—¿Y ahora estás satisfecho de mí? —preguntó.
—¡Sí! Cuando soy capaz de olvidar lo demás. Cuando no soy capaz de olvidarlo me gustaría esconderme bajo la mesa y morir.
—¿Por qué bajo la mesa?
—¿Por qué? —se rio—. ¡El escondite, supongo! ¡Cosas de bebé!
—Parece que has tenido experiencias horribles con las mujeres —dijo ella.
—Ya ves, no he sido capaz de engañarme a mí mismo, como hacen la mayor parte de los hombres. Adoptan una actitud y aceptan una mentira. Yo nunca he sido capaz de engañarme. Sabía lo que quería de una mujer y no era capaz de decir que me lo habían dado cuando no era verdad.
—¿Y ahora?
—Ahora parece que sí.
—¿Por qué estás entonces tan pálido y tan deprimido?
—Demasiados recuerdos. Y quizás estoy asustado de mí mismo.
Ella se quedó en silencio. Se estaba haciendo tarde.
—¿Y crees que es importante un hombre y una mujer? —le preguntó ella.
—Para mí lo es. Para mí es lo más importante en la vida tener la relación que hace falta con una mujer.
—¿Y si no la consiguieras?
—Tendría que arreglarme sin ella.
Volvió a cavilar antes de preguntarle:
—¿Y crees que tú siempre has estado bien con las mujeres?
—¡Claro que no! Yo dejé que mi mujer se fuera por ese camino: culpa mía en gran parte. Yo la estropeé. Y soy muy desconfiado. Eso tienes que esperarlo de mí. Me cuesta mucho llegar a fiarme de alguien interiormente. Quizás yo también sea un fraude. No me fío. Y la ternura no debe confundirse con otra cosa.
Ella le miró.
—No desconfías con tu cuerpo cuando te hierve la sangre —dijo ella—. No desconfías entonces, ¿no?
—¡No, desde luego! Eso es lo que me ha causado todos los problemas. Y por eso es por lo que mi cabeza no se fía de nada.
—Deja a tu cabeza seguir siendo desconfiada. ¿Qué importa eso?
La perra gimió incómoda sobre la esterilla. Ahogado por la ceniza, el fuego se reducía.
—Somos dos guerreros derrotados —dijo Connie.
—¿Tú también? —rió él—. ¡Y aquí estamos dispuestos de nuevo a la batalla!
—¡Sí! Realmente estoy asustada.
—¡Sí!
Se levantó y puso los zapatos de ella a secar, limpió su propio calzado y lo colocó junto al fuego. Por la mañana le daría grasa. Retiró lo más posible del fuego las cenizas de la foto.
—¡Hasta quemada es sucia! —dijo.
Luego trajo unos leños para reavivar el fuego por la mañana. A continuación salió un momento con la perra. Cuando volvió, Connie dijo:
—Voy a salir también un minuto.
Salió sola a la oscuridad. Había estrellas en el cielo. Podía oler el aroma de las flores en el aire de la noche. Y sus zapatos húmedos se humedecían más aún. Tenía ganas de alejarse, de huir de él y de todo el mundo.
Hacía frío. Se estremeció y volvió a la casa. Él estaba sentado frente al fuego, ya muy bajo.
—¡Uff, qué frío! —se estremeció ella.
Él echó la leña al fuego y fue a por más hasta formar una hoguera chisporroteante que llenaba la chimenea. El ondular de las llamas les llenó a ambos de felicidad; calentaba sus caras y sus almas.
—¡No te preocupes! —dijo ella, cogiéndole la mano en su silencio y en su ensimismamiento—. Cada uno hace lo que puede.
—¡Sí! —contestó él con un esbozo de sonrisa. Ella se acercó a él y se echó en sus brazos frente al fuego.
—¡Olvida entonces! —susurró—. ¡Olvida!
Él la apretó contra sí, al calor móvil del fuego. La llama misma era como un olvido. ¡Y su peso, suave, cálido, maduro! Su sangre se puso lentamente en movimiento y fue ascendiendo hasta devolverle la fuerza y el vigor irreflexivo.
