Authors: Brian Keene
Agitó la cabeza, animando al insecto a marcharse. Ahora se oía un nuevo sonido, un zumbido continuo e intenso procedente del final de la escalera.
La mosca había traído amigas. Muchas, a juzgar por el ruido. Sus zumbidos llenaron sus oídos; una de ellas se apoyó en su mano; otra, en su cuello.
Entonces percibió un olor como el hedor de una carnicería, una peste de carroña, entrañas y carne podrida.
Dio otro paso y notó el techo del sótano acariciándole la cabeza, lo que significaba que ya estaba a mitad de camino. Más allá de la puerta seguían oyéndose pasos: el crujir de la madera revelaba la posición del zombi.
Armándose de valor, Jim se preparó para subir corriendo el resto de escaleras y cruzar la puerta de golpe.
Al dar un paso, su pie se encontró con algo que hizo un ruido húmedo al contacto con él. Aquello molestó a las moscas, que zumbaron con más intensidad por haberles sido interrumpida la cena. El olor se volvió más fuerte, casi insoportable. Los pies le resbalaron y cayó de rodillas contra las escaleras.
Las pisadas de la cocina se apresuraron hacia la puerta.
Con una mueca de dolor, Jim sacó el mechero de su bolsillo y echó un vistazo abajo.
Intestinos. Los intestinos de alguien reposaban en las escaleras hechos un amasijo de sangre coagulada.
Jim soltó el mechero entre arcadas; aquellos intestinos olían peor que cualquier cosa que hubiese olido jamás. Ignorando el dolor en las rodillas, se levantó.
El pomo comenzó a girar.
Levantó el fusil, apuntando a ciegas en la oscuridad.
La puerta se abrió de golpe y Jim se sobresaltó ante la espantosa figura que se erguía ante él. Las vísceras de la escalera pertenecían al señor Thompson. Los brillantes extremos de sus intestinos colgaban de su cavidad vacía y se bambolearon cuando el zombi levantó los brazos.
—Hola, vecino —dijo con voz rasposa, como si estuviese haciendo gárgaras con cristales—, veo que has encontrado mis restos.
La lengua del zombi era una masa hinchada y negruzca, pero, por imposible que pareciese, aquella cosa podía hablar.
Jim disparó, cargó otra bala en el fusil y abrió fuego por segunda vez. La entrepierna de la criatura, cubierta por unos pantalones de pana, se desintegró.
—Oooh —dijo mientras miraba hacia abajo—, a la señora Thompson no le va a gustar nada esto.
Con una velocidad que contrastaba con sus pesados movimientos, el zombi se impulsó hacia delante, agarró el humeante cañón y arrancó el arma de las manos de Jim.
Asombrado por su fuerza, Jim se echó atrás mientras la criatura examinaba el arma. Sonrió, hizo una pasada con el fusil y acabó apuntando a Jim. La piel acartonada que cubría sus dedos se quebró mientras jugueteaba con el gatillo.
Oyó otra puerta abrirse, más allá de la cocina, y la casa se llenó de zombis. La criatura que una vez fue su vecino dio un paso adelante y Jim retrocedió hasta el final de las escaleras mientras sacaba la pistola de su funda.
—¿Alguna vez te he hablado de la guerra mundial, vecino? Aquello sí fue una guerra en condiciones, no como la de Vietnam, la Tormenta del Desierto o la «guerra contra el terrorismo». Estuve allí. Bueno, YO no, claro. Pero este cuerpo sí. Veo sus recuerdos.
Avanzó escaleras abajo. Un gusano hinchado cayó del cráter en el que antes solía alojarse su estómago y el zombi lo aplastó con el pie.
—Pero claro, tú nunca combatiste en una guerra, ¿verdad? No sabes qué efectos tiene en un ser humano un disparo en las tripas. Estás a punto de descubrirlo.
