El amante de Lady Chatterley (42 page)

Read El amante de Lady Chatterley Online

Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

BOOK: El amante de Lady Chatterley
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dejaron el coche en Mestre, en un garaje, y tomaron el vapor que hacía la línea de Venecia. Era una maravillosa tarde de verano. El viento rizaba las aguas de la laguna. El sol intenso hacía que Venecia se recortara oscura, de espaldas a ellas, al otro lado del agua.

En el muelle pasaron a una góndola tras haber dado la dirección al hombre. Era un gondolero auténtico, con blusa azul y blanca, no muy atractivo y nada impresionante.

—¡Sí! ¡Villa Esmeralda! ¡Sí, la conozco! He sido gondolero de un caballero que vivía allí. ¡Queda bastante lejos!

Parecía un individuo impetuoso y un tanto infantil. Remaba con un brío un tanto exagerado a través de los oscuros canales secundarios entre horribles paredes cubiertas de verdín; los canales que atraviesan los barrios pobres, donde cuelga la ropa lavada de las cuerdas y hay un ligero o intenso olor a desagüe.

Pero por fin llegaron a uno de los amplios canales, con aceras a los lados y puentes en arco, que cruzan el Gran Canal en ángulo recto. Iban sentadas las dos bajo la pequeña toldilla y el hombre tras ellas, inclinado, en un nivel superior.

—¿Van a quedarse mucho tiempo las signorine en Villa Esmeralda? —preguntó mientras remaba pausadamente y se secaba el sudor con un pañuelo blanco y azul.

—Unos veinte días: las dos somos señoras casadas —dijo Hilda con aquella curiosa voz apagada que hacía que su italiano sonara tan extranjero.

—¡Ah! ¡Veinte días! —dijo el hombre.

Hubo una pausa. Luego preguntó—: ¿Necesitan las señoras un gondolero los veinte días o así que van a estar en Villa Esmeralda? Puede ser por días, o por semanas.

Connie y Hilda lo discutieron. En Venecia siempre es preferible tener góndola propia, del mismo modo que es preferible tener coche propio en tierra.

—¿Qué tienen en la Villa, qué barcas?

—Hay una motora y una góndola, pero… —el pero significaba: no estarán siempre a su disposición. —¿Cuánto cobra usted?

Eran unos treinta chelines al día o diez libras a la semana.

—¿Es ése el precio normal? —preguntó Hilda.

—Menos, signora, menos. El precio normal…

Las hermanas lo pensaron.

—Bien —dijo Hilda—, pásese mañana por la mañana y ya hablaremos. ¿Cómo se llama usted?

Se llamaba Giovanni y quería saber a qué hora debía pasarse y a quién debía decir que estaba esperando. Hilda no tenía ninguna tarjeta de visita. Connie le dio una de las suyas. Le echó una rápida ojeada con sus ojos ardientes de meridional, luego miró de nuevo.

—¡Ah! —dijo iluminándose—. ¡Milady! ¿Milady, verdad?

—¡Milady Constanza! —dijo Connie.

Trató de retenerlo repitiendo: «¡Milady Constanza!», y guardando cuidadosamente la tarjeta en su blusa. Villa Esmeralda estaba bastante lejos, al borde de la laguna que da hacia Chioggia. Era una casa agradable y no muy vieja, con las terrazas orientadas al mar y en la parte baja un jardín bastante grande con árboles oscuros y un muro que lo separaba de la laguna. Su anfitrión era un escocés compacto y más bien vulgar que había hecho una fortuna en Italia antes de la guerra y a quien se había dado el título por su ultrapatriotismo durante la contienda. Su mujer era una persona delgada, pálida y ágil, sin fortuna propia y con la poca fortuna de tener que regular las aventuras amorosas un tanto sórdidas de su marido. Él era terriblemente molesto con el servicio. Pero había tenido un ligero ataque durante el invierno y actualmente era más manejable.

