—Pues vas a tener que ceder en esa parte si quieres tu heredero.
A Treledees no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Le miró el pelo. Y, de algún modo, ella consiguió que no mostrara ni una leve sombra de inseguridad. La miró a los ojos.
—No puedes matarme, Treledees —le recordó ella—. No si quieres un heredero real. No puedes amedrentarme ni obligarme. Sólo el rey-dios podría hacer eso. Y ya sabemos cómo es.
—No sé a qué te refieres.
—Oh, anda ya, ¿De verdad esperabas que me acostara con él y no descubriera que no tiene lengua? ¿Que es virtualmente un niño? Dudo que pueda hacer sus necesidades sin ayuda de los criados.
Treledees se ruborizó de furia.
«Le preocupa de verdad —advirtió Siri—. O, al menos, recibe los insultos al rey-dios como afrentas personales. Es más devoto de lo que suponía.»
Así que probablemente no era un asunto de dinero. Siri sospechaba que ése no era el tipo de hombre que vendía su religión. Fueran cuales fuesen los motivos de lo que sucedía en el palacio, probablemente tenía que ver con convicciones auténticas.
Revelar lo que sabía sobre Susebron era una jugada. Imaginaba que Treledees lo averiguaría de todas formas, y por eso prefería mencionar que sabía que Susebron era un necio con la mente de un niño. Dar un poco de información, pero también despistar con otra. Si ellos asumían que creía que Susebron era tonto, no sospecharían de una conspiración entre su marido y ella.
No obstante, dudaba de estar haciendo lo adecuado. Pero tenía que aprender, o Susebron moriría. Y el único modo de aprender era arriesgarse. No tenía mucho, pero sí una cosa que los sacerdotes querían: su vientre.
Parecía que podría negociar de manera efectiva, pues Treledees contuvo su ira y mantuvo un semblante de calma. Se dio la vuelta y contempló el palacio.
—¿Sabes algo de la historia de este reino? Quiero decir, después de que se marchara tu familia.
Ella frunció el ceño, sorprendida por la pregunta. «Más de lo que probablemente crees», pensó.
—No mucho —dijo.
—Lord Dalapaz nos dejó con un desafío —respondió Treledees—. Nos dio el tesoro de nuestro rey-dios, que ahora posee un aliento biocromático único en la historia. Más de cincuenta mil alientos. Nos dijo que los guardáramos a salvo. Y nos advirtió que no los usáramos.
Siri sintió un leve escalofrío.
—No espero que comprendas lo que hemos hecho —prosiguió el sacerdote—. Pero era necesario.
—¿Necesario mantener a un hombre en cautividad? ¿Privarlo de la capacidad de hablar, convertir en un niño a un hombre adulto? ¡Ni siquiera sabía lo que tenía que hacer con una mujer!
—Fue necesario —dijo Treledees, la mandíbula firme—. Idrianos. Ni siquiera intentáis comprender. He tenido tratos con tu padre durante años, y he encontrado en él el mismo prejuicio ignorante.
«Me está picando», pensó Siri, manteniendo sus emociones bajo control, aunque con gran esfuerzo.
—Creer en Austre en vez de en vuestros dioses vivientes no es ignorancia. Después de todo, sois vosotros los que abandonasteis nuestra fe y seguisteis un camino más fácil.
—Seguimos al dios que vino a protegernos cuando vuestro Austre, un ser invisible y desconocido, nos abandonó al destructor Kalad. Dalapaz retornó a la vida con un propósito concreto: acabar con el conflicto entre los hombres, traer de nuevo la paz a Hallandren. —La miró—. Su nombre es sagrado. Él es quien nos dio vida, Receptáculo. Y sólo nos pidió una cosa: que cuidáramos de su poder. Murió para dárnoslo, pero exigió que lo conserváramos por si tenía que retornar de nuevo y lo necesitaba. No podíamos permitir que se empleara. No podíamos dejar que se profanara. Ni siquiera por nuestro rey-dios.
