Authors: Brian Keene
—No —dijo Martin mientras negaba con la cabeza—. Por eso se marchó John, para recuperar su camioneta. Pero en las calles y las entradas a los garajes hay de sobra.
—Supongo que un religioso no sabrá hacer un puente.
—No, pero hay un concesionario al lado de la autopista 74. Podríamos conseguir uno allí, con las llaves y todo.
—Me parece bien —respondió Jim, pensativo—. ¿Cuándo podemos ponernos en marcha? No quiero perder más tiempo.
—Nos iremos esta noche —dijo Martin—. Estas cosas no duermen, pero nos ocultaremos mejor en la oscuridad; así es como he evitado que me descubran hasta ahora. Hago poco ruido, los tengo vigilados durante el día y duermo de noche: las tablas de las ventanas tapan la luz de las velas y he tenido cuidado de no darles motivos para curiosear.
—Bueno, a ver si dura la suerte.
—Ya te lo he dicho, Jim, no es suerte: es Dios. Sólo tienes que pedirle lo que necesites.
Jim empezó a colocar las balas en el cargador.
—En ese caso, reverendo Martin, voy a pedir un tanque.
* * *
—¿Pueden conducir? —preguntó Martin, atónito.
Jim extendió el mapa en el púlpito que se encontraba ante él.
—Los que vi la última noche podían, eso desde luego. También pueden disparar y usar herramientas; pueden hacer lo mismo que tú y yo, pero un poco más despacio. Ésa es nuestra única ventaja.
—Vi uno hace una semana —dijo Martin mientras daba cera a las botas para impermeabilizarlas—. Era Ben, el hijo de Mike Roden, el gerente del banco. Ben llevaba un monopatín: no iba subido a él, pero lo llevaba igualmente, como si estuviese planeando montarse si encontraba un sitio apropiado. Pensé que sería una especie de instinto rudimentario, un recuerdo de su vida.
—Son más que recuerdos, te lo garantizo —dijo Jim. Después hizo una pausa. Se acordó del sótano y de lo que le dijeron el señor Thompson y Carrie. Una parte de ellos, la parte física, era gente que había conocido y amado. Pero había algo más. Había algo... viejo en su interior. Algo antiguo.
Y muy, muy malvado.
«Estuve allí —le dijo el cadáver del señor Thompson, refiriéndose a la guerra—. Bueno, YO no, claro. Pero este cuerpo sí. Veo sus recuerdos.»
—No creo que estos zombis sean la gente que conocemos.
—Pues claro que lo son, Jim. Esta mañana disparé a Becky Gingerich, había sido nuestra organista durante siete años.
Frustrado, Jim buscó las palabras adecuadas para expresar lo que estaba pensando. ¡Era un obrero de la construcción, joder, no un científico!
—Los cuerpos siguen siendo los mismos en el exterior, sí, pero creo que lo que les hace volver es algo más, una fuerza o algo así.
Las burlas del zombi volvieron a su mente: «Somos lo que antaño fue y lo que vuelve a ser. Vuestra carne es nuestra. Cuando vuestra alma os abandona, nos pertenecéis. Os consumimos. ¡Os habitamos!».
Jim le contó a Martin cómo había huido del refugio. Hizo una pausa cuando tuvo que hablar de Carrie y el bebé y después terminó, tragando saliva.
—Es como si poseyesen nuestros cuerpos después de morir, como si tuviesen que esperar a que nuestras almas los abandonasen o algo así.
El anciano asintió pacientemente.
—Demonios.
—Puede —concluyó Jim—, pero nunca me he tomado esas cosas en serio.
—Los muertos vagan por la Tierra, Jim. ¿Qué podría ser más serio que eso?