La casa estaba bastante llena. Además de Sir Malcolm y sus dos hijas, había otras siete personas: una pareja escocesa, también con dos hijas; una joven condesa italiana, viuda; un joven príncipe georgiano y un clérigo inglés muy joven que había tenido una pulmonía y servía de capellán a Sir Alexander por motivos de salud. El príncipe no tenía una perra, era atractivo y hubiera sido un magnífico chófer con toda la desvergüenza necesaria para el oficio. La condesa era una gatita tranquila pendiente de sus asuntos. El clérigo era un hombre simplón y sencillo con una vicaría en Bucks: afortunadamente había dejado en casa a su mujer y a sus dos hijos. Y los Guthrie, la familia de cuatro miembros, pertenecían a la burguesía asentada de Edimburgo: disfrutaban de todo con gusto y se atrevían a todo sin arriesgar nada.

Connie y Hilda descartaron inmediatamente al príncipe. Los Guthrie eran más o menos de su clase, con dinero pero aburridos: y las chicas andaban a la caza de marido. El capellán no era mala persona, pero era demasiado servil. Sir Alexander, tras el ligero ataque, era de una jovialidad muy pesada, pero estaba emocionado por la presencia de tantas mujeres jóvenes y hermosas. Lady Cooper era una persona callada, un tanto felina, que no lo pasaba muy bien la pobre y que ejercía una fría vigilancia sobre las demás mujeres, actitud que se había convertido para ella en una especie de segunda naturaleza, y que decía pequeñas cosas desagradables demostrando constantemente lo negativa que era su opinión sobre la naturaleza humana. Era también —había descubierto Connie— muy venenosa en su comportamiento con el servicio: pero a la chita callando. Y tenía una gran habilidad para comportarse de manera que Sir Alexander se creyera dueño y señor del cotarro, con su panza abundante y pretendidamente jovial y sus chistes sin ninguna gracia, su «humorosidad», como decía Hilda.

Sir Malcolm se dedicaba a pintar. Sí, hacía todavía algún paisaje veneciano de lagunas de vez en cuando, como variación a sus paisajes escoceses. Y así hacía que le llevaran en góndola por la mañana con un enorme lienzo a su «sitio». Un poco más tarde llevaban a Lady Cooper al corazón de la ciudad, con su cuaderno de dibujo y sus pinturas. Era una acuarelista impenitente y la casa estaba llena de palacios color rosa, canales oscuros, puentes arqueados, fachadas medievales, etc. Un poco más tarde los Guthrie, la condesa, el príncipe, Sir Alexander y a veces el señor Lind, el capellán, salían hacia el Lido a bañarse; volvían a casa a comer algo tarde, hacia la una y media.

En la casa la compañía era indudablemente aburrida como tal. Pero aquello no molestaba a las hermanas. Siempre estaban fuera. Su padre las llevaba a la exposición, kilómetros y kilómetros de cuadros sin interés. Las llevaba a ver a sus compañeros de Villa Lucchese. Cuando hacía buena tarde se sentaba con ellas en la Piazza tras conseguir una mesa en «Florian»; las llevaba al teatro a ver las obras de Goldoni. Había también fiestas acuáticas con iluminación, bailes… Era el sitio de vacaciones de los sitios de vacaciones. El Lido, con sus hectáreas de cuerpos tostados y cubiertos de albornoces, era como una playa con un montón infinito de focas que hubieran venido a aparearse. Demasiada gente en la Piazza, demasiados troncos y extremidades humanos en el Lido, demasiadas góndolas, demasiadas motoras, demasiados vapores, demasiadas palomas, demasiados helados, demasiados cocktails, demasiado servicio a la busca de propina, demasiados idiomas en confusión, demasiado y excesivo sol, demasiado olor a Venecia, demasiadas barcas cargadas de fresas, demasiados chales de seda, demasiadas y enormes rajas de sandía en los puestos callejeros: ¡demasiada diversión, una cantidad de diversión exageradamente excesiva!

Connie y Hilda se paseaban en sus batas veraniegas. Había docenas de personas a quienes conocían, docenas de personas que las conocían a ellas. Michaelis apareció como una falsa moneda.

—¡Hola! ¿Dónde estáis viviendo? ¡Vamos a tomar un helado o algo! Venid conmigo a alguna parte en mi góndola.

Incluso Michaelis estaba tostado por el sol: aunque sería mejor decir asado para definir el aspecto de toda aquella carne humana.

