha gente en cada reunión. No tengo los contactos de Denth, y no soy amigo de gente importante. Los que conozco son obreros. Tendremos que ir a visitar las tinas de tintes, tal vez incluso alguno de los campos.
—Comprendo.
Sin más comentario, Vasher recogió su bolsa de dinero, y luego la condujo hasta la esquina. «Vuelta a empezar —pensó ella—. Sólo puedo esperar que esta vez me encuentre en el bando adecuado.»
Siri contemplaba a Susebron con afecto mientras él comía su tercer postre. La cena estaba esparcida por la mesa y el suelo, algunos platos ya vacíos, otros apenas probados. Aquella primera noche en que Susebron ordenó la comida había iniciado una tradición. Ahora pedían comida cada noche, aunque sólo después de que Siri hiciera su numerito para los sacerdotes que escuchaban al otro lado. A Susebron le parecía muy divertido, aunque ella advertía la curiosidad en sus ojos mientras la miraba.
Él había demostrado ser bastante goloso ahora que los sacerdotes censores y su sentido de la etiqueta estaban ausentes.
—Deberías andar con cuidado —advirtió ella mientras él se terminaba otro pastel—. Si comes demasiados, engordarás.
Él echó mano de la pizarrita. «No, no engordaré.»
—Sí que lo harás —contestó ella, sonriendo—. Es lo que suele pasar.
«No a los dioses. Mi madre me lo explicó. Algunos hombres se vuelven fornidos si hacen mucho ejercicio y otros engordan si comen mucho. Eso no le ocurre a los Retornados. Siempre estamos igual.»
Siri no podía discutirlo. ¿Qué sabía de los Retornados?
«¿Es así la comida en Idris?», escribió Susebron.
Ella sonrió. Él siempre mostraba mucha curiosidad hacia su patria. Podía sentir un ansia en él, el deseo de ser libre de ese palacio y ver el exterior. Sin embargo, no quería ser desobediente, aunque las reglas fueran duras.
—Tengo que seguir corrompiéndote un poco más.
Él vaciló. «¿Qué tiene eso que ver con la comida?»
—Nada. Pero es verdad de todas formas. Eres demasiado buena persona, Susebron.
«¿Sarcasmo? Espero que lo sea.»
—Sólo a medias —dijo ella, tendiéndose boca abajo y observándolo al otro lado de su picnic improvisado.
«¿Semi-sarcasmo? ¿Es algo nuevo?»
—No. A veces hay verdad en el sarcasmo. En realidad no quiero corromperte, pero creo que eres demasiado obediente. Tienes que ser un poco más intrépido. Impulsivo e independiente.
«Es difícil ser impulsivo cuando estás encerrado en un palacio rodeado de cientos de sirvientes.»
—Buen argumento.
«Sin embargo, he estado pensando en las cosas que dijiste. Por favor, no te enfades conmigo.»
Siri irguió la cabeza, advirtiendo el rubor en su expresión.
—Muy bien. ¿Qué has hecho?
«Hablar con mis sacerdotes. Usando la escritura de los artesanos.»
Ella sintió un momento de pánico.
—¿Les hablaste de nosotros?
«No, no —escribió él rápidamente—. Les dije que me preocupaba tener un hijo. Pregunté por qué murió mi padre justo después de tenerme.»
Siri frunció el ceño. Una parte de ella deseaba que él le hubiera dejado manejar esas negociaciones. Sin embargo, no dijo nada. No quería tenerlo tan presionado como hacían los sacerdotes. Era su vida la que estaba siendo amenazada: se merecía la oportunidad de trabajar también en el problema.
—Bien—dijo.
«¿No estás enfadada?»
Ella se encogió de hombros.
—¡Te estaba animando a que seas más impulsivo! Ahora no puedo quejarme. ¿Qué te dijeron?
Susebron borró antes de continuar. «Me dijeron que no me preocupara. Dijeron que todo saldría bien. Así que volví a preguntarles, y de nuevo me dieron una respuesta vaga.»
Siri asintió lentamente.
«Me duele escribir esto, pero empiezo a pensar que tienes razón. He advertido que mis guardias y despertadores no se separan de mí últimamente. Incluso dejamos de ir ayer a la Asamblea de la Corte.»
—Eso es mala señal. No he tenido mucha suerte a la hora de averiguar lo que va a pasar. He mandado llamar a tres cuentacuentos, pero ninguno tenía más información que la que me dio Hoid.
«¿Sigues pensando que todo es por el aliento que tengo?»
Ella asintió.
—¿Recuerdas lo que te dije de mi conversación con Treledees? Habló de ese aliento tuyo con reverencia. Para él, es algo que debe pasar de generación en generación, como un tapiz familiar.