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —Jim dio un palmetazo sobre el púlpito—. Pero si son demonios, ¿no podríamos tirarles agua bendita, o exorcizarlos o algo así? ¡No sabemos nada de ellos! ¿Por qué siguen caminando aunque los cosas a balazos pero si les das en lo que queda de cerebro los dejas secos? Nos devoran, ¿pero es para alimentarse o sólo porque son unos sádicos? ¡Sus cuerpos no dejan de pudrirse, se les cae la carne de los huesos, y sin embargo siguen moviéndose!
Se detuvo, sorprendido por su propio arrebato. No se dio cuenta de que había estado llorando hasta que notó la humedad en su mejilla.
—Lo siento, reverendo —se disculpó—. Es que estoy muy preocupado por Danny.
—No tengo las respuestas, Jim. Ojalá las tuviese. Pero puedo asegurarte que Dios sí tiene las respuestas y que con su fuerza prevaleceremos. ¡Salvaremos a tu hijo!
Jim asintió y volvió a mirar el mapa. En su fuero interno deseaba creerlo.
* * *
Una hora después estaban listos, discutiendo el plan por última vez.
—Sigo pensando que deberíamos evitar las poblaciones grandes —dijo Martin—. Cuanta más gente viviese en una ciudad, más zombis habrá por la zona. Tendremos que movernos por carreteras secundarias.
—Estoy de acuerdo —respondió Jim—, y si sólo fuésemos tú y yo, sugeriría que nos marchásemos a lo alto de una montaña. Pero cuanto más tardemos, menos posibilidades tendrá Danny. A excepción de los Apalaches, toda la Costa Este está muy poblada, pero si nos movemos por las autopistas, evitaremos el centro de las ciudades, grandes o pequeñas. Y si esas cosas están desplazándose y conduciendo, nos será más fácil adelantarlas en una autopista que ya conozco que en una carretera secundaria de mala muerte.
»Así que —continuó— llegamos al concesionario Chevrolet, conseguimos un coche y comprobamos si hemos llamado mucho la atención. Si no tenemos compañía, hacemos una parada rápida en el centro comercial de al lado, nos abastecemos en la sección de artículos deportivos y nos ponemos en marcha. ¿Te parece bien?
—No mucho —dijo Martin, sonriendo—, pero no tengo ninguna alternativa mejor.
Jim le devolvió la sonrisa.
—Vamos.
Se dirigieron hasta la puerta, movieron el banco, abrieron los cerrojos y se adentraron en la noche.
La calle estaba vacía.
Cruzaron la calle sigilosamente y se fundieron con las sombras. Martin iba delante: a Jim le sorprendió la velocidad y resistencia del anciano. Se escabulleron entre las casas, procurando alejarse de la luz de la luna y de las pocas zonas en las que las farolas aún funcionaban. Martin lo condujo a través de varios patios traseros, una pequeña zona boscosa, una cancha de béisbol y alrededor de una cloaca.
En algunas ocasiones avistaron u oyeron a los no muertos, pero permanecieron ocultos hasta que pasó el peligro.
Al final, tras salir de un maizal, llegaron al concesionario. El negocio compartía la salida de la autopista con un pequeño centro comercial y varios restaurantes de comida rápida. Las fantasmagóricas luces de sodio bañaban los aparcamientos con un brillo amarillento.
—Parece que está desierto —susurró Martin—. ¿Crees que es seguro?
—Creo que ya nada es seguro, reverendo —dijo Jim con gesto adusto—, pero no tenemos otra opción.
Avanzaron a través del aparcamiento agazapados entre las hileras de vehículos nuevos. Unos cuantos coches mostraban signos de vandalismo —una luna rota, varias ruedas pinchadas—, pero la mayoría parecían recién salidos de fábrica. Los carteles y las pegatinas de los parabrisas prometían «FINANCIACIÓN AL 0%», advertían, «¡¡SÓLO DURANTE DOS DÍAS!!», y rogaban «LLÉVAME A CASA».
Un todoterreno negro llamó la atención de Jim.
—¿Qué tal ése?
—La verdad es que nos vendría bien —coincidió Martin—. ¿Pero cómo vamos a ponerlo en marcha?