En cierto sentido era agradable. Era casi divertido. Pero, de todas formas, con tantos cocktails, tanto tumbarse en el agua caliente y tomar el sol en la arena ardiendo al sol abrasador, bailar al calor de la noche con el estómago pegado al de alguien, refrescarse con helados, todo era como una droga. Y eso era lo que todos querían, drogarse. Era una droga el agua lenta, una droga el sol, una droga el jazz, los cigarrillos, los cocktails, los helados, el vermut. ¡Drogarse! ¡Diversión! ¡Diversión!

A Hilda casi le gustaba aquel estado. Miraba a todas las mujeres, estudiándolas. Las mujeres se interesaban de forma absorbente por las mujeres. ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué tipo de hombre ha conseguido? ¿Qué tal lo está pasando? Los hombres eran como perros grandes con pantalones de franela blanca, esperando una caricia, esperando revolcarse, esperando tener un estómago de mujer contra el suyo al ritmo del jazz.

A Hilda le gustaba el jazz porque podía pegarse estómago contra estómago contra alguno de los llamados hombres y dejarle controlar sus movimientos desde el centro visceral, yendo de un lado a otro de la pista para luego apartarse e ignorar a «la criatura» a la que simplemente se había utilizado. La pobre Connie no lo pasaba muy bien. No bailaba, porque era incapaz de comprimir su estómago contra el estómago de alguna «criatura». Le molestaba la masa informe de carne desnuda en el Lido: apenas había agua bastante para que llegaran a mojarse todos. No sentía ninguna simpatía por Sir Alexander y Lady Cooper. Y no quería que Michaelis ni ninguna otra persona anduvieran detrás de ella.

Cuando mejor lo pasaba era cuando lograba que Hilda fuera con ella al otro lado de la laguna, lejos, a alguna playa de piedras donde podían bañarse solas mientras la góndola esperaba en el interior de los arrecifes.

Más tarde Giovanni buscó otro gondolero para que le ayudara; era un largo trayecto y sudaba terriblemente al sol. Giovanni era muy agradable: afectuoso, como son los italianos, y libre de pasiones. Los italianos no son apasionados: la pasión comporta una reserva profunda. Se conmueven con facilidad y suelen ser afectuosos, pero pocas veces se dejan dominar por una pasión duradera de ningún tipo.

Y así Giovanni apreciaba ya a sus damas de la misma forma que había apreciado a sus otras cargas de damas en el pasado. Estaba perfectamente dispuesto a prostituirse a ellas si lo deseaban: y en secreto esperaba que lo desearan. Le harían algún bonito regalo, cosa que le vendría muy bien porque estaba a punto de casarse. Él les habló de su boda y ellas se interesaron por el tema, como debe ser.

Pensó que del viaje a alguna playa solitaria al otro lado de la laguna podría salir algo: y algo era Pamore. Así que se buscó un ayudante porque era un largo trayecto; y después de todo las damas eran dos. ¡Dos damas, dos barbos! ¡Buena aritmética! ¡Y además hermosas! Estaba orgulloso de ellas con razón. Y aunque era la signora la que le pagaba y le daba las órdenes, esperaba que fuera la milady joven la que le seleccionara para
l'amore
. Sería también más generosa con el dinero.

El compañero que se trajo se llamaba Daniele. No era gondolero profesional, y por tanto no tenía aquella personalidad de entre puta y vendedor ambulante. Llevaba normalmente una sandola: las sandolas son unas barcazas que llevan a Venecia las frutas y productos de las islas.

Daniele era hermoso, alto y bien formado, con una cabeza clara y redonda, pelo ensortijado de un rubio pálido, una bella cara viril, un poco como un león, y ojos azules y penetrantes. No era efusivo, locuaz y absorbente como Giovanni. Era un hombre callado y remaba con un vigor y una facilidad como si estuviera solo sobre el agua. Las damas eran damas, algo lejano y ajeno. Ni siquiera las miraba. Siempre miraba hacia adelante.

Era un hombre de verdad; se enfadaba un poco cuando Giovanni bebía demasiado vino y remaba sin tino, dando fuertes paletadas al agua con el remo. Era un hombre como lo era Mellors, no estaba prostituido. Connie sentía lástima por la mujer del extrovertido Giovanni. Pero la mujer de Daniele debía ser una de esas dulces mujeres del pueblo de Venecia que aún se ven, modestas y semejantes a las flores, en los barrios periféricos de aquel laberinto de ciudad.