—Señor Thompson —rogó Jim—. Por favor. Sólo quiero reunirme con mi hijo.
—Oh, no te preocupes, lo harás —dijo la criatura, riendo con sorna. Tras ella, más zombis se arremolinaban en el umbral—. Todavía podrás moverte. Sólo voy a herirte, a hacerte un poco de daño. Entonces nos comeremos partes de ti para mantenernos fuertes. Pero dejaremos lo bastante como para que puedas andar. Hay muchos de nosotros deseando volver a caminar.
—¿Muchos de vosotros...?
—Somos muchos. ¡Somos más que las estrellas! ¡Somos más que infinitos!
La frase resonó en la cabeza de Jim, recordándole de una forma retorcida a Danny.
Hizo seis disparos y las balas se estamparon contra la carne podrida, arrancando tejido y músculo. Riendo, el zombi apretó el gatillo.
El estallido vibró por todo el sótano y la bala gimió a poca distancia de Jim. El clamor de los zombis, que corrían en masa hacia el sótano, se oía por encima de los disparos. La criatura que había sido el señor Thompson se hizo a un lado, permitiendo que bajasen las escaleras.
Jim volvió a disparar la Ruger y acertó en el ojo del señor Thompson, que reventó por completo. El fusil se le soltó de las manos y el zombi cayó de bruces al suelo. Aullando, la horda de no muertos avanzó.
Jim retrocedió hasta la ventana del sótano, apuntando y disparando conforme se movía. Quedaban ocho disparos en el cargador. Ocho zombis cayeron inertes al suelo. El resto se detuvo, colocándose en semicírculo en torno a él.
Jim siguió apuntándolos con la Ruger, moviéndola de un lado a otro y rezando para que no se diesen cuenta de que estaba vacía.
Tras él había un montón de cubos medio vacíos de sellador de asfalto apilados frente a la ventana. Se subió a ellos, equilibrándose sobre los bordes, y pensó su próximo movimiento. No podía defenderse con un cargador vacío, y si se daba la vuelta para trepar por la ventana, se le echarían encima.
—Acéptalo —dijo el zombi que una vez fue el repartidor de periódicos—. Nuestros hermanos esperan que los liberemos del Vacío. Danos tu carne como sustento para nosotros y como vehículo para ellos.
Jim movió la mano poco a poco y lentamente hacia el bolsillo de la mochila.
—¿Qué sois?
—Somos lo que antaño fue y lo que vuelve a ser. Vuestra carne es nuestra. Cuando vuestra alma os abandona, nos pertenecéis. Os consumimos. ¡Os habitamos!
Su mano se cerró en torno al cargador.
El cristal explotó tras él cuando dos brazos atravesaron la ventana. Unos dedos como ganchos lo agarraron por los hombros y lo levantaron de golpe. Filos de cristal roto le cortaron en el pecho y los brazos. Debajo, los zombis aullaban de alegría.
Su atacante lo lanzó por los aires. Aterrizó en la hierba húmeda, saboreando la sangre en su garganta.
—Hola, chalado —se burló Carrie.
—Oh, Dios —sollozó, sacando el cargador de la mochila e insertándolo de golpe en la pistola—. Cariño, si puedes oírme, ¡aléjate! ¡No quiero dispararte!
Su voz era como hojas arrastradas por el viento.
—¿No te alegras de verme, Jim? Te he estado esperando mucho tiempo. Tenía mucha hambre. Te echaba de menos.
Jim retrocedió a medida que ella se le acercaba. Las cintas de la bata bailaban con el viento nocturno.
—¡Joder, Carrie, atrás!
—No soy la única que te ha echado de menos, Jim. Hay alguien más que quiere verte.
Algo se movió bajo la fina bata.
Sus huesudos dedos deshicieron el cordón y permitieron que la bata se desprendiese, deslizándose por sus hombros.
Jim gritó.
