Estaba sentado en la choza con la cara retorcida en una expresión de ironía burlona. Pero aun entonces tenía un oído atento al ruido de la tormenta en el bosque. Le hacía sentirse muy solo.
—¿Pero no se acabará alguna vez? —dijo ella.
—Sí, claro, alcanzará su propia salvación. Cuando el último hombre de verdad haya muerto y estén todos domesticados: blanco, negro, amarillo, todos los colores domesticados, entonces estarán todos locos. Porque la raíz de la cordura está en los huevos. Y entonces estarán todos locos y harán su gran auto de fe, acto de la fe es lo que significa. Sí, harán su gran actito de fe. Se inmolarán el uno al otro.
—¿Quieres decir que se matarán?
—¡Eso es, patito! Si seguimos al ritmo actual, en cien años no quedarán mil personas en esta isla, quizás ni diez siquiera. Se habrán eliminado amorosamente el uno al otro.
Los truenos se iban alejando.
—¡Maravilloso! —dijo ella.
—¡Bastante! Contemplar el exterminio de la especie humana y la larga pausa hasta el nacimiento de alguna otra especie puede tranquilizarle a uno más que cualquier otra cosa. Y si seguimos así, con todo el mundo, intelectuales, artistas, gobierno, industriales y obreros, acabando todos frenéticamente con el último sentimiento humano, el último instinto intuitivo, el último instinto sano; si continúa todo en progresión algebraica como hasta ahora, entonces ¡tararí! a la especie humana. ¡Adiós, cariño! La serpiente se devora a sí misma y deja un vacío considerablemente revuelto pero no desesperado. ¡Maravilloso! ¡Cuando los perros salvajes ladren en Wragby y los caballos salvajes de las minas pateen el pozo de Tevershall,
te deum laudamus
! Connie reía, pero no muy feliz.
—Entonces deberías estar contento de que sean todos bolcheviques —dijo—. Debería gustarte que vayan a toda prisa hacia el final.
—Y me gusta. No voy a detenerles, porque no podría aunque quisiera.
—¿Por qué estás tan amargado entonces?
—¡No lo estoy! Si mi polla cacarea por última vez no me importa.
—¿Pero y si tienes un hijo? —dijo ella. Él bajó la cabeza.
—¿Por qué? —dijo él—. Me parece una cosa amarga y equivocada traer un niño a este mundo.
—¡No! ¡No digas eso! —suplicó ella—. Creo que yo voy a tener uno. Di que te gustará.
Puso su mano sobre la de él.
—Me gusta porque te gusta a ti —dijo él—. Pero a mí me parece una sucia traición a la criatura que tiene que nacer.
—¡Ah, no! —dijo ella conmovida—. ¡No puedes desearme de verdad! ¡No puedes desearme si eso es lo que sientes!
Él permaneció de nuevo en silencio con expresión adusta. Fuera se oía sólo el azote de la lluvia.
—¡No es verdad! —susurró ella—. ¡No es verdad del todo! Hay otra verdad.
Se daba cuenta de que él estaba amargado en parte porque ella se iba, porque deliberadamente marchaba a Venecia. Y casi le gustaba su reacción.
Abrió sus ropas, dejó al descubierto su vientre y le besó en el ombligo. Luego apoyó la mejilla en el vientre y estrechó sus brazos en torno a sus caderas calientes y silenciosas. Estaban solos en el diluvio.
—¡Dime que quieres un hijo y que lo quieres con esperanza! —murmuró, apretando la cara contra su vientre—. ¡Dime que lo quieres!
—¡Ya! —dijo él por fin, y ella sintió el curioso estremecimiento de una nueva idea en su mente y de su cuerpo calmándose—. ¡Ya! A veces he pensado que podría intentarse; incluso aquí entre los mineros. El trabajo no es bueno ahora y no ganan mucho. Si un hombre pudiera decirles: pensad en algo que no sea el dinero. Necesitar es poco lo que de verdad se necesita. Dejad de vivir para el dinero…
Ella frotaba suavemente la mejilla contra su vientre y apretó sus huevos en la mano. El pene se henchía suavemente, con una extraña vida, pero sin llegar a levantarse. La lluvia batía ruidosamente.
