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Authors: Brian Keene

El alzamiento (17 page)

BOOK: El alzamiento
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—¡Y una mierda!

Jim apuntó con la P38 y disparó. La bala atravesó limpiamente el cráneo de Rick. El zombi se derrumbó y Jim le pegó una patada en la cabeza. Su bota se hundió en la blanda carne y rió al ver los pedazos de cerebro que se habían quedado pegados a su punta de acero.

Siguió riendo mientras vaciaba el cargador sobre el cadáver.

—¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.

Subió las escaleras de dos en dos.

—¡No te preocupes, Danny! ¡Ya ha llegado papá...!

Tammy apareció súbitamente del baño al final de la escalera. Chillando de placer, le dio un empujón, haciéndole caer escaleras abajo hasta el primer peldaño.

Se abalanzó hacia él siseando violentamente.

—¡Temataretemataretemataré! ¡Voy a devorar tus tripas y tu inútil polla y voy a sacarte los ojos y comérmelos porque nunca fuiste un hombre y nunca fuiste un marido y NUNCA FUISTE UN PADRE!

Jim había perdido la pistola, vacía, durante la caída. Tenía un corte en la frente y le caía sangre en los ojos. La retiró mientras gruñía de rabia.

Chillando, Tammy se abalanzó sobre él. Su pútrido e hinchado cuerpo lo aplastó contra el suelo. Jim apartó la cara: semejante hedor a tan corta distancia le daba ganas de vomitar. La criatura cerró las mandíbulas en torno a su brazo y echó la cabeza hacia atrás, llevándose un pedazo de carne consigo. Hambrienta, empezó a masticar.

La sangre empezó a manar del agujero de su brazo. Agarró al zombi de su pelo grasiento y le estampó la cabeza contra el suelo una y otra vez. Media docena de golpes después, algo se rompió. Tammy no paraba de gritar, pero él no se detuvo hasta que no dejó de moverse.

Los gritos perduraron aún cuando su cabeza había sido convertida en pulpa, y Jim se dio cuenta de que era él quien los profería.

Por un segundo, pensó en Carrie. Después se limpió la sangre de las manos en la camisa y subió las escaleras con dificultad. Una vez arriba, se dirigió renqueando a la habitación de Danny. Pese al alboroto, la puerta seguía cerrada.

—¡Danny, soy yo, papá! Sal, hijo. Todo va a ir bien.

La puerta se abrió con un crujido y su hijo caminó hasta quedar bajo la luz.

—Hola, papá —musitó el zombi—. Pensé que no llegarías nunca.

Jim gritó.

* * *

—Tranquilo Jim, tranquilo.

Martin estaba ante él, sacudiéndolo suavemente.

Jim se apartó bruscamente del sacerdote, afectado por la pesadilla. En un instante empezó a dolerle el hombro. Echó un vistazo a la venda que lo cubría mientras apretaba los dientes: estaba completamente limpia y blanca, con una pequeña mancha roja en el centro.

—Te lo vendó Delmas, ha hecho un trabajo de primera. Fue médico en Vietnam.

—¿Quién?

—Delmas Clendenan. Su hijo y él nos han salvado el pellejo; ahora estamos en su cabaña. —Martin rió—. Has estado como loco, no parabas de moverte y de sudar mientras dormías. Delmas ha dicho que es por el shock, el cansancio y la pérdida de sangre, pero estás bien. La bala te atravesó el hombro limpiamente y no está infectado ni nada por el estilo. Te cosió muy bien, gracias a Dios, aunque supongo que te dolerá una temporada.

Jim movió la lengua por la boca, creando saliva para humedecer su garganta seca.

—¿Cuánto? —tartamudeó.

—¿Cuánto tiempo has estado inconsciente? Un día y medio.

Jim se incorporó de golpe y se puso en pie en un instante.

—¿Dos días? ¡Martin, tenemos que irnos! ¡Ya deberíamos estar en Nueva Jersey!