—Puede que esas mujeres quisieran de verdad estar allí y amarte como hay que amar, pero quizás no podían. Quizás no era sólo culpa suya —dijo ella.
—Ya lo sé. ¿Crees que no sabía que yo mismo era como una serpiente a la que se ha pisado y se le ha roto el espinazo?
Ella se apretó contra él de repente. No quería haber empezado aquella conversación de nuevo. Pero una especie de perversidad la había llevado a ello.
—Pero ya no lo eres —dijo ella—. Ya no eres una serpiente a la que se ha roto el espinazo de un pisotón.
—Ya no sé lo que soy. Nos esperan días muy negros.
—¡No! —protestó ella apretándose contra él—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Nos esperan días muy negros a nosotros y a todo el mundo —repitió él con un pesimismo profético.
—¡No! ¡No debes decir eso!
Él estaba en silencio. Pero ella podía sentir aquel negro vacío de la desesperación en su interior. Era la muerte de todo deseo, la muerte de todo amor: aquella desesperación era la caverna sombría que hay dentro de los hombres, en la cual se pierde su espíritu.
—Y hablas tan fríamente del sexo —dijo ella—. Hablas como si sólo hubieras buscado tu propio placer y satisfacción.
Protestaba nerviosamente contra él.
—¡No! —dijo él—. Yo quería sacar placer y satisfacción de una mujer y nunca lo conseguí: porque no podía llegar a mi placer y satisfacción de ella a no ser que ella los tuviera de mí al mismo tiempo. Y eso no sucedió nunca. Los dos tienen que estar de acuerdo.
—Pero nunca creíste en tus mujeres. Ni siquiera crees de verdad en mí —dijo ella.
—No sé lo que significa creer en una mujer.
—¡Ahí lo tienes! ¿Lo ves?
Estaba todavía acurrucada en su regazo. Pero su espíritu era gris y lejano, no estaba allí con ella. Y cada cosa que ella decía le iba alejando más.
—¿Pero en qué es en lo que crees? —insistió ella.
—No lo sé.
—En nada, como todos los hombres que he conocido —dijo ella.
Estaban los dos en silencio. Luego él pareció excitarse y dijo:
—Sí, creo en algo. Creo en el cariño. Creo especialmente en el cariño en el amor, en joder con cariño. Creo que si los hombres fueran capaces de joder con cariño y las mujeres de aceptarlo con cariño, todo estaría bien. Es ese joder en frío lo que lleva a la muerte y no tiene sentido.
—Pero tú no me jodes en frío —protestó ella.
—No quiero joderte de ninguna manera. Ahora mismo tengo el corazón tan frío como las patatas frías.
—¡Oh! —dijo ella besándole en broma—. Nos las tomaremos en ensalada.
Él rio y se sentó rígido en la silla.
—¡Es cierto! —dijo él—. Todo por un poco de cariño. Pero eso a las mujeres no les gusta. Ni siquiera a ti te gusta en realidad. Te gusta un buen polvo, salvaje, brutal y frío, y luego fingir que todo es de caramelo. ¿Dónde está tu ternura hacia mí? Te parezco tan sospechoso como el perro al gato. Te aseguro que es necesario que dos personas estén de acuerdo para llegar a la ternura y al cariño. A ti te gusta joder y no poco, pero quieres que se le dé un nombre grande y misterioso, sólo para adular a tu amor propio. Tu amor propio significa más para ti, cincuenta veces más, que cualquier hombre o que la compañía de cualquier hombre.
—Eso es exactamente lo que yo diría de ti. Tu amor propio lo es todo para ti.
—¡Sí! ¡Muy bien entonces! —dijo, empezando a moverse como para ponerse en pie—. Separémonos entonces. Prefiero morirme a volver a joder con esa frialdad. Ella se apartó y él se puso en pie.
—¿Y crees que yo lo quiero? —dijo ella.
—Espero que no —contestó el—. De todas formas, vete a la cama y yo dormiré aquí.