—Sígueme y te lo enseñaré —le dijo Jim—. Mi amigo Mike vendía coches y siempre dejaba las llaves en el mismo sitio.
Jim pasó un minuto entero mirando el número de referencia de la pegatina, memorizándolo a base de repetirlo una y otra vez. Luego se dirigieron hacia la sala de exposición.
Oyeron un siseo a sus espaldas. Luego otro. Luego muchos más.
—¿Pero qué coño?
Se dieron la vuelta y algo pequeño, negro y peludo se lanzó contra ellos con un bufido. Se echaron atrás, chocando contra la puerta del garaje, y el disparo de la escopeta de Martin partió al gato por la mitad.
Otros tres felinos no muertos avanzaron hacia ellos. Su pelo estaba cubierto de sangre seca y costras. Uno arrastraba sus inútiles entrañas tras de sí.
Los zombis felinos empezaron a recogerse hacia atrás, listos para saltar.
Martin los contemplaba incrédulo.
—¡Son gatos!
—¡Son zombis, Martin! ¡Dispara a esos cabrones!
Abrieron fuego y acabaron con dos mientras se preparaban para atacar. Bufando, el tercero corrió bajo un coche y salió disparado por el otro lado. Martin volvió a disparar y Jim levantó la mano, instándole a detenerse.
—¡Olvídate de él! Si los disparos no han alertado al pueblo entero de que estamos aquí, lo hará esa bola de pelo. ¡Será mejor que encontremos las llaves ahora mismo!
—Hasta los animales —dijo Martin, hiperventilando—. Dios mío, Jim, no tenía ni idea.
—Se me olvidó contártelo. Y también siento lo de mi vocabulario.
—No hace falta que te disculpes, estábamos en medio de una batalla. —El anciano recargó la escopeta—. Además —dijo mientras me hacía un guiño—, he dicho cosas peores.
—¿Cómo va la tarde, chicos?
Los dos hombres dieron media vuelta mientras la puerta de cristal se abría. Un zombi caminó hasta el aparcamiento. Sonrió, revelando sus encías ennegrecidas y su lengua grisácea. Varias larvas de mosca se revolvían en su nariz. La camisa —que en su día fue blanca— y el descuidado traje gris estaban manchados con los fluidos del cadáver. Una corbata colgaba ladeada de su cuello.
—Mierda —Jim levantó la pistola.
—Venga, hombre —dijo el zombi—. No hace falta llegar a esos extremos. Dime, ¿puedo convencerte de que te lleves un coche?
—No, gracias —dijo Martin con voz temblorosa—. Sólo estábamos echando un vistazo.
Jim disparó y la bala se hundió en el pecho de la criatura. Dio otro paso hacia ellos.
—Bueno, entonces la pregunta será qué puedo hacer para meter a un par de amigos dentro de vosotros.
Se agachó un segundo antes de que Jim volviese a disparar. Se inclinó hacia la izquierda, saltó hacia delante y agarró a Martin del muslo. El reverendo se echó atrás, asustado.
—Ñam, ¡carne negra!
El tercer disparo de Jim atravesó de sien a sien la cabeza del zombi, que cayó de bruces contra el parachoques de un camión que se encontraba frente a ellos.
—¡Vamos!
Echaron un vistazo a la sala y entraron con cuidado en el edificio. Jim encontró en seguida lo que estaban buscando: una caja atornillada a la pared, justo al lado de la mesa del gerente de ventas.
—A ver si hay suerte.
Disparó al cerrojo y ambos se agacharon de golpe cuando la bala rebotó en el cierre de metal y salió disparada contra el archivador.
—¡Joder! Sí que es duro. Pensé que podríamos abrirlo de un tiro.
—Puede que tenga la llave —dijo Martin, apuntando al cadáver al que habían disparado.