La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor y perdió el equilibrio.

El anciano le sujetó e insistió, con tacto, en que se tumbase.

—Ya lo sé, Jim —le aseguró—. Pero no podrás ayudar a Danny si no eres capaz ni de andar.

—No necesito andar cuando puedo conducir.

—Estoy seguro de que puedes, pero vamos a tener que encontrar otro coche, y no estás en condiciones de ponerte a ello. ¡Ni siquiera puedes levantar el brazo!

Jim intentó incorporarse con gran esfuerzo.

Martin le empujó para que siguiese tumbado.

—Descansa. Reserva tus fuerzas. Nos iremos mañana a primera hora.

—Martin, tenemos...

—Hablo en serio —le dijo el predicador—. ¡Así que como no te quedes tumbado, te juro por Dios que te dejo seco! Quiero ayudarte a salvar a tu hijo y creo sinceramente que Dios nos ayudará a conseguirlo, pero no haremos ni un kilómetro tal y como estás. ¡Y ahora, a descansar! Nos iremos por la mañana.

Jim asintió débilmente y reposó la cabeza sobre la almohada.

Poco después, alguien llamó a la puerta y un hombre entró en la habitación. Un chico joven le seguía de cerca.

—Ya estás despierto —observó el hombre—. Eso es bueno, pero deberías estar descansando.

Era grande, no fofo, pero en absoluto delgado. Una espesa barba entre pelirroja y castaña con pinceladas de gris cubría su cara sonrosada. Vestía unas botas de trabajo manchadas de barro, una camisa de franela y un peto vaquero.

—Delmas Clendenan —extendió la mano hacia Jim y éste se la estrechó, frunciendo el ceño cuando el dolor empezó a subirle por el hombro—. Éste es mi hijo, Jason.

—Hola —saludó Jim.

—Hola, señor.

El chico era algo mayor que Danny, tendría unos once o doce años, y era más delgado.

—Gracias por ayudarnos, señor Clendenan —dijo Jim—. ¿Podemos compensarle de algún modo?

El montañés resopló.

—No, no hace falta. A decir verdad, nos alegramos de tener compañía. Las cosas han estado muy... bueno, muy tranquilas desde que mi mujer falleció. —Su rostro se volvió más sombrío y el chico desvió la mirada al suelo.

—¿Fue por...? —empezó Martin.

Delmas negó con la cabeza y apoyó su mano sobre el hombro de Jason.

—¿Qué te parece si vas a echarle un vistazo al estofado por mí?

Cuando el chico abandonó la habitación, continuó.

—Ocurrió hace unas cuatro semanas. Estaba en el establo, alumbrando a un cordero que había nacido muerto. Su madre murió con él. Mi mujer, que Dios la tenga en su gloria, era tan dulce como una flor y se quedó ahí sentada, llorando. Lloró tanto que no se dio cuenta de que estaban volviendo a moverse.

Permaneció en silencio y miró por la ventana en dirección al establo.

—Lo siento —dijo Martin.

Delmas inhaló con la nariz pero no dijo nada.

—Yo también perdí a mi mujer —le dijo Jim—. Bueno, era mi segunda mujer, pero la quería más que a nada en el mundo. Estaba embarazada de nuestro primer bebé. Pero también tengo un hijo que tendrá la edad del tuyo, de mi primer matrimonio. Está vivo y tenemos que llegar hasta él.

—Señor Thurmond, ya sé que ha pasado por un infierno, ¿pero cómo sabe que el chaval sigue vivo?

—Me llamó al móvil hace cuatro noches. Estaba escondido en el ático de mi ex mujer.

—¿Al móvil?

—Todavía quedaba algo de batería, aguantó un poco antes de apagarse.

Delmas arrastró los pies.

—No quiero ser irrespetuoso, pero ¿está seguro de que le llamó al móvil?

—Creo que ya sé lo que está pensando, y no, no me lo imaginé. En el lugar de donde vengo casi todo funcionaba con normalidad. ¿Y aquí?