Le miró. Estaba pálido y sombrío, tan lejos de ella como el polo norte. Todos los hombres eran iguales.
—No puedo volver a casa hasta por la mañana Connie.
—¡No! Vete a la cama. Es la una menos cuarto.
—Desde luego que no —dijo ella.
Él atravesó la habitación y cogió sus botas.
—¡Entonces me iré fuera! —dijo él. Empezó a ponerse las botas. Ella le miró.
—¡Espera! —balbuceó—. ¡Espera! ¿Qué nos ha pasado?
Estaba inclinado, anudándose las botas, y no contestó. Pasaba el tiempo. Una especie de anonadamiento se apoderó de ella, creía desvanecerse. Toda su lucidez había muerto, y estaba allí, con los ojos muy abiertos, mirándole desde lo desconocido, sin consciencia alguna de nada.
El silencio le hizo levantar la mirada y la vio con los ojos muy abiertos y perdida. Como si una ráfaga de viento le hubiera arrastrado, se incorporó y se acercó inseguro a ella, con un zapato puesto y el otro quitado, y la cogió en sus brazos apretándola contra su cuerpo, que de alguna forma estaba traspasado por el dolor. Allí la mantuvo y allí se quedó ella.
Hasta que sus manos fueron bajando ciegamente, buscándola, tantearon bajo la ropa hasta dar con su suavidad y su calor.
—¡Pequeña! —volvió al dialecto—. ¡Cariño! ¡No discutamos! ¡No volvamos a discutir nunca! ¡Te amo, quiero tocarte! ¡No discutas conmigo! ¡No! ¡No! ¡No! Vamos a estar juntos.
Ella levantó la cara y le miró.
—No te enfades —dijo ella con firmeza—. No sirve de nada enfadarse. ¿De verdad quieres estar conmigo? Le miró a la cara con ojos firmes y muy abiertos. Él se detuvo y se quedó callado de repente, volviendo el rostro. Todo su cuerpo se quedó perfectamente inmóvil. Pero no se retiró.
Luego levantó la cabeza y la miró a los ojos con aquella mueca extraña y ligeramente burlona, diciendo:
—¡Sí, sí! Estemos juntos, pero jurando que lo estaremos.
—¿Pero de verdad? —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Sí, de verdad! Con vientre, corazón y polla. Seguía sonriendo ligeramente hacia ella, con un brillo de ironía en los ojos y un algo de amargura.
Ella lloraba en silencio y él se acostó con ella y la penetró allí mismo sobre la alfombra y así parecieron volver a una cierta calma. Luego fueron rápidamente a la cama porque empezaba a hacer frío y se habían agotado mutuamente. Ella se refugió en él, sintiéndose pequeña y hecha un ovillo. Los dos se durmieron inmediatamente, casi en un solo sueño. Así estuvieron acostados, sin moverse hasta que el sol se elevó sobre el bosque con el inicio del día.
Él se despertó y miró a la luz. Las cortinas estaban echadas. Escuchó la llamada salvaje de los mirlos y de los tordos en el bosque. Haría una mañana brillante; eran las cinco y media, su hora de levantarse. ¡Había dormido tan profundamente! ¡Era un día tan nuevo! La mujer estaba todavía acurrucada tiernamente en su sueño. Su mano se movió hacia ella y ella abrió sus ojos admirados y azules, sonriéndole inconscientemente.
—¿Estás despierto? —le dijo ella.
Él la miraba a los ojos. Sonrió y la besó. De repente se incorporó y se quedó sentada.
—¡Imaginarse que estoy aquí! —dijo ella.
Miró a las paredes encaladas de la habitación, con el techo inclinado y la ventana de caballete con las cortinas blancas echadas. La habitación estaba vacía, a excepción de una pequeña cómoda pintada de amarillo y una silla, y la pequeña cama blanca donde ella estaba acostada con él.
—¡Imaginarse que estamos aquí los dos! —dijo ella, mirándole.
Él estaba tumbado, mirándola, acariciando sus pechos con los dedos bajo el fino camisón. Cuando estaba tan caliente y descansado parecía joven y hermoso.
