Llevó su mano más cerca y más firmemente a los lugares secretos, en una especie de saludo íntimo.
—Me gusta —dijo—. ¡Me gusta! Y si sólo viviera diez minutos y llegara a acariciar tu culo y a conocerlo, me parecería que había valido la pena vivir, míralo. ¡Con sistema industrial o sin él! Este es uno de los grandes momentos de mi vida.
Ella se volvió y subió a su regazo.
—¡Bésame! —susurró.
Y se dio cuenta de que la idea de la separación estaba latente en la mente de ambos y acabó entristeciéndose.
Se sentó en sus muslos, con la cabeza contra su pecho y sus brillantes piernas de marfil muy separadas. El fuego les iluminaba desigualmente. Sentado y con la cabeza baja, observaba él los pliegues de su cuerpo al resplandor de la hoguera y el vellón de suave pelo castaño que pendía puntiagudo entre los muslos abiertos. Extendió el brazo hasta la mesa que estaba detrás y cogió el ramo de flores, tan húmedo aún que algunas gotas de lluvia cayeron sobre ella.
—Las flores se quedan fuera haga el tiempo que haga —dijo él—. No tienen casa.
—¡Ni siquiera una choza! —murmuró ella.
Con dedos tranquilos prendió algunos nomeolvides del suave vello de su monte de Venus.
—¡Eso es! —dijo él—. Unos cuantos nomeolvides en el sitio justo.
Ella miró las pequeñas flores lechosas entre el vello púbico de la parte inferior de su cuerpo.
—¿No es bonito? —preguntó.
—Hermoso como la vida —contestó él. Y colocó una coronaria rosa entre el pelo.
—¡Vale! ¡Ahí no me olvidarás! Es como Moisés entre los juncos.
—No te importa que me vaya, ¿no? —preguntó inquieta, mirándole a la cara.
Pero su cara era inescrutable bajo las espesas cejas. No mostraba ninguna reacción.
—Haz lo que te parezca.
Ahora hablaba en correcto inglés.
—Pero no me iré si tú no quieres —dijo ella, apretándose contra él.
Un silencio. Él se inclinó hacia adelante y echó otro leño al fuego. La llama iluminó su cara silenciosa y abstraída. Ella esperaba una respuesta, pero él no dijo nada.
—Pensaba que podía ser una buena manera de empezar a apartarme de Clifford. Quiero tener un hijo. Y me daría la posibilidad de… de… —continuó ella.
—De hacerles creer algunas mentiras —dijo él.
—Sí, eso entre otras cosas. ¿Quieres que se imaginen la verdad?
—No me importa lo que crean.
—¡A mí, sí! No quiero que empiecen a juzgarme con sus cerebros fríos y repugnantes, por lo menos mientras esté en Wragby. Pueden pensar lo que les dé la gana cuando me haya ido definitivamente.
Él estaba en silencio.
—¿Pero Sir Clifford espera que vuelvas con él?
—Oh, tengo que volver —dijo ella, y de nuevo el silencio.
—¿Y tendrías un hijo en Wragby? —preguntó él.
Ella pasó el brazo en torno a su cuello.
—Si no me llevas de allí tendré que hacerlo —dijo Connie.
—¿Llevarte, a dónde?
—¡No me importa a dónde! ¡Fuera! ¡Lejos de Wragby!
—¿Cuándo?
—¿Cuándo? Cuando vuelva.
—¿Pero de qué te sirve volver, hacer las cosas dos veces, si ya te has ido? —dijo él.
—¡Oh, tengo que volver, lo he prometido! Lo he prometido solemnemente. Y además en realidad vuelvo a ti.
—¿Al guardabosque de tu marido?
—No creo que eso importe —dijo ella.
—¿No? —pensó un instante—. ¿Y entonces cuándo pensarías en marchar definitivamente? ¿Cuándo con exactitud?
—Oh, no lo sé. Volveré de Venecia y entonces lo prepararemos todo.
—¿Preparar qué?
—Oh, decírselo a Clifford. Tengo que decírselo.
—¡Ah, sí!
Se quedó en silencio. Ella le echó los brazos al cuello.
—No me lo pongas difícil —rogó.