—Vivamos para otra cosa. Dejemos de vivir para ganar dinero, ni para nosotros ni para nadie. Ahora estamos forzados a hacerlo. Nos vemos forzados a ganar un poco para nosotros y un montón para los amos. ¡Acabemos con ello! Paso a paso, acabemos con ello. No es necesario matarse ni esforzarse. Paso a paso, acabemos con la vida industrial y volvamos atrás. Bastaría con una cantidad insignificante de dinero. Para todo el mundo, para mí y para vosotros, para los dueños y los amos e incluso para el rey. Casi no hace falta dinero. Basta con decidirlo y ya ha salido uno del callejón.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Y les diría: ¡Mirad! ¡Mirad a Joe! ¡Es una maravilla cómo se mueve! ¡Mirad cómo se mueve, está vivo y despierto! ¡Es hermoso! ¡Y mirad a Jonah! Está apagado, es feo, porque no está dispuesto a alzarse. Les diría: ¡Mirad! ¡Miraos a vosotros mismos! ¡Un hombro más alto que el otro, las piernas retorcidas, los pies destrozados! ¿A dónde habéis llegado con la mierda del trabajo? Os habéis destrozado. No hace falta trabajar tanto. Quitaos la ropa y miraos a vosotros mismos. Deberíais estar vivos y ser hermosos, y sois feos y estáis medio muertos. Eso les diría. Y haría que vistieran ropa diferente: quizás pantalones rojos ajustados, de un rojo brillante, y chaquetas blancas cortas. Si los hombres tuvieran piernas delgadas, y rojas, con sólo eso cambiarían en un mes. ¡Volverían a ser hombres otra vez, a ser hombres! Y las mujeres podrían vestirse como les diera la gana. Porque si los hombres pasearan con las piernas ajustadas en escarlata vivo, y con unas nalgas hermosas y rojas bajo una corta chaquetilla blanca, entonces las mujeres empezarían a ser mujeres. Es porque los hombres no son hombres por lo que las mujeres tienen que serlo… Y con el tiempo se arrasaría Tevershall y se construirían unos pocos edificios hermosos para albergarnos a todos. Y se volvería a limpiar el campo. Y no habría muchos hijos, porque el mundo está superpoblado. Pero no les predicaría a los hombres, sólo los desnudaría y les diría: «¡Miraos! ¡Eso es lo que significa trabajar por dinero! ¡Echaos un vistazo! Eso es trabajar por dinero. ¡Habéis estado trabajando por dinero! ¡Mirad Tevershall, es horrible! Y es porque se ha construido mientras vosotros trabajabais por dinero. ¡Mirad vuestras chicas! No les importáis, ni ellas a vosotros. Es porque habéis pasado el tiempo trabajando y con la preocupación del dinero. No sabéis hablar, ni moveros, ni vivir, no sabéis estar de verdad con una mujer. No estáis vivos. ¡Miraos!»
Se produjo un silencio absoluto. Connie escuchaba a medias, mientras iba colocando en el pelo de la base de su vientre algunos nomeolvides que había recogido de camino a la choza. Fuera el mundo se había calmado y hacía algo de frío.
—Tienes cuatro clases de pelo —le dijo—. En el pecho es casi negro, el de la cabeza no es oscuro, pero el bigote es duro y rojo oscuro, y el pelo de aquí, el pelo del amor, es como un cepillito de muérdago rojo, dorado y brillante. ¡Es el más bonito!
Él miró hacia abajo y vio los puntitos lechosos de los nomeolvides entre el pelo de su pubis.
—¡Sí! Ahí es donde hay que colocar los nomeolvides, en el pelo del hombre o de la chica. ¿Pero no te preocupa el futuro?
Ella le miró.