Guardó silencio.
«¿Entonces cómo le extraéis ese tesoro para transmitirlo?», pensó ella, y tuvo ganas de preguntarlo. ¿Sería revelar demasiado?
Treledees continuó.
—Ahora veo por qué tu padre te envió en lugar de tu hermana. Tendríamos que haber estudiado a todas las hijas, no sólo a la primera. Tú eres más capaz de lo que nos han hecho creer.
Aquella declaración la sorprendió, pero mantuvo el cabello bajo control. Treledees suspiró, apartando la mirada.
—¿Cuáles son tus exigencias? ¿Qué hace falta para que vuelvas a tus… deberes cada noche?
—Mis criadas. Quiero sustituir a mis principales sirvientas por mujeres de Phan Kahl.
—¿Estás descontenta con tus criadas?
—No particularmente. Simplemente pienso que tengo más cosas en común con las mujeres de Pahn Kahl. Ellas, como yo, viven exiliadas de su pueblo. Además, me gusta el color marrón que visten.
—Por supuesto —dijo Treledees, pensando que eran sus prejuicios idrianos los que motivaba aquella petición.
—Las muchachas de Hallandren pueden continuar sirviendo en las funciones que hacían las mujeres de Pahn Kahl —continuó Siri—. No tienen que dejarme por completo: de hecho, sigo queriendo hablar con algunas de ellas. Sin embargo, las mujeres que estarán siempre conmigo serán de Phan Kahl.
—Así se hará —contestó Treledees—. ¿Volverás a tus obligaciones, pues?
—Por ahora. Eso te proporcionará unas semanas más.
Treledees frunció el ceño, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Siri le sonrió, se dio media vuelta y se marchó. Sin embargo, no se sentía satisfecha con el tono que había seguido la conversación. Había conseguido una victoria, pero al precio de enfrentarse todavía más a Treledees.
«Dudo que hubiera acabado por apreciarme, no importa cuánto lo hubiera intentado —decidió, sentándose en su pabellón—. Probablemente es mejor así.»
Seguía sin saber qué iba a pasar con Susebron; al menos había confirmado que era posible manipular a los sacerdotes. Eso significaba algo, aunque pisaba terreno peligroso. Volvió a su comida, dispuesta a seguir probando otra ronda de pescado. Se esforzaba en aprender cosas de Hallandren. Esperaba que darle a los Pahn Kahl de Dedos Azules un papel más prominente a su servicio facilitara su huida. Eso esperaba.
Con un suspiro, se llevó un bocado a la boca y continuó probando la comida.
Vivenna presentó su moneda.
—¿Una pieza? —preguntó Cads—. ¿Eso es todo? ¿Una sola pieza?
Era uno de los hombres más sucios que Vivenna había visto, incluso en las calles. Pero le gustaba presumir de ropa. Era su estilo: ropa gastada y sucia de última moda. Parecía pensar que eso era gracioso. Una burla a los nobles.
Sopesó la moneda en sus mugrientos dedos.
—Una pieza —repitió.
—Por favor —susurró Vivenna. Se encontraban en la boca de un callejón, detrás de dos restaurantes. Dentro del callejón, los golfos callejeros rebuscaban en la basura. Basura fresca de dos restaurantes. Su estómago crujió.
—Me cuesta creer que esto sea todo lo que has conseguido hoy, señoritinga —dijo el hombre.
—Por favor, Cads —repitió ella—. Sabes… sabes que no mendigo bien.
Estaba empezando a llover. Otra vez.
—Deberías hacerlo mejor. Incluso los niños pueden traerme al menos dos.
Tras él, los afortunados que lo habían complacido continuaron con su festín. Olía muy bien. O tal vez era el aroma de los propios restaurantes.
—Hace días que no pruebo bocado —suplicó ella, parpadeando para espantar la lluvia.