—Puede —respondió Jim—. Ve a echar un vistazo, debería ser pequeña y redonda. Yo iré a mirar por la tienda.
Jim desapareció y Martin se quedó callado, viéndolo marchar.
Volvió fuera y contempló al zombi. Seguía en la misma posición en la que había caído.
—El Señor es mi pastor —recitó Martin a medida que se acercaba hasta quedar justo encima de él. El hedor era insoportable. Algo se removió bajo la piel de su antebrazo, abriéndose camino a través de la carne.
Martin tomó aire y se agachó hasta tener a la criatura al alcance de la mano.
Las luces se apagaron, sumiendo el aparcamiento en la oscuridad.
Martin gritó y tropezó hacia atrás. Oyó a Jim gritar, tan sorprendido como él. Algo retumbó en el concesionario. El edificio había quedado a oscuras, al igual que el centro comercial y los restaurantes.
—¿Jim? —Preguntó mientras corría de vuelta al interior—. ¡Jim! ¿Estás bien?
—Estoy bien. —Jim volvió a aparecer en la sala—. Parece que se ha ido la corriente. ¿Será sólo aquí o en toda la zona?
—No lo sé, pero si ese gato y los disparos no han atraído su atención, seguro que esto sí lo hace. Tenemos que irnos, pero no he encontrado la llave.
—No pasa nada —dijo Jim, blandiendo una palanqueta—. Yo sí.
Empezó a hurgar en el cerrojo. Romperlo resultó ser más difícil de lo que pensaba, y pasaron diez minutos hasta que consiguió quebrarlo.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa?
—¡Se me ha olvidado el número! ¡Después de todo el follón, se me ha olvidado! Sal fuera y tráemelo, pero ten cuidado.
Cogió un bloc de notas y un bolígrafo del escritorio y se los lanzó.
Musitando otra oración silenciosa, Martin cruzó el aparcamiento hasta llegar al todoterreno. Ahora que las luces habían dejado de funcionar, era difícil leer la pegatina, y sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Tras haberlo descifrado, garabateó el número y volvió corriendo a la sala.
A mitad de camino, en el aparcamiento, volvió a percibir aquel olor. Como el del zombi que acababan de matar, pero más fuerte.
Mucho más fuerte.
Martin entró corriendo en el edificio.
Apareció de golpe en la sala con los ojos abiertos de par en par.
—¡KLKBG22J4L668923!
Jim rebuscó aquel número entre las llaves.
—¿Cuáles eran los últimos cuatro números?
—¡8923! Pero...
—Espera un momento.
—Hay algo más, Jim.
—Espera un poco... ¡listo! —Su sonrisa se esfumó en cuanto vio el rostro del predicador—. ¿Qué pasa?
—Huele el aire un segundo —le dijo Martin—. ¿No lo hueles?
Jim inhaló profundamente y el hedor le dio ganas de vomitar.
—Jesús, ¿pero qué es eso?
—¡Ya vienen!
Corrieron por el aparcamiento y llegaron al vehículo en el instante en el que unos cuantos zombis se adentraban en las hileras de coches. Del maizal y de los aparcamientos adyacentes surgieron sendos grupos de zombis, y docenas más emergieron del centro comercial.
Al verlos, los zombis profirieron un grito horripilante y empezaron a correr torpemente hacia ellos.
—¡Es hora de irse! —gritó Jim mientras pulsaba el botón del mando a distancia que colgaba del llavero.
—¡Mierda!
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Martin, contemplando horrorizado cómo los zombis seguían acercándose.
—¡Es uno de esos sistemas de cierre centralizado y las pilas de este cacharro están agotadas!
Un zombi con pantalón de peto y tirantes estuvo a punto de alcanzarlos. Se detuvo a menos de cinco metros y levantó la horca que sostenía en su mano, agitándola hacia ellos.
—¡Rendíos, humanos! ¡Nuestros hermanos esperan ser liberados! Rendíos ahora y os prometemos que terminaremos rápido.