—Alguna que otra vez funciona algo, cuando le da la gana. Por suerte, tenemos una estufa de leña en la cocina, porque nos quedamos sin electricidad hace cosa de una semana.

—Pero ha habido hasta hace poco, ¿habéis encontrado a otros supervivientes?

—Bueno, pero eso no significa...

—Significa que mi hijo está vivo, señor Clendenan, y quiero que siga así.

Delmas puso las manos en alto.

—¡Vale, vale! No quería faltarle al respeto. El reverendo Martin me dijo que su hijo estaba en Jersey. Pero, vamos, está a cientos de kilómetros de aquí. Sólo quiero decir que tendría que reflexionar, pensar en las posibilidades...

—Créame, ya lo he hecho. Pero permítame preguntarle una cosa, señor Clendenan.

—Llámame Delmas.

—Vale, Delmas. Si Jason estuviese ahí fuera, ¿no intentarías hacer lo mismo por él?

—Desde luego.

—Entonces ayúdame —dijo Jim—. Por favor.

Delmas miró a los dos y se encogió de hombros.

—Imagino que necesitareis tener el estómago lleno antes de marcharos. No tenemos gran cosa, pero será un placer compartirlo con vosotros. Estoy preparando las cosas para ir a por algo para cenar. ¿Quiere venir, reverendo?

—¿Al bosque, quiere decir? —Tartamudeó Martin—. ¿Pero no es peligroso?

—Y tanto que lo es, pero soy precavido. La verdad es que no tenemos elección. Hay una tienda de alimentación, pero queda muy lejos y no creo que esté abierta al público. Además, cazar en estas colinas es bastante fácil, seguro que podemos hacernos con una ardilla o un conejo, o puede que hasta un pavo salvaje, siempre y cuando no se hayan convertido en una de esas cosas.

—Bien, entonces yo también voy. —Martin dirigió la mirada hacia Jim, pero su compañero parecía inmerso en sus pensamientos—. No he cazado desde hace... bueno, unos diez años. Desde que la artritis empezó a hacer de las suyas. ¡Pero bueno, suena divertido!

Delmas empezó a reír y le dio un palmetazo en la espalda antes de salir de la habitación.

Martin miró a Jim.

—Intenta descansar, ¿vale, Jim? Volveré en cuanto pueda.

Jim no respondió y Martin asumió que no le había oído. Pero entonces Jim se agitó y lo miró.

—Ten cuidado, Martin.

El anciano asintió y siguió a Delmas.

Jim cerró los ojos e intentó dormir, pero le perseguían las imágenes de la pesadilla. Las imágenes de Danny.

—Aguanta, bichito —susurró en la oscuridad—. Papá está de camino. Te lo prometo.

* * *

Delmas abrió el armario de madera de cedro en el que guardaba las armas y cogió dos fusiles. Se quedó con un 30.06 y le dio un Remington 4.10 a Martin.

El predicador miró el arma con escepticismo.

—Un poco pequeño, ¿no? ¿Y si nos encontramos con algo más grande que una marmota? ¿Bastará?

—Tengo algunas balas especiales de plomo —gruñó Delmas—. Jason mató a un ciervo de cuatro puntas usando esas balas y el fusil que está sujetando ahora mismo. Y para todo lo demás, bueno, asegúrese de apuntar a la cabeza. —Le guiñó un ojo y empezó a cargar el arma.

—Sí, hasta ahí ya llego —dijo Martin, cogiendo una caja de munición que Jason le ofrecía. Le gustó sentir el peso del fusil en las manos. Abrió el cerrojo e introdujo tres cartuchos.

—¿Listo? —preguntó Delmas.

—¡Como nunca! —respondió Martin, intentando transmitir confianza. Sin embargo, sus ojos no reflejaban la misma seguridad, de modo que Delmas frunció el ceño.