Y qué triste que primero prostituya el hombre a la mujer y luego la mujer prostituya al hombre. Giovanni se moría de ganas de prostituirse, babeaba como un perro, quería entregarse a una mujer. ¡Y por dinero!

Connie observaba Venecia en la distancia, emergiendo baja y de color rosa sobre el agua. Construida sobre el dinero, florecida con dinero y muerta de dinero. ¡El dinero de la muerte! Dinero, dinero, dinero, prostitución y muerte.

Pero Daniele era todavía un hombre capaz de atenerse a la libre fidelidad de un hombre. No llevaba la blusa de gondolero, sino sólo un jersey azul de punto. Era un tanto salvaje, brusco de modales y orgulloso. Era un asalariado de la vileza de Giovanni, que a su vez era asalariado de dos mujeres. ¡Así son las cosas! Cuando Jesús rechazó las riquezas que le ofrecía el demonio, dejó al demonio como a un banquero judío, dueño de toda la situación.

Connie volvía a casa en una especie de estupor por efecto de la luz deslumbrante de la laguna, para encontrarse con alguna carta de Inglaterra. Clifford escribía regularmente. Sus cartas eran excelentes: podrían haberse publicado todas en un libro. Y por aquella razón a Connie no le parecían muy interesantes.

Vivía en el estupor producido por la luz de la laguna, la salitrosidad ondulante del agua, el espacio, el vacío, la nada: pero con salud, salud, el profundo estupor de la salud. Era reconfortante y ella se dejaba mecer por aquel sentimiento, despreocupada de todo. Y además estaba embarazada. Ahora lo sabía. Y así al estupor del sol, la laguna, la sal, los baños de mar, estar tumbada sobre las piedras y dejarse llevar por la góndola, se añadía ahora el embarazo en su interior, otra forma de salud plena que la llenaba de satisfacción y la atontaba.

Había estado quince días en Venecia y se quedaría otros diez o quince días. La luz del sol borraba toda noción del tiempo, y la plenitud de su salud física hacía más completo el dulce olvido. Vivía en esa especie de atontamiento producido por el bienestar.

De todo aquello vino a sacarla una carta de Clifford.

También nosotros tenemos nuestras ligeras diversiones locales. Parece que la vagabunda esposa de Mellors, el guarda, apareció por su casa y descubrió que no era bienvenida. Él la echó de allí y cerró la puerta con llave. Se cuenta, sin embargo, que cuando volvió del bosque se encontró a la dama definitivamente establecida en su cama en puris naturalibus, o quizás fuera mejor decir en impuris naturalibus. Había roto una ventana y entrado por allí. Incapaz de expulsar de su yacija a aquella Venus un tanto manoseada, buscó una vía de escape y se retiró, se dice, a casa de su madre en Tevershall. Mientras tanto, la Venus de Stack Gate se ha establecido en la casa del guarda, de la que asegura que es su hogar, y Apolo, en apariencia, está domiciliado en Tevershall.

He sabido todo esto por habladurías, puesto que Mellors no ha venido a hablar conmigo personalmente. Me ha llegado este poquito de basura local a través de nuestro pájaro carroñero, nuestro ibis, nuestro buitre depredador, la señora Bolton. Yo no lo habría reproducido si ella no hubiera exclamado: «¡Su excelencia no volverá al bosque si esa mujer va a andar por ahí!»

Me gusta la imagen que me transmites de Sir Malcolm echándose al agua con el cabello blanco al aire y la carne rosada resplandeciendo. Te envidio por ese sol. Aquí llueve. Pero no le envidio a Sir Malcolm su indefectible carnalidad mortal. En cualquier caso va bien con su edad. Al parecer uno se va haciendo más carnal y más mortal a medida que se hace más viejo. Sólo la juventud tiene un cierto sabor a inmortalidad.

Other books

Enduring Love by Bonnie Leon
Phoebe Finds Her Voice by Anne-Marie Conway
Sailmaker by Rosanne Hawke
Three Good Deeds by Vivian Vande Velde
A Bond of Three by K.C. Wells
Marbeck and the Privateers by John Pilkington
Once a Widow by Lee Roberts