Pero era inútil. El escándalo se produciría a pesar de todo. Y si Connie iba a escaparse con aquel hombre, mejor era que se casara con él. Esa era la opinión de Hilda. Sir Malcolm no estaba muy seguro. Quizás todo el asunto acabara desinflándose.
—¿Pero hablarás con él, papá?
¡Pobre Sir Malcolm! No tenía ninguna gana. Y pobre Mellors, tenía menos ganas todavía. Y, sin embargo, el encuentro tuvo lugar: una comida en un reservado del club, con los dos hombres solos mirándose de arriba abajo.
Sir Malcolm bebió una buena cantidad de whisky; Mellors no se quedó atrás. Y hablaron todo el tiempo de la India, un tema sobre el que el joven sabía bastante.
Eso fue durante la comida. Pero una vez servido el café, y cuando el camarero hubo desaparecido, Sir Malcolm encendió un puro y dijo cordialmente:
—Bueno, joven, ¿qué me dice de mi hija?
La mueca apareció sobre la cara de Mellors.
—Bien, señor, ¿y qué me dice usted?
—Parece que le ha hecho usted un hijo.
—He tenido ese honor —dijo Mellors con su mueca.
—¡Ese honor! ¡Dios! —Sir Malcolm soltó una carcajada y empezó a reaccionar como un escocés lascivo—. ¡Honor! ¿Y qué tal… la cosa, eh? Bien, chaval, ¿o no?
—¡Bien!
—¡Me apuesto algo a que sí! ¡ja, ja! ¡Mi hija! La rama sale al tronco, ¿eh? Yo tampoco me he echado nunca atrás si se presentaba la posibilidad de un buen polvo. Aunque su madre… ¡Por todos los santos! —alzó los ojos al cielo—. Pero parece que tú la has recalentado; recalentado, desde luego, eso se ve enseguida. ¡ja, ja! ¡Tiene mi sangre! Le has atizado fuego al granero, y bien. ¡ja, ja! Y yo me he alegrado, te lo aseguro. ¡ja, ja, ja! Le hacía falta. ¡Oh, es buena chica, buena chica, y ya sabía yo que daría juego si un hombre con lo que hay que tener le metía candela! ¡ja, ja, ja! ¡Guardabosque, eh, muchacho! Un buen cazador furtivo, diría yo. ¡ja, ja! Pero, vamos a ver, hablando en serio, ¿qué es lo que piensas hacer? ¡Hablando en serio, de verdad!
Hablando en serio no llegaron muy lejos. Mellors, aunque estaba un poco bebido, era el más sobrio de los dos. Mantuvo la conversación en el tono más sensato posible: lo que no es mucho decir.
—¡Así que te ocupas de que no roben la caza! ¡Oh, haces muy… muy bien! Ese tipo de caza vale la pena para un hombre, ¿eh?, ¿o no? Para probar a una mujer no hay más que pegarle un pellizco en el culo. Uno sabe en cuanto se les toca el culo si la cosa va a ir bien o no. ¡ja, ja! Te envidio, chaval. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y nueve.
El caballero frunció el entrecejo.
—¡Tantos! Bueno, por el aspecto te quedan otros veinte años largos de actividad. Oh, guardabosque o no, la polla te debe funcionar bien. Me basta un ojo para verlo. ¡Y no como ese idiota de Clifford! Un perrillo faldero que no ha jodido en su vida, ni una vez. Me gustas, muchacho. Apuesto cualquier cosa a que tienes un buen cipotón; eh, un gallo de pelea. Lo veo. Un luchador. ¡Guardabosque! ¡la, ja, ja, demonios! ¡No sería yo quien te diera mi caza a cuidar! Pero ahora en serio, ¿qué es lo que piensas hacer? El mundo está lleno de esas puñeteras viejas.
Y en serio no llegaron a nada, excepto a reafirmar una vez más entre ellos esa vieja masonería de la sensualidad masculina.