—¿Poner difícil qué?
—El ir a Venecia y arreglar las cosas.
Una pequeña sonrisa, casi una mueca, atravesó su cara.
—No lo estoy poniendo difícil —dijo—. Lo único que quiero es averiguar qué es lo que estás planeando. Pero ni tú misma lo sabes. Quieres ganar tiempo: marcharte y darle vueltas. No te lo reprocho. Es inteligente por tu parte. Quizás prefieras seguir siendo dueña de Wragby. Y no te lo reprocho. Yo no tengo Wragbys que ofrecerte. Ya sabes lo que puedes sacar de mí. ¡No, no, creo que tienes razón! ¡De verdad lo creo! Y no me entusiasma la idea de vivir de ti, de que tengas que mantenerme. Eso además.
De alguna forma ella tuvo la impresión de que le estaba devolviendo el golpe.
—Pero me quieres, ¿no? —preguntó ella.
—¿Me quieres tú a mí?
—Ya sabes que sí. Eso es evidente.
—¡Desde luego! ¿Y para cuándo me quieres?
—Ya sabes que lo arreglaremos todo cuando vuelva. Ahora eres como una borrachera para mí. Tengo que sosegarme y aclararme.
—¡Desde luego! ¡Sosiégate y aclárate!
Estaba un poco ofendida.
—Pero confías en mí, ¿no? —dijo ella.
—¡Oh, absolutamente!
Notó la burla en el tono de su voz.
—Dime entonces —insistió ella cortante—, ¿crees que es mejor que no vaya a Venecia?
—Estoy seguro de que es mejor que vayas a Venecia —contestó él con voz fría y ligeramente burlona.
—¿Sabes que será el jueves que viene? —dijo ella.
—¡Sí!
Reflexionó un poco y por fin dijo:
—Y lo tendremos todo mucho más claro cuando vuelva, ¿o no?
—¡Sí, seguro!
¡Extraño vacío de silencio entre ellos!
—He ido a ver al abogado para consultar sobre mi divorcio —dijo él un tanto forzadamente.
Ella se estremeció levemente.
—¡De verdad! —dijo ella—. ¿Y qué te ha dicho?
—Dijo que debería haberlo hecho antes; ésa podría ser una dificultad. Pero como estaba en el ejército entonces, cree que podrá hacerse sin dificultades. ¡Siempre que ella no se me eche encima!
—¿Tendrá que saberlo ella?
—¡Sí! Tendrán que pasarle comunicación: y lo mismo al hombre que vive con ella, el «correspondiente».
—¡Qué desagradables son todos esos formulismos! Supongo que yo tendré que pasar por todas esas cosas con Clifford.
Hubo un silencio.
—Y desde luego —dijo él—, tendré que llevar una vida ejemplar durante los próximos seis u ocho meses. Así que si te vas a Venecia habrá desaparecido la tentación, por lo menos durante una semana o dos.
—¿Soy yo una tentación? —dijo acariciándole la cara—. ¡Me hace tan feliz ser una tentación para ti! ¡No pensemos en ello! Me asustas cuando empiezas a pensar: me abrumas. No pensemos en ello. Ya tendremos tiempo de pensar cuando estemos separados. ¡Eso es lo importante! He estado pensando que tengo que pasar otra noche contigo antes de marcharme. Tengo que volver a tu casa. ¿Quieres que venga el jueves por la noche?
—¿No es ése el día en que tu hermana estará aquí?
—¡Sí! Pero ha dicho que saldremos hacia la hora del té. Y podemos salir a la hora del té. Pero ella puede dormir en otra parte y yo puedo dormir contigo.
—Pero entonces tendrá que saberlo.
—Oh, voy a contárselo. Más o menos se lo he contado ya. Tengo que consultar con Hilda. Es una gran ayuda, tan sensible…
Le daba vueltas al plan de ella.
—Así que saldríais de Wragby a la hora del té como si salierais hacia Londres. ¿Cómo ibais a ir?
—Por Nottingham y Grantham.
—¿Entonces tu hermana te dejaría en alguna parte y tú volverías aquí a pie o en coche? Me parece muy arriesgado.