—Entonces hazlo mejor mañana —replicó él, rechazándola.
—Mi moneda…
Cads llamó a sus matones cuando ella hizo intención de dar un paso. Vivenna retrocedió tropezando.
—Mañana trae dos —dijo Cads, metiéndose en su callejón—. Tengo que pagarle a los dueños de los restaurantes, ya sabes. No puedo dejarte comer gratis.
Vivenna se quedó mirándolo. No porque pensara que podría hacerlo cambiar de opinión, sino porque le costaba aceptar aquella decisión injusta. Era su última oportunidad de conseguir comida ese día. Una sola moneda no le compraría más que un bocado en cualquier parte, pero allí, la última vez, le había permitido comer hasta saciarse.
Eso había sido una semana antes. ¿Cuánto tiempo llevaba ya en las calles? No lo sabía. Se dio la vuelta, aturdida, y se arrebujó en su chal. Anochecía. Debería mendigar un poco más.
Se estremeció, como si con aquella moneda hubiera perdido su posesión más valiosa.
No. Eso lo tenía todavía. Apretó con fuerza el chal.
¿Por qué era importante? Le costaba recordarlo.
Pensó en las Tierras Altas. Su hogar. Una parte de ella comprendía que no debería sentirse tan cambiada respecto a la persona que había sido. Era una princesa, ¿no? Pero se sentía tan débil que pronto ni siquiera el hambre la preocuparía demasiado. Todo era un error. Todo, fruto de un terrible error.
Se adentró en los suburbios y caminó arrastrando los pies, cuidando de mantener la cabeza gacha, la espalda encorvada, no fuera a ser que alguien la tomara con ella. Al cruzar una calle vaciló. Era allí donde esperaban las putas, protegidas de la lluvia por un alero.
Vivenna las miró, de pie con sus ropas insinuantes. Era apenas la segunda de las calles del suburbio, un lugar que no resultaba demasiado amenazador para los de fuera. Todos los rufianes sabían que no había que meterse con un hombre que fuera a visitar a las putas. A los señores de los suburbios no les gustaba que sus clientes se asustaran. Malo para el negocio, como habría dicho Denth.
Vivenna se quedó mirando. Las putas parecían bien alimentadas. No se las veía desastradas y varias reían. Podría unirse a ellas. Un pillo callejero se lo había dicho el otro día, mencionando que todavía era joven. Había querido llevarla a ver al señor del suburbio, esperando conseguir algo de dinero por reclutar a una chica bonita.
Era tentador. Comida. Calor. Una cama seca.
«Bendito Austre —pensó estremeciéndose—. ¿En qué estoy pensando? ¿Qué pasa con mi cabeza?» Le resultaba muy difícil centrarse, como si estuviera en trance todo el tiempo.
Se obligó a alejarse de aquellas mujeres. No haría eso. Todavía no.
Todavía no.
«Oh, Señor de los Colores —pensó horrorizada—. Tengo que marcharme de esta ciudad. Prefiero morir de hambre en el camino de regreso a Idris que ser capturada por Denth y torturada, que acabar en un burdel.»
Sin embargo, igual que la inmoralidad de robar, la inmoralidad de vender su cuerpo le parecía más vaga ahora, cuando el hambre la acuciaba. Se dirigió al último de los callejones. La habían echado de los otros, pero éste era bueno. Estaba apartado, aunque a menudo lo ocupaban los rufianes jóvenes. Su compañía la daba cierta sensación de protección, aunque sabía que por la noche la registraban en busca de monedas.
«No puedo creer lo cansada que estoy», pensó. La cabeza le daba vueltas. Se apoyó contra la pared e inspiró profundamente varias veces. Últimamente tenía mareos frecuentes.