—Y mira, muchacho, si alguna vez puedo hacer algo por ti, confía en mí. ¡Guardabosque! ¡Dios, qué cosa! ¡Me encanta! ¡Oh, me encanta! Eso demuestra que la niña tiene fibra. ¿Eh? Después de todo dispone de su propia renta, no demasiada, pero lo bastante para no morirse de hambre. Y yo le dejaré lo que tengo. Por Dios que lo haré. Se lo ha ganado por tener valor en un mundo de viejas. Yo he luchado por librarme de las faldas de todas esas viejas durante setenta años y no lo he conseguido todavía. Pero tú eres un hombre capaz de hacerlo, ya me doy cuenta…
—Me alegro de que lo crea. Normalmente me dicen con indirectas que soy un mono.
—¿Ah, sí? Querido, ¿y qué puedes ser para todas esas viejas más que un mono?
Se despidieron casi de buen humor, y Mellors se estuvo riendo interiormente y de manera constante durante el resto del día.
Al día siguiente comió con Connie y Hilda en algún sitio discreto.
—Es una verdadera lástima que la situación tenga tan mal aspecto por dondequiera que se mire —dijo Hilda.
—Pues yo lo he pasado bastante bien —dijo él.
—Creo que podrían haber evitado haber traído hijos al mundo hasta que los dos hubieran estado libres para casarse y tener niños.
—El Señor atizó el fuego demasiado pronto —dijo Mellors.
—Yo creo que el Señor no ha tenido nada que ver con todo eso. Desde luego, Connie tiene dinero suficiente para que vivan los dos, pero la situación es insoportable.
—Pero a usted no le toca soportar más que una esquinita mínima de la situación, ¿o no? —dijo él —. Si hubiera usted sido de su clase…
—O si hubiera estado en una jaula del zoológico.
Hubo un silencio.
—Creo —dijo Hilda— que lo mejor es que ella dé el nombre de otro como responsable y usted se queda fuera del asunto.
—Ah, creí que había tenido algo que ver en todo esto.
—Quiero decir mientras dura la tramitación del divorcio.
Miró asombrado a Connie. Ella no le había contado nada sobre el proyecto de mezclar a Duncan en el asunto.
—No lo cazo —dijo él.
—Tenemos un amigo que probablemente estaría de acuerdo en que diéramos su nombre como responsable, y así se podría ocultar su nombre —dijo Hilda.
—¿Quiere decir un hombre?
—¡Desde luego!
—¿Es que ella tiene otro?
Miró a Connie desconcertado.
—¡No, no! —dijo ella inmediatamente—. Sólo un antiguo amigo, por las buenas, nada de amor.
—¿Y entonces por qué va a cargar con las culpas? Si él no va a sacar nada.
—Hay hombres que son caballerosos y no calculan sólo lo que van a sacar de una mujer —dijo Hilda.
—Un gol en contra mía, ¿eh? ¿Y quién es ese Jaimito?
—Un amigo a quien conocemos de Escocia desde que éramos niñas, un pintor.
—¡Duncan Forbes! —dijo él inmediatamente, porque Connie le había hablado de él—. ¿Y cómo va a arreglárselas para pasarle la culpa?
—Podían irse a vivir juntos a un hotel, o ella podría incluso ir a su apartamento.
—Me parece un montón de complicaciones para nada —dijo él.
—¿Se le ocurre alguna idea mejor? —dijo Hilda—. Si aparece su nombre no conseguirá el divorcio de su mujer, que al parecer no es una persona fácil de tratar.
—¡Demasiado! —dijo él sombrío.
Se produjo un largo silencio.
—Podríamos irnos por las buenas —dijo él.
—No hay por las buenas para Connie —dijo Hilda—. Clifford es demasiado conocido.
Y de nuevo aquel silencio lleno de frustración.
—El mundo es como es. Si quieren vivir juntos sin que nadie se meta con ustedes, tendrán que casarse. Para casarse tienen que divorciarse los dos. Dígame cómo van a hacerlo.
Él permaneció largo tiempo silencioso.