—¿Sí? Bueno, entonces podría traerme Hilda. Ella podría dormir en Mansfield, traerme por la tarde y volver a recogerme por la mañana. Es muy fácil.
—¿Y la gente que os vea?
—Llevaré gafas y pañuelo.
Él lo pensó durante algún tiempo.
—Bueno —dijo—. Haz lo que te parezca, como de costumbre.
—¿Es que a ti no te parece?
—¡Oh, sí! Me parece muy bien —dijo con una mueca extraña—. Es mejor forjar el hierro mientras está al rojo.
—¿Sabes lo que he pensado? —dijo ella de repente—. Se me ha ocurrido por las buenas. ¡Tú eres el «Caballero del Mango de Almirez Ardiente»!
—¡Sí! ¿Y tú? ¿Tú eres la «Dama del Almirez que Abrasa»?
—¡Sí! —dijo ella—. ¡Sí! Tú eres Sir Mango y yo soy Lady Almirez.
—Muy bien, ya estoy armado caballero. John Thomas es el Sir John de tu Lady Jane.
—¡Sí! ¡John Thomas ha sido armado caballero! Yo soy la dama del pelo púbico y tú también debes llevar flores. ¡Sí!
Trenzó dos coronarias rosa en el matojo de pelo rojizo dorado sobre su pene.
—¡Mira! —dijo—. ¡Encantador! ¡Encantador! ¡Sir John!
Y depositó algunos nomeolvides sobre el oscuro vello de su pecho.
—No me olvidarás aquí, ¿no?
Le besó en el pecho, colocando un nomeolvides sobre cada pezón y besándole de nuevo.
—¡Conviérteme en un calendario! —dijo él, y, con la risa, las flores cayeron de su pecho.
—¡Espera un momento! —dijo él.
Se levantó y abrió la puerta de la choza. Flossie, tumbada en el porche, se levantó y le miró.
—¡Sí, soy yo! —dijo él.
La lluvia había cesado. Había una quietud húmeda, grave y perfumada. Se acercaba el atardecer.
Salió y bajó por el sendero opuesto al camino de herradura. Connie observaba su figura delgada y blanca. Para ella era como un fantasma, una aparición que se alejaba.
Cuando dejó de verle se estremeció su corazón. Se quedó de pie junto a la puerta, envuelta en una manta, inmóvil y atenta al silencio húmedo.
Pero volvía ya con un extraño trote y llevando flores. Sentía un cierto miedo de él, como si no fuera del todo humano. Y cuando llegó junto a ella, sus ojos miraron a los suyos, pero ella no llegaba a comprender la intención de aquella mirada.
Había traído aquileias y coronarias, tallos de heno, ramas de roble y madreselva a punto de florecer. Colocó ramitas aterciopeladas de roble en torno a sus senos, y encima de ellas ramilletes de campanillas y coronarias; una coronaria rosa en el ombligo, y en su pelo púbico había nomeolvides y aspérulas.
—¡Esta eres tú en toda tu gloria! —dijo—. Lady Jane, el día de su boda con John Thomas.
Y distribuyó flores sobre el pelo de su propio cuerpo, se colocó un tallo de acedera en torno al pene y un jacinto en el ombligo. Ella observaba divertida su extraño apasionamiento, y plantó en su bigote una coronaria que quedó colgando bajo la nariz.
—Este es John Thomas en su boda con Lady Jane —dijo él—. Y tendremos que dejar que Constante y Oliver nos abandonen. Quizás…
Extendió la mano con un gesto y entonces estornudó. El estornudo hizo caer las flores del bigote y el ombligo. Volvió a estornudar.
—¿Quizás qué? —inquirió ella esperando que continuara.
Él la miró un poco desconcertado.
—¿Eh? —dijo.
—¿Quizás qué? Sigue lo que ibas a decir —insistió ella.
—Sí. ¿Qué iba a decir?
Lo había olvidado. Para ella fue una gran decepción que no acabara aquella frase.
Un rayo amarillo de sol brilló sobre los árboles.
—¡Sol! —dijo él—. Y hora de que te vayas. ¡La hora, excelencia, la hora! ¿Qué es lo que vuela y no tiene alas, excelencia? ¡El tiempo! ¡El tiempo!