—¡Y mucho! —dijo.
—Porque yo creo que el universo humano está condenado, se ha condenado a sí mismo por su propia estupidez cicatera. Ni las colonias están lo bastante lejos. Ni la luna siquiera, porque desde allí se podría mirar y ver la tierra, sucia, bestial, insípida, entre todas las estrellas: podrida por los hombres. Me siento como si hubiera tragado mi propia bilis y me estuviera devorando por dentro y ningún sitio estuviera lo bastante lejos para escapar. Pero cuando encuentro algo que hacer vuelvo a olvidarme de todo. Aunque es una vergüenza lo que se ha hecho con la gente durante estos últimos siglos: se ha convertido a los hombres en hormiguitas trabajadoras, privándoles de toda su virilidad y de su vida real. Yo eliminaría otra vez las máquinas de la faz de la tierra y acabaría por completo con la era industrial como el peor de los errores. Pero como no puedo, nadie puede, lo mejor es quedarse en paz y tratar de vivir mi propia vida: si tengo una vida que vivir, cosa que dudo.
Habían cesado fuera los truenos, pero la lluvia, que había cedido, volvió a batir de repente con un último fulgor de relámpagos y el murmullo de la tormenta que se alejaba. Connie estaba inquieta. Había hablado durante mucho tiempo y realmente hablaba para sí mismo, no para ella. Parecía estar completamente abatido por la desesperación y ella se sentía feliz, sin espacio para la desesperación. Ella sabía que su marcha, de la que él sólo ahora se daba plenamente cuenta en su interior, le había llevado a aquel estado de abatimiento. Y para Connie, aquélla era una pequeña victoria.
Ella abrió la puerta y se quedó mirando la lluvia pesada y vertical, como una cortina de acero. Sintió un impulso repentino de correr hacia la lluvia, de huir. Se levantó y comenzó a quitarse rápidamente las medias y luego el vestido y la ropa interior, mientras él contenía el aliento. Sus pechos erectos y agudos de animal vibraban y oscilaban con sus movimientos. A la luz verdosa tenía un color de marfil. Volvió a calzarse sus zapatos de goma y salió corriendo con una pequeña risa salvaje, levantando los pechos a la espesa lluvia y abriendo los brazos, mientras corría desdibujada en el agua con los movimientos eurítmicos de danza que había aprendido en Dresde tantos años antes. Era una figura extraña y pálida, elevándose y descendiendo, curvándose de forma que la lluvia caía y brillaba sobre sus caderas plenas, alzándose de nuevo y atravesando la cortina de agua con el vientre avanzado, para volverse a parar con la oferta sólo del contorno de las caderas y las nalgas en una especie de homenaje a él, como una especie de acto salvaje de sumisión.
Él rio sin gracia y se quitó la ropa, tirándola. Era demasiado. Saltó al exterior, desnudo y blanco, penetrando en la lluvia espesa y oblicua con un pequeño estremecimiento. Flossie saltó, precediéndole con un ladrido apagado y frenético. Connie, con el pelo húmedo y pegado a la cabeza, volvió su cara caliente y le vio. Sus ojos azules brillaron excitados al volverse y salir corriendo en un desacostumbrado ademán de carga, dejando el claro y penetrando en el sendero mientras las ramas húmedas azotaban su cuerpo. Ella siguió corriendo y él sólo veía su cabeza húmeda y redonda, la espalda húmeda inclinada hacia adelante en la huida, el estremecimiento de las nalgas esféricas: el escape atemorizado de una maravillosa desnudez femenina.