—¿Cómo va a hacerlo usted por nosotros? —dijo él.
—Veremos si Duncan está de acuerdo en figurar como responsable. Luego conseguimos que Clifford se divorcie de Connie, usted sigue con su divorcio y se mantienen los dos separados hasta que sean libres.
—Es como un verdadero manicomio.
—¡Puede ser! Pero el mundo les consideraría a ustedes locos, o algo peor.
—¿Qué es peor?
—Criminales, supongo.
—Espero poder hundir mi daga en la carne algunas veces más —dijo él con una mueca.
Luego permaneció silencioso y enfadado.
—¡Bien! —dijo por fin—. Estoy de acuerdo con lo que sea. El mundo es como un idiota sin remedio y nadie es capaz de matarlo; aunque yo voy a intentarlo mientras pueda. Pero tiene usted razón. Debemos tratar de arreglárnoslas lo mejor posible.
Miró a Connie humillado, furioso, cansado y abatido.
—¡Cariño! —dijo—. El mundo va a echarte sal al rabo.
—No, si nosotros lo evitamos —dijo ella.
Para ella, aquella complicidad con el mundo no era tan grave como para él.
Cuando trataron el asunto con Duncan, insistió también en ver al guardabosque delincuente. Y así se organizó una cena, esta vez en su piso: estaban los cuatro. Duncan era una especie de Hamlet más bien bajo, ancho, moreno de piel y taciturno, de pelo negro liso y un extraño engreimiento celta. Su arte consistía en tubos, válvulas, espirales y raros colores, ultramoderno pero con una cierta fuerza e incluso una cierta pureza de formas y tonos: aunque a Mellors le parecía cruel y repelente. No se atrevió a decirlo, porque Duncan era de una susceptibilidad casi insana cuando se trataba de su arte: era para él un culto personal, una religión.
Estaban contemplando los cuadros en el estudio y Duncan mantenía sus ojos pequeños y marrones fijos en el otro hombre. Tenía curiosidad por oír la opinión del guardabosque. Las opiniones de Connie y Hilda las conocía ya.
—Es exactamente como un asesinato —dijo Mellors al fin; una forma de hablar que Duncan no hubiera esperado nunca de un guardabosque.
—¿Y quién es la víctima? —dijo Hilda, un tanto fría y despreciativa.
—¡Yo! Es un asesinato de todo lo que hay de compasivo en las entrañas de un hombre.
Una oleada de odio puro emanó del artista. Había escuchado la nota de rechazo y desprecio en la voz del otro hombre. Y a él le repugnaba que se mencionara siquiera a la compasión gestada en las entrañas. ¡Sentimiento enfermizo!
Mellors estaba en pie, alto y delgado, cansado el aspecto, observando sin demasiado interés los cuadros, en una actitud que recordaba al baile de una polilla.
—Quizás sea la estupidez lo que se asesina ahí; la estupidez sentimental —escupió el pintor.
—¿Le parece a usted? Yo creo que todos esos tubos y esas vibraciones acanaladas son bastante estúpidas en sí, y no poco sentimentales. Denuncian una fuerte autocompasión y un no menos fuerte engreimiento, me parece a mí.
En otra oleada de odio la cara del pintor se puso amarilla. Pero con una especie de
hauteur
muda volvió los cuadros de cara a la pared.
—Creo que podemos pasar al comedor —dijo.
Y se dirigieron hacia allí sin muchas ganas. Después del café, Duncan dijo:
—No me importa nada posar como padre del hijo de Connie. Pero a condición de que ella pose como modelo para mí. Lo he deseado durante años y ella se ha negado siempre.
Dijo aquello con la oscura inevitabilidad de un inquisidor anunciando un auto de fe.
—¡Ah! —dijo Mellors—. Así que sólo lo hace a cambio de algo.
—¡Exactamente! Lo hago sólo a cambio de eso.
El pintor trataba de reflejar el mayor desprecio posible hacia la otra persona en su manera de hablar. De una manera incluso excesiva.