Cogió la camisa.
—Dale las buenas noches a John Thomas —dijo mirándose el pene—. Está a salvo en los brazos de la acedera. Poco tiene ahora de mango ardiente.
Y se puso la camisa de franela metiendo la cabeza por el agujero del cuello.
—El momento más peligroso para un hombre —dijo al asomar de nuevo su cabeza— es cuando se está poniendo la camisa. Es como meter la cabeza en un saco. Por eso prefiero las camisas americanas, que se ponen como una chaqueta.
Ella le seguía mirando. Él se puso el calzoncillo y lo abotonó en la cintura.
—¡Mira a Jane! —dijo—. ¡Con todos sus capullos! ¿Quién te pondrá flores el año que viene, Jinny? ¿Yo, o quizás otro? «¡Adiós, campanilla, me despido de ti!» No me gusta esa canción, me recuerda los primeros tiempos de la guerra.
Luego se sentó y empezó a ponerse los calcetines. Ella seguía inmóvil. Él puso la mano sobre la curva de sus nalgas.
—¡Pequeña y hermosa Lady Jane! —dijo—. Quizás encuentres en Venecia un hombre que cubra tu pelo púbico de jazmines y ponga una flor de granado en tu ombligo. ¡Mi pobre Lady Jane!
—¡No digas esas cosas! —dijo ella—. ¡Las dices sólo para herirme!
Él dejó caer la cabeza y dijo luego en dialecto: —¡Sí, quizás sí, quizás sí! Bueno, entonces no diré nada y ya está. Pero tienes que vestirte y volver a tu majestuosa mansión de Inglaterra, a tu hermosa morada. ¡El tiempo es ido! ¡Se ha agotado el tiempo de Sir John y la pequeña Lady Jane! ¡Poneos la túnica, Lady Chatterley! Podrías ser cualquiera así como estás, sin nada encima y con sólo algunos harapos de flores. Vamos, vamos, voy a desnudarte, pajarito sin cola.
Y quitó las hojas de su pelo, besando sus cabellos húmedos, y las flores de sus pechos, y besó sus pechos, y besó su ombligo, y besó su pelo púbico, donde dejó las flores engarzadas.
—Que sigan ahí mientras quieran —dijo—. ¡Eso es! Ahí estás, desnuda otra vez, sólo una muchacha desnuda con un ligero rastro de Lady Jane. Y ahora ponte la camisa o Lady Chatterley llegará tarde a cenar, y ¿dónde has estado, hermosa doncella?
Nunca sabía qué contestarle cuando se pasaba así al dialecto. Se vistió y se preparó para volver ignominiosamente a Wragby. O por lo menos así era para ella: volver ignominiosamente a casa.
Quiso acompañarla hasta el camino de herradura. Las crías de faisán estaban recogidas bajo el cobertizo. Cuando llegaron al camino se encontraron con la señora Bolton, que llegaba pálida y jadeante.
—¡Oh, excelencia, nos temíamos que hubiera pasado algo!
—¡No! No ha pasado nada.
La señora Bolton observó la cara del hombre, tranquila y renovada por el amor. Se encontró con sus ojos entre la risa y la burla. Siempre sonreía ante las dificultades. Pero la miraba amablemente.
—¡Buenas tardes, señora Bolton! Ya no hay peligro para su excelencia, así que puedo dejarla ahora. ¡Buenas tardes, excelencia! ¡Buenas tardes, señora Bolton! Hizo un saludo militar y se dio la vuelta.
Connie llegó a casa para sufrir un interrogatorio insoportable. Clifford había estado fuera a la hora del té, había vuelto justo antes de que empezara la tormenta, y ¿dónde estaba su excelencia? Nadie lo sabía. Sólo la señora Bolton apuntó que habría ido a dar un paseo al bosque. ¡Al bosque con una tormenta así! Excepcionalmente Clifford se dejó dominar por un estado de frenesí nervioso. Miraba cada relámpago y se sobresaltaba a cada trueno. Contemplaba el agua fría de la tormenta como si fuera el fin del mundo. Estaba cada vez más desquiciado.