«En una de las historias para niños de mi libro hay una espada mágica. Un chico la recibe de su abuelo, y resulta que la espada era una reliquia, el símbolo de la corona en la tierra.»
—¿Qué quieres decir?
«Tal vez toda la monarquía de Hallandren no sea más que una forma de guardar el aliento. La única forma segura de pasar el aliento entre individuos y generaciones es usar a la gente como anfitriones. Así crearon una dinastía de reyes-dioses que pudieran conservar el tesoro y pasarlo de padres a hijos.»
Ella asintió lentamente.
—Eso significaría que el rey-dios es un receptáculo mayor que yo. Una vaina para una espada.
«Exactamente. Tenían que hacer reyes a mi familia por cuánto aliento había en ese tesoro. Y tenían que dárselo a un retornado… de lo contrario el rey y sus dioses podrían haber competido por el poder.»
—Tal vez. Parece horriblemente conveniente que el rey-dios siempre engendre un hijo nacido muerto que luego retorna…
Se interrumpió. Susebron también se dio cuenta.
«A menos que el próximo rey-dios no sea realmente el hijo del actual», escribió, la mano temblando levemente.
—¡Austre! ¡Dios de los Colores! Eso es. En algún lugar del reino, un bebé murió y retornó. ¡Por eso es tan urgente que me quede embarazada! Ya tienen al próximo rey-dios, ahora sólo necesitan continuar con la farsa. Me casan contigo, esperan un niño lo antes posible, y luego cambian el bebé por el retornado.
«Entonces me matan a mí y de algún modo me quitan el aliento. Y se lo dan a ese niño, para que pueda convertirse en el próximo rey-dios.»
—Espera. ¿Retornan los niños?
«Sí.»
—Pero ¿cómo retorna un niño de un modo que sea heroico o virtuoso, o algo por el estilo?
Susebron vaciló, y ella comprendió que no tenía respuesta. Niños retornados. Entre su propia gente, no creían que una persona fuera elegida para retornar porque ejemplificara alguna virtud. Eso era una creencia de Hallandren. A ella le parecía una laguna en su teología, pero no quería insistir en el asunto. Susebron ya estaba preocupado porque no creía en su divinidad.
Siri se echó hacia atrás.
—Eso no importa. La verdadera pregunta es más importante. Si los reyes-dioses son sólo vehículos para contener aliento, entonces ¿por qué se molestan en cambiarlos? ¿Por qué no dejan que un hombre contenga el aliento?
«No lo sé. No parece tener sentido, ¿no? Tal vez les preocupa mantener tanto tiempo cautivo a un solo rey-dios. ¿Quizá sea porque los niños son más fáciles de controlar?»
—Si ése es el caso, querrían cambiarlo más a menudo. Algunos de esos reyes-dioses duraron siglos. Naturalmente, puede que tenga que ver con lo rebelde que consideren que es su rey.
«¡Yo hago todo lo que tengo que hacer! Acabas de quejarte de que soy demasiado obediente.»
—Comparado conmigo, lo eres. Tal vez desde su punto de vista seas un salvaje. Después de todo, ocultaste ese libro que te dio tu madre, y luego aprendiste a escribir. Tal vez te conocen lo bastante bien para darse cuenta de que no ibas a continuar siendo dócil. Así que ahora que tienen una oportunidad para sustituirte, pretenden aprovecharla.
«Tal vez», escribió él.
Siri revisó de nuevo sus conclusiones. Examinándolas de una manera crítica, podía ver que no eran más que especulaciones. Sin embargo, todo el mundo decía que los otros Retornados no podían tener hijos, así que, ¿por qué iba a ser diferente el rey-dios? Podía tratarse sólo de un modo de oscurecer el hecho de que traían a una nueva persona para ser rey-dios cuando encontraban a una.
Eso no respondía a la pregunta más importante: ¿qué iban a hacerle a Susebron para extraerle sus alientos?
Susebron se recostó para contemplar el oscuro techo. Siri lo miró, advirtiendo la expresión de tristeza en sus ojos.
—¿Qué pasa?
Él simplemente negó con la cabeza.
—¿Por favor? ¿Qué pasa?
Él se sentó un instante, luego agachó la cabeza y empezó a escribir. «Si lo que dices es verdad, entonces la mujer que me crió no era mi madre. Yo habría nacido de cualquiera, en el campo. Los sacerdotes me trajeron cuando regresé, y me criaron en el palacio como "hijo" del rey-dios que acababan de matar.»
Verlo dolorido acongojó a Siri. Rodeó la manta del suelo, se sentó a su lado y lo abrazó y apoyó la cabeza en su brazo.
«Ella es la única persona que me ha mostrado auténtica amabilidad en la vida —escribió Susebron—. Los sacerdotes me reverencian y me cuidan… o al menos supuse que eso hacían. Sin embargo, nunca me han querido de verdad. Sólo mi madre me quiso. Y ahora no estoy seguro de saber siquiera quién es.»