El abdomen de Carrie había desaparecido, devorado desde el interior. En la cavidad se revolcaba el bebé, agarrado al putrefacto cordón umbilical que los mantenía unidos a ambos. Sonriendo, movió su pequeño y acartonado brazo. La criatura que habitaba al infante intentó hablar, pero los sonidos eran ininteligibles. Su voz era profunda, gutural y antigua.
—Dale un abrazo a tu hija —chilló Carrie.
El zombi fetal dio un salto hasta el suelo dejando caer jirones húmedos de tejido con él. Gateó hacia Jim, enganchado del cordón umbilical como de una correa.
—Tenemos una niña, cariño —dijo la criatura-Carrie—. ¿No te alegras? ¡Tiene muchísima HAMBRE!
—Cariño —rogó—. No me hagas esto. ¡Tengo que reunirme con Danny! ¡Está vivo!
—No por mucho tiempo —se burló Carrie—. Alguien espera para tomar su lugar, del mismo modo que alguien espera para tomar el tuyo.
El bebé recorrió la hierba mojada, jadeando ansioso a medida que se acercaba.
—Gu... gu... gu...
Su gutural y burlón canto, compuesto por palabras a medio formar que sonaban como regüeldos, paralizó a Jim. La criatura tropezó con los restos del cordón umbilical, así que se arrancó aquel tejido putrefacto de la barriga y se acercó a su objetivo.
Unos dedos pequeños y descompuestos se frotaron contra las suelas de sus botas. Una minúscula mano le agarró el tobillo.
Jim disparó entre alaridos. La bala impactó contra el bebé, lanzándolo hacia atrás. Los gritos de Jim se perdieron en la descarga.
El bebé dejó de moverse, pero aun así volvió a disparar.
Enfurecida, Carrie corrió hacia él, con el rostro aún más desfigurado por el odio. Vomitó toda clase de obscenidades sobre él, prometiendo mil torturas.
Jim siguió gritando.
El cañón humeó mientras la pistola se calentaba en sus manos. El décimo disparo alcanzó a Carrie en la frente y la derribó al suelo.
Siguió apretando el dedo una y otra vez mucho después de que el cargador estuviese vacío.
Su boca continuaba abierta, pero sólo era capaz de emitir un quejido débil y lastimero.
Jim se puso en pie rápidamente mientras de la casa emergían más criaturas. Deslizó un tercer cargador en la Ruger y volvió a abrir fuego, apuntando mecánicamente a la cabeza con cada disparo.
Corrió hacia la carretera hasta que sus pies pisaron el asfalto.
Huyó de su casa, de su barrio, de su mujer, de su hija nonata, de su vida, y se sumió en la oscuridad dejando un rastro de lágrimas tras de sí.
Sus agónicos gritos reverberaron por las vacías calles de Lewisburg, Virginia Occidental, y no fueron oídos por ningún ser vivo.
* * *
Una hora después, mientras corría por la carretera, el miedo y la desesperación dieron paso a los calambres. Exhausto, se desplomó sobre una cuneta y perdió el conocimiento.
Despertó en una cloaca; frío, mojado y dolorido, pero no solo. Los sonidos de los muertos hacían que la noche cobrase vida. Se quitó las gotas de lluvia de las cejas y se estremeció cuando una horrible y lúgubre carcajada resonó por las colinas.
Se desvaneció al cabo de unos minutos, pero el silencio al que dio paso era igual de aterrador.
Aguardó en la oscuridad. Las nubes de tormenta cubrían la luna. Sopesó si, estando en campo abierto, debía encender una cerilla o la linterna. En lugar de eso, retiró el agua de su reloj y comprobó la hora. Las tres de la mañana.
Había estado boca abajo e inconsciente todo el rato, y el agua embarrada que corría por la cloaca le había calado los vaqueros y la camisa. Tanteó en la oscuridad buscando su pistola hasta que dio con ella en la orilla.