Echó a andar de nuevo. El callejón estaba vacío, pues todo el mundo había salido en busca de unas monedas más. Cogió el mejor sitio, un montículo de piedra donde crecía un puñadito de hierba. Ni siquiera había muchos bultos en la tierra, aunque estaría mojada y llena de barro por la llovizna. No le importó.
Unas sombras oscurecieron el callejón tras ella.
Su reacción fue inmediata: echó a correr. Vivir en las calles enseñaba lecciones rápidas. Débil como estaba, su pánico le permitió un arrebato de agilidad. Entonces otra sombra se cruzó en el otro extremo del callejón, ante ella. Vivenna se detuvo y se volvió. Un grupo de matones avanzaba hacia ella.
Tras ellos se encontraba el hombre que le había robado el vestido hacía unas semanas. Parecía disgustado.
—Lo siento, princesa —dijo—. He tardado lo mío en encontrarte. Has hecho un trabajo magnífico escondiéndote, pero la recompensa es muy jugosa.
Vivenna parpadeó. Y entonces simplemente se dejó resbalar hasta el suelo.
«No soporto más», pensó, abrazándose. Estaba exhausta, mental y emocionalmente. En cierto modo, se alegraba de que todo hubiera terminado. No sabía qué le iban a hacer aquellos hombres, pero se resignó. A quienquiera que la vendiesen no sería tan descuidado para dejarla escapar de nuevo.
Los matones la rodearon. Uno mencionó que debían llevarla a Denth. Unas ásperas manos la agarraron del brazo, arrastrándola para ponerla en pie. Ella se dejó hacer, la cabeza gacha. La llevaron a la calle principal. Oscurecía, pero no se veía a ningún pillo callejero ni mendigo.
«Tendría que haberme dado cuenta de que era una encerrona —pensó—. Todo estaba demasiado desierto.»
Abrumada, ya no le quedaban fuerzas para intentar escapar, no de nuevo. Cuánta razón habían tenido sus tutores: cuándo estabas débil y hambrienta, era difícil reunir energías para que te preocupara nada, incluso escapar.
Los hampones se detuvieron de golpe. Vivenna alzó la cabeza, parpadeando aturdida. Había algo en la calle mojada y oscura. Una espada negra. El arma, con la vaina plateada y todo, estaba clavada en la tierra.
Hubo un silencio. Uno de los matones arrancó la espada del suelo y soltó el cierre de la vaina. Vivenna sintió una súbita náusea, más un recuerdo que una sensación real. Retrocedió tambaleándose, horrorizada.
Los hampones, transfigurados, se congregaron en torno a su compañero. Uno de ellos intentó coger la empuñadura del arma.
El que la sostenía aún sin desenvainar la blandió y la estampó en el rostro de su compinche. Un humo negro empezó a brotar de la espada, alzándose desde la fina lasca de hoja que era visible.
Los hombres gritaron, todos tratando de hacerse con la espada. El que la empuñaba continuó blandiéndola, golpeando cada vez con más fuerza y causando más daño que antes. Los huesos crujieron y la sangre empezó a manar sobre el empedrado del suelo. Los hombres continuaron disputándose la espada, moviéndose con sorprendente velocidad. Vivenna, todavía retrocediendo, pudo verle sus ojos.
Estaban aterrorizados.
El hombre que le había robado el vestido cayó abatido de un espadazo en la espalda. Sus huesos crujieron. A esas alturas, la tela del brazo del rufián que empuñaba el arma se había desintegrado, y una negrura como de enredadera se retorcía en torno a su hombro. Venas negras y latientes que abultaban en la piel. El hombre lanzó un agudo grito de desesperación.
Entonces dio la vuelta a la espada y se la clavó, con vaina y todo, en el pecho. El arma lo atravesó, aunque la vaina no parecía afilada. El pobre diablo cayó de rodillas, retorciéndose mientras las negras venas de su brazo empezaban a evaporarse. Murió así, mantenido erguido por la espada que le asomaba por la espalda y lo sostenía como el pie de un portarretratos.