—Si ella te crió, es tu madre. No importa quién te pariera.
Él no respondió.
—Tal vez era tu verdadera madre. Si iban a traerte al palacio en secreto, bien podrían haber traído a tu madre también. ¿Quién mejor para cuidarte?
Él asintió y entonces escribió en la pizarra con una mano, mientras rodeaba con la otra la cintura de Siri. «Tal vez tengas razón. Aunque ahora me parece sospechoso que muriera como lo hizo. Era una de las pocas personas que podía decirme la verdad.»
Eso pareció entristecerlo aún más, y Siri lo atrajo y apoyó la cabeza sobre su pecho.
«Por favor, háblame de tu familia.»
—Mi padre a menudo se sentía frustrado conmigo. Pero me amaba. Me ama. Sólo quería que hiciera lo que consideraba que estaba bien. Y… bueno, cuanto más tiempo paso en Hallandren, más desearía haberle hecho caso, o al menos un poquito… Ridger es mi hermano mayor. Siempre estaba metiéndose en líos. Era el heredero, y yo lo malcrié por completo, al menos hasta que fue lo bastante mayor para comprender sus deberes. Es un poco como tú. Muy cariñoso, siempre intentando hacer lo que está bien. Pero no comía tantos dulces.
Susebron sonrió y le apretó el hombro.
—Luego está Fafen. En realidad no la conozco muy bien. Ingresó en un monasterio cuando yo era todavía muy joven… y me alegro. En Idris se considera un deber proporcionar al menos un hijo a los monasterios. Ellos son los que cultivan la comida para los necesitados y cuidan de las cosas de la ciudad. Recortar setos, lavar, pintar. Todo lo que sea útil.
Él extendió la mano. «Un poco como ser rey. Vivir para servir a los demás.»
—Claro. Sólo que no los encierran y pueden dejar de hacerlo, si quieren. Sea como sea, me alegro de que fuera Fafen y no yo. Me habría vuelto loca con la vida monástica. Tienen que ser piadosos todo el tiempo, y se supone que son los menos ostentosos de la ciudad.
«No es algo que venga bien con tu pelo.»
—Está claro que no.
«Aunque últimamente ha dejado de cambiar de color tan a menudo», escribió él, frunciendo levemente el ceño.
—He aprendido a controlarlo mejor —dijo Siri con una mueca—. La gente puede leerme demasiado fácilmente por su culpa. Mira. —Lo cambió de negro a amarillo, y él sonrió, pasando los dedos por sus largos mechones—. Después de Fafen, está la mayor, Vivenna. Es con quien se supone que tendrías que haberte casado. Dedicó toda su vida preparándose para mudarse a Hallandren.
«Debe de odiarme. Crecer sabiendo que tendría que dejar su familia y vivir con un hombre al que no conocía.»
—Tonterías. Vivenna lo anhelaba. No creo que pueda sentir odio. Siempre era tranquila, meticulosa y perfecta.
Susebron frunció el ceño.
—Parezco amargada, ¿verdad? —suspiró Siri—. No lo pretendía. Quiero de verdad a Vivenna. Siempre estaba allí, vigilándome, pero me parecía que hacía demasiados esfuerzos para encubrirme. Mi hermana mayor, sacándome de los líos, reprendiéndome tranquilamente, y luego encargándose de que no me aplicaran el merecido castigo. —Vaciló—. Probablemente ahora estarán todos en casa, muy preocupados por mí.
«Pareces preocupada por ellos.»
—Lo estoy. He estado escuchando a los sacerdotes discutir en la corte. No tiene buena pinta, Seb. Hay un montón de idrianos en la ciudad y se están volviendo muy intrépidos. La guardia se vio obligada a enviar tropas a uno de los suburbios hace unas semanas. Eso no ayuda a reducir las tensiones entre nuestros países.
Susebron la rodeó de nuevo con el brazo, atrayéndola. Era agradable estar apretujada contra él. Muy agradable.
Después de unos minutos, retiró el brazo y escribió de nuevo, tras borrar primero torpemente.
«Estaba equivocado, ¿sabes?»
—¿Sobre qué?
«Sobre las cosas que dije antes. Escribí que mi madre era la única persona que me ha mostrado jamás amor y amabilidad. Eso no es cierto. Hay otra.»
Dejó de escribir y la miró. Entonces escribió de nuevo. «Tú no tenías por qué mostrarme amabilidad. Podías haberme odiado por apartarte de tu familia y tu patria. En cambio, me has enseñado a leer, eres mi amiga. Me amas.»
La miró. Ella le devolvió la mirada. Entonces, vacilante, Susebron se inclinó y la besó.