Sus ojos podían ser tan tiernos… Y ella estaba fresca y joven como una flor.
—¡Quiero quitármelo! —dijo, tirando del fino camisón de batista y sacándoselo por la cabeza.
Se quedó sentada con los hombros desnudos y los pechos alargados, ligeramente dorados. A él le gustaba hacer oscilar suavemente sus senos, como campanas.
—Quítate también tú el pijama —dijo ella.
—¡Eh, no!
—¡Sí, sí! —ordenó ella.
Se quitó su vieja chaqueta de pijama de algodón y tiró de los pantalones hacia abajo. A excepción de las manos y muñecas, cara y cuello, estaba blanco como la leche, con una carne fina, esbelta y musculosa. Para Connie era de repente de una hermosura penetrante de nuevo, como cuando le había visto lavándose aquella tarde.
El oro del sol caía sobre la cortina blanca. Ella sintió que quería entrar en la habitación.
—¡Oh, vamos a correr las cortinas! ¡Cómo cantan los pájaros! Deja que entre el sol —dijo ella.
Él se deslizó de la cama de espaldas a ella, desnudo, blanco y delgado, y fue hacia la ventana, deteniéndose un momento, corriendo las cortinas y mirando al exterior un instante. La espalda era blanca y fina, las pequeñas nalgas hermosas, con una virilidad exquisita y delicada; la nuca rojiza, delicada y sin embargo fuerte.
Había una fuerza interior, no exterior, en aquel cuerpo delicadamente fino.
—¡Qué hermoso eres! —dijo ella—. ¡Tan puro, tan fino! ¡Ven!
Y extendió los brazos hacia él.
Le daba vergüenza volverse hacia ella a causa de su desnudez erecta. Cogió su camisa del suelo y se cubrió para acercarse a ella.
—¡No! —dijo ella, extendiendo aún los brazos hermosos y esbeltos desde sus pechos descendentes—. ¡Déjame verte!
Él dejó caer la camisa y se quedó quieto frente a ella. El sol, a través de la ventana baja, emitía un rayo que iluminaba sus muslos, su esbelto vientre y el falo erecto, que se alzaba oscuro y caliente de entre la pequeña nube de pelo de un rojo vivo dorado. Ella estaba admirada y asustada.
—¡Qué extraño! —dijo lentamente—. ¡Qué extraño parece! ¡Tan grande, tan oscuro, con su seguridad de polla! ¿Es de verdad así?
El hombre echó una mirada hacia la parte baja de su cuerpo blanco y esbelto y se rio. Entre los hombros estrechos su pelo era oscuro, casi negro. Pero en la raíz del vientre, donde surgía el falo rígido y en arco, era de un dorado rojizo, formando una pequeña nube brillante.
—¡Tan orgulloso! —murmuró ella inquieta—. ¡Y tan señorial! ¡Ahora sé por qué son los hombres tan jactanciosos! ¡Pero es realmente encantador! ¡Como un ser aparte! ¡Un tanto aterrador! ¡Pero encantador realmente! ¡Y viene a mí!
Se mordió el labio inferior entre los dientes con miedo y excitación.
El hombre miró en silencio al falo tenso, invariablemente erecto.
—¡Sí! —dijo al fin con voz baja en el más cerrado dialecto—. ¡Sí, muchacho! Ahí estás muy bien. ¡Sí, puedes ir con la frente bien alta! Eres tu propio dueño, ¿eh?, y no debes nada a nadie. Eres mi jefe, John Thomas. ¿Jefe mío? Bueno, tienes más cojones que yo y hablas menos. ¡John Thomas! ¿La quieres para ti? ¿Te quieres quedar con mi Lady Jane? Eres tú quien me ha hecho caer de nuevo, tú. Ah, ¿y te ríes? ¡Cógela! ¡Coge a Lady Jane! Di: dejad libres los dinteles de vuestras puertas y que entre el rey de la gloria. ¡Ah, descarado! ¡Coño es lo que estás buscando! Dile a Lady Jane que quieres coño, John Thomas, el coño de Lady Jane.