Casi había llegado al amplio camino de herradura cuando él la alcanzó y la enlazó con su brazo desnudo, rodeando la humedad y la desnudez de su cintura suave. Ella dejó escapar un grito, se puso derecha y la masa de su carne femenina, suave y fría, se acercó a su cuerpo. Comprimió salvajemente contra sí aquella masa de carne femenina suave y fría, que al contacto tomó rápidamente el calor de una llama. La lluvia siguió cayendo sobre ellos para deshacerse luego en vapor. Él tomó sus cuartos traseros, magníficos y macizos, cada uno en una mano, y los apretó contra sí frenéticamente, estremeciéndose inmóvil en la lluvia. Luego, de repente, la levantó y cayó con ella sobre el sendero, en el rugiente silencio de la lluvia, y breve y cortante la poseyó; breve y cortante había terminado, como un animal.
Se levantó inmediatamente, limpiándose la lluvia de los ojos.
—Vamos dentro —dijo, y comenzaron a correr hacia la choza.
Él corría rápidamente y en línea recta: no le gustaba la lluvia. Pero ella caminaba lentamente, recogiendo nomeolvides, coronarias y campanillas, avanzando luego algunos pasos y observando su rápida huida.
Cuando llegó con sus flores, jadeante, a la choza, él ya había encendido la chimenea y las ramas chisporroteaban. Sus pechos en punta subían y bajaban, su pelo se pegaba con la lluvia, su cara ruborizada y su cuerpo brillaba chorreante. Con los ojos muy abiertos, con la cabeza pequeña y húmeda, las caderas potentes y goteando, parecía otra criatura.
Él cogió la vieja sábana y comenzó a secarla. Ella permanecía de pie como una niña. Luego se secó él, tras haber cerrado la puerta de la choza. El fuego ardía con llama alta. Ella tomó el otro extremo de la sábana y se secó el pelo húmedo.
—Nos estamos secando con la misma toalla, eso significa que habrá pelea —dijo él.
Ella le miró un momento, con el pelo en un desorden total.
—¡No! —dijo ella abriendo mucho los ojos—. ¡No es una toalla, es una sábana!
Y siguió secándose diligentemente la cabeza, mientras él secaba diligentemente la suya.
Agotados todavía por el ejercicio, envuelto cada uno en una manta del ejército, pero con la parte delantera del cuerpo expuesta al fuego, se sentaron uno al lado del otro sobre un tronco frente a la chimenea para recuperar el aliento. A Connie no le gustaba el contacto de la manta sobre su piel. Pero la sábana estaba empapada.
Ella dejó caer la manta y se arrodilló sobre el hogar de arcilla, acercando la cabeza al fuego y ventilando su pelo para que se secara. Él contemplaba la hermosa curva de sus caderas. Le fascinaba en aquel momento. ¡Qué hermosa curva la de aquella pendiente que terminaba en la sólida redondez de sus nalgas! ¡Y entremedias se plegaba el calor secreto de sus entradas secretas!
Le acarició las posaderas con la mano, larga y suavemente, tomando aquellas curvas y aquella redondez esférica.
—¡Qué culo tan rico tienes! —dijo en su dialecto gutural y acariciante—. Tienes un culo más hermoso que nadie. ¡Es el más hermoso, el más hermoso, culo de mujer que existe! Y cada pedacito de él es mujer, mujer como la leche. ¡No eres una de esas chicas con un culito de pitiminí que podrían ser chicos! Tienes un culo de verdad, suave y redondo, como le gusta de verdad a un hombre con pelotas. ¡Es un culo que podría servir de apoyo al mundo!
Todo el tiempo, mientras hablaba, iba acariciando exquisitamente aquella hermosura redonda, hasta que una especie de fuego deslizante pareció transmitirse de allí a sus manos. Y las puntas de sus dedos tocaron las dos aperturas secretas de su cuerpo una y otra vez con una suave caricia de fuego.
—Y si cagas y meas no me importa. No me gusta una mujer que ni cague ni mee.
Connie no pudo contener un estallido repentino de risa asombrada, pero él continuó imperturbable.
—¡Eres real, eres real! Eres real e incluso un poco puta. Por aquí cagas y por aquí meas: y pongo mi mano en los dos sitios y te quiero por eso. Te quiero por eso. Tienes de verdad un culo de mujer, orgulloso de sí mismo. No se avergüenza, no.