Su mochila había permanecido prácticamente seca. Se apartó de la corriente con mucho cuidado y se la quitó de sus doloridos hombros. Algo sonó en su interior. Rebuscó entre sus pertenencias hasta pincharse en el dedo con un pedazo de cerámica rota.
La taza que había guardado como recuerdo estaba rota.
La que Danny le compró el día del padre.
Jim podía oír la voz de Danny, llena de cariño, inocencia... y terror.
Se puso en pie, gruñendo y mareado. Las rodillas le crujieron y se quedó muy quieto, comprobando si el ruido había llamado la atención de algo oculto en la oscuridad.
Empezó a trepar hacia la carretera con precaución. Entonces lo oyó. Lejano pero inconfundible.
El ronroneo de un Mopar, inconfundible y hermoso. Dos faros apuñalaron la oscuridad. Las ruedas gemían y el motor rugía con cada cambio de marcha.
—Dios, ¡gracias! —sollozó aliviado, arrastrándose hasta arriba. Dio un salto a la carretera, agitando los brazos sobre su cabeza—. ¡Eh! ¡Aquí!
El coche asomó por la carretera con un estruendo. Los haces de los focos lo alcanzaron, bañándolo de luz.
Dio otro paso.
El coche aceleró, lanzándose contra él.
—¡Joder!
Se apartó de un salto, volviendo a caer a la cloaca. Durante el salto, tuvo la oportunidad de echar un rápido vistazo a los pasajeros.
Eran zombis.
Jim se incorporó y se encogió en la oscuridad. El coche paró en seco llenando el aire de olor a goma quemada.
Sujetó la pistola.
El motor parado emitía un murmullo. Entonces oyó un portazo, seguido de otro. Y otro.
—¿Habéis visto eso? —La voz sonaba como papel de lija—. ¡Lo he lanzado por los aires!
—Pues la verdad es que no —dijo otra voz rasposa—. Ni siquiera lo has tocado.
—Y no deberías haberlo intentado —le recriminó un tercero—. ¿De qué nos sirve un cuerpo que no puede ni moverse?
—Bah, hay bastantes para todos nuestros hermanos. Vamos a divertirnos con éste.
Jim retrocedió hacia el bosque. Una calavera envuelta en piel desgarrada asomó por el barranco.
—¡Eh, carne! ¿Adónde crees que vas?
Aparecieron dos más, que empezaron a moverse colina abajo. Jim apuntó con la pistola, disparó, dio media vuelta y corrió hacia el bosque.
Sus abucheos resonaban entre los árboles mientras huía. Atravesó a toda velocidad las pegajosas enredaderas agachando la cabeza y arrancando la maleza a su paso. Se le engancharon unas ramas caídas y por un momento pensó que el árbol muerto también había vuelto a la vida, pero éstas se rompieron y pudo seguir corriendo.
A medida que se internaba en la arboleda, los ruidos de sus perseguidores se iban desvaneciendo. Jim se reclinó sobre un roble, tomó aliento y escuchó con atención. El bosque estaba en silencio. No se oía el canto de un pájaro ni el zumbido de un insecto; nada, ni siquiera el viento.
Intentó pensar qué hacer a continuación, pero la cabeza le daba vueltas. Podrían hablar, disparar, ¡hasta conducir, joder! ¿Había algo que no pudiesen hacer?
Pensó en las películas de zombis que había visto durante años. En las películas, las criaturas no eran inteligentes; se tambaleaban de un sitio a otro como máquinas de comer, vacías y sin consciencia. En las películas, los zombis no te devolvían el disparo. El único parecido que podía encontrar entre los de la vida real y los del cine es que ambos eran lentos y comían carne humana.
Su falta de velocidad era una ventaja obvia: lo único que tenía que hacer era poner tierra de por medio entre ellos y él. Pero lo que les faltaba de movilidad lo compensaban con malicia. Eran inteligentes. Podían planear y calcular.