—Será mejor que pose yo al mismo tiempo —dijo Mellors—. Es mejor hacer un grupo, Venus y Vulcano bajo la red del arte. Yo era herrero antes de hacerme guardabosque.
—Gracias —dijo el pintor—. Creo que Vulcano tiene una figura que no me interesa.
—¿Ni aunque estuviera lleno de tubos y perifollos?
Silencio. No hubo respuesta. El pintor era demasiado altivo para seguir hablando.
Fue una reunión un tanto lúgubre, en la cual el pintor ignoró por completo desde entonces la presencia del otro hombre y hablaba con pocas palabras y dirigidas a las mujeres, como si hubiera que obligar al diálogo a surgir de las profundidades de su apagada grandiosidad.
—No te ha gustado, pero es amable y mejor de lo que parece, de verdad —explicó Connie cuando se fueron.
—Es un pobre perrito negro con la enfermedad de las formas acanaladas —dijo Mellors.
—No, hoy no estaba de muy buen humor.
—¿Vas a posar para él?
—Oh, ya no me importa realmente. No me tocará. Y nada me importa si prepara el camino para que tú y yo podamos vivir juntos nuestra vida.
—Pero no hará más que cubrirte de mierda sobre un lienzo.
—No me importa. Lo único que hará es pintar lo que siente por mí, y eso me tiene sin cuidado. No dejaría que me toque por nada del mundo. Pero si cree que puede llegar a algo con su falsa mirada de lechuza, déjale que mire. Puede hacer conmigo todos los tubos vacíos y canales que le dé la gana. Es su funeral. Te odia por lo que dijiste: que su arte tubificado es sentimental y engreído. Claro que es verdad.
Querido Clifford, me temo que lo que tú preveías ha sucedido. Me he enamorado realmente de otro hombre y espero que aceptes el divorcio. Estoy viviendo ahora con Duncan en su piso. Ya te dije que estuvo con nosotras en Venecia. Lo siento tremendamente por ti, pero trata de tomarlo con calma. Realmente tú ya no me necesitas, y yo no puedo soportar la idea de volver a Wragby. Lo siento mucho. Pero trata de perdonarme, divórciate de mí y busca a alguien mejor que yo. Yo no soy la mejor persona para ti. Soy demasiado impaciente y egoísta, supongo. Pero no puedo volver a vivir contigo. Todo esto me llena de una enorme pena por ti. Pero si no te dejas arrastrar por los nervios, verás que no es tan horrible. En realidad yo no te importaba personalmente. Así que perdóname y líbrate de mí.
A Clifford no le sorprendió interiormente recibir aquella carta. Interiormente hacía mucho que sabía que ella iba a abandonarle. Pero se había resistido absolutamente a admitirlo de forma externa. Por eso, y exteriormente, para él supuso un golpe terrible aquella carta. En la superficie había mantenido hasta entonces la serenidad de su confianza en ella.
Así es como somos. Utilizamos la fuerza de voluntad para eliminar de la aceptación de nuestra consciencia el conocimiento intuitivo. Y ello causa un estado de temor, de aprensión, que hace que el golpe sea diez veces peor cuando nos alcanza.
Clifford se volvió histérico como un niño. Le dio un susto terrible a la señora Bolton cuando le vio sentado en la cama, lívido y lelo.
—Pero, Sir Clifford, ¿qué es lo que le pasa?
¡Ninguna respuesta! Estaba horrorizada, pensando que podía haber sufrido un ataque. Se acercó rápidamente a él, le palpó la cara y le tomó el pulso.
—¿Duele? Trate de decirme dónde le duele. ¡Dígamelo!
Silencio.
—¡Por Dios, por Dios! Telefonearé a Sheffield al doctor Carrington, y le diré al doctor Lecky que venga en cuanto pueda.
Iba ya hacia la puerta cuando él dijo con voz hueca:
—¡No!
Ella se detuvo y le miró. Su cara estaba amarilla, sin expresión, como la cara de un idiota.