—Reverendo, en serio que no hay razón para preocuparse. Sólo vamos a dar un rodeo por el valle. Jason y yo solemos ir a cazar un par de veces a la semana. No tenemos elección: nos comimos al último pollo y las vacas... bueno, ya le he hablado de las vacas. No podemos cultivar nada más en lo que queda de año y no tengo comida enlatada como para compartir. Así que si queréis algo para comer, habrá que salir ahí fuera a conseguirlo.

Martin acarició la culata del fusil deslizando sus doloridos dedos por su delicado acabado en color avellana.

—Lo siento, Delmas. Te lo agradecemos sinceramente, pero estoy un poco nervioso, eso es todo. —Sonrió, le dio unas palmaditas al arma e hizo un ademán en dirección a la puerta—. Después de ti.

El montañés rió y se dirigió a Jason.

—Nada de salir hasta que yo vuelva, ¿entendido? Quiero que te quedes aquí y ayudes al señor Thurmond en todo lo que necesite.

—Sí. ¿Quieres que prepare unas patatas?

—Claro —respondió Delmas mientras se dirigía a la puerta—. Empecé a pelarlas hace un rato.

Ambos salieron al porche.

Delmas se dio la vuelta y apretó su barbudo rostro contra el cristal de la puerta.

—Eh, ¡Jason!

El joven miró hacia atrás, sorprendido.

—¿Sí, papá?

—Te quiero, hijo. Cuídate.

—Y tú, papá.

* * *

Jim tragó con dificultad al oír cómo padre e hijo se despedían. Se levantó, miró por la ventana y vio a los dos hombres caminar por el campo y volverse cada vez más pequeños hasta que, finalmente, desaparecieron en el valle.

Volvió a refugiarse bajo las sábanas mientras se acariciaba con cuidado el hombro, que no paraba de palpitar. No conseguía quitarse de encima la impresión de que algo iba a salir mal y deseó que Martin hubiese rezado, por lo menos, una oración.

Entonces volvió a pensar en Danny y la aprensión se hizo aún peor.

Se sumió de nuevo en un turbulento sueño.

* * *

El valle estaba tranquilo pero al mismo tiempo resultaba imponente. Se extendía por algo más de un kilómetro cuadrado y estaba conformado por cuatro pendientes que confluían en un punto. Un serpenteante arroyo lo recorría de punta a punta y desembocaba en un maizal al otro lado de la granja de los Clendenan.

Estaba sumido en el más absoluto silencio, lo que ponía nervioso a Martin. No había ardillas correteando alegremente entre las ramas. No había pájaros trinando. No había ningún sonido, a excepción del ruido que hacía Delmas cada vez que escupía un chorrito de tabaco marrón y del murmullo del agua.

La flora estaba viva y era exuberante. Los helechos cubrían los márgenes del arroyo; los retorcidos espinos, las enredaderas y las ramas de los árboles bloqueaban el camino a cada paso que daban. Las piedras grises que tapizaban el suelo del bosque estaban cubiertas de musgo. Martin pensó que parecían lápidas.

Delmas separó la cortina de hojas que había ante ellos y avanzó colina abajo. Las ramas volvieron con un susurro a su posición original y, tras un instante de duda, Martin le siguió.

El terreno describía una suave pero continua cuesta abajo. No había señales de vida y Martin tenía la inexplicable impresión de que el valle estaba conteniendo la respiración.

—Me encanta este sitio —susurró Delmas—. No hay vendedores ni recaudadores de impuestos, sólo el aire y el olor del bosque y las hojas mojadas. Y lo mejor de todo es cuando el viento sopla entre las ramas, eso es lo mejor que hay.

—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?

—Sí, desde la guerra. Vine en el sesenta y nueve, antes de que los porreros empezasen a joderlo todo. Volví a casa, me casé con Bernice y construimos este lugar. Tuvimos dos hijas, Elizabeth y Nicole, que se mudaron hace mucho. Nicole se marchó a Richmond y se casó con un veterinario. Beth se fue a vivir a Pensilvania.

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