—Oh, no le tomes el pelo —dijo Connie, reptando de rodillas sobre la cama hacia él y echando los brazos en torno a sus tiernas caderas, atrayéndolo hacia sí de modo que sus pechos colgados y oscilantes tocaron la punta del falo vibrante y erecto y captaron la gota de humedad. Se apretó contra el hombre.
—¡Échate! —dijo—. ¡Échate! ¡Quiero correrme! También él tenía prisa ahora.
Y luego, tras el reposo de la pausa, la mujer tuvo que destapar de nuevo al hombre para observar el misterio del falo.
—¡Y ahora es chiquitito y suave como un capullito de vida! —dijo, cogiendo en su mano el pene suave y pequeño—: ¿No es encantador? ¡Tan suyo, tan extraño! ¡Y tan inocente! ¡Y entra tanto dentro de mí! No debes insultarle nunca, ya lo sabes. Es mío también. No es sólo tuyo. ¡Es mío! ¡Y tan hermoso y tan inocente!
Y mantenía delicadamente el pene en la mano. Él reía.
—Bendito el lazo que une nuestros corazones en un solo amor —dijo él.
—¡Desde luego! —dijo ella—. Incluso cuando está suave y pequeño siento mi corazón unido sencillamente a él. ¡Y qué hermoso es aquí tu pelo! ¡Muy, muy diferente!
—¡Ese es el pelo de John Thomas, no el mío! —dijo Mellors.
—¡John Thomas! ¡John Thomas! —y besó rápidamente el suave pene, que comenzaba a excitarse de nuevo.
—¡Sí! —dijo el hombre, estirándose casi con dolor—. Tiene sus raíces en mi alma este caballero. Hay momentos en que no sé qué hacer con él. Es testarudo y a veces es difícil de contentar, pero no me gustaría verle muerto.
—¡No me extraña que los hombres siempre le hayan tenido miedo! —dijo ella—. Es un tanto terrible.
Un estremecimiento recorría el cuerpo del hombre y el flujo de la consciencia volvió a cambiar de nuevo de dirección, dirigiéndose hacia abajo. Y él no podía hacer nada mientras el pene, con ondulaciones suaves y lentas, se iba llenando, emergía y se elevaba, endureciéndose y quedando en alto, duro y victorioso, de manera curiosamente dominante. La mujer temblaba también ligeramente al observarlo.
—¡Ahora! ¡Tómalo ahora! ¡Es tuyo! —dijo el hombre.
Y ella se estremeció y sintió cómo se diluía su mente. Olas cortantes y suaves de un placer indecible parecían recubrirla mientras él entraba en ella y comenzaba el curioso frote fundente que se ampliaba y ampliaba y la llevaba al último extremo con el empuje último y ciego.
Él oyó las sirenas distantes de Stacks Gate anunciando las siete. Era lunes por la mañana. Se estremeció ligeramente y apretó la cara entre sus tiernos pechos, tapándose con ellos los oídos para no seguir escuchando.
Ella ni siquiera había oído las sirenas. Yacía en silencio, con el alma lavada y transparente.
—Tienes que levantarte, ¿no? —murmuró él.
—¿Qué hora es? —dijo su voz desvaída.
—Acaban de dar las siete.
—Me imagino que tendré que levantarme.
Le molestaba como siempre la imposición venida de fuera.
Él se sentó y miró con expresión ausente por la ventana.
—¿Me quieres o no me quieres? —preguntó ella tranquila.
Él la miró.
—Ya sabes lo que ya sabes. ¿Por qué lo preguntas? —dijo él un tanto desganado.
—Quiero que me tengas contigo, que no me dejes ir —dijo ella.
Los ojos de él parecían llenos de una penumbra cálida y suave, incapaces de pensar.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—En tu corazón ahora. Más tarde quiero venir a vivir contigo para siempre; pronto.
Él estaba sentado desnudo sobre la cama, con la cabeza baja, incapaz de pensar.
—¿No quieres tú? —preguntó ella.
—¡Sí! —dijo él.
Luego, con los mismos ojos oscurecidos por un nuevo impulso que casi se parecía al sueño, la miró.
—No me preguntes nada ahora —dijo—. Déjame así. Te quiero. Te amo así acostada. Una mujer es una maravilla cuando se la puede joder entrando hasta muy dentro, cuando el coño es bueno. Te quiero, quiero a tus piernas, tu forma, tu manera de ser mujer. Quiero a la mujer que hay en ti. Te amo con todos los huevos y con todo el corazón. Pero no me preguntes ahora. No me hagas decir nada. Déjame así como estoy. Luego me lo preguntarás todo. ¡Ahora déjame así, déjame así!
Y colocó suavemente la mano sobre su monte de Venus, sobre su delicado pelo castaño de doncella. Estaba sentado, callado y desnudo sobre la cama, la cara con la inmovilidad de la abstracción física, casi la cara de Buda. Inmóvil y con la llama invisible de otra consciencia, sentado con la mano sobre ella, esperando.
Poco después alargó el brazo para coger la camisa y se la puso. Se vistió en silencio la miró otra vez, tranquila, desnuda y ligeramente dorada como una Gloire de Dijon; se levantó y se fue. Ella le oyó abrir la puerta abajo.
Seguía allí ensimismada. Era difícil irse: dejar sus brazos. Él gritó desde abajo: «¡Las siete y media!» Ella suspiró y salió de la cama. ¡La habitación desnuda! No había nada más que la pequeña cómoda y la cama estrecha. El piso de tablas estaba muy limpio. Y en el rincón, junto a la ventana, había un estante con varios libros, algunos de una biblioteca circulante. Miró. Había libros sobre la Rusia bolchevique, libros de viajes, uno sobre el átomo y el electrón, otro sobre la composición de la corteza terrestre y las causas de los terremotos, algunas novelas, tres libros sobre la India. ¡Vaya! Seguía siendo un lector después de todo.
A través de la ventana el sol caía sobre sus miembros desnudos. En el exterior vio a la perra Flossie vagando. El seto de avellanos era de un verde borroso con mercuriales verde oscuro por debajo. Era una mañana clara y limpia, los pájaros revoloteaban y cantaban triunfalmente. ¡Si pudiera quedarse! ¡Si no existiera aquel otro mundo siniestro de hierro y humo! ¡Si él le hiciera un mundo!
Bajó las escaleras, aquellas escaleras de madera estrechas y empinadas. Aun así estaría feliz si tuviera aquella casa con tal de que fuera un mundo suyo.
Él estaba fresco y lavado; el fuego ardía.
—¿Quieres comer algo? —dijo él.
—¡No! Déjame sólo un peine.
Le siguió al fregadero y se peinó ante el minúsculo espejo colgado de la puerta trasera. Ahora estaba lista para irse.
Se detuvo en el pequeño jardín de la fachada mirando las flores cubiertas de rocío, el macizo de clavellinas lleno ya de yemas.
—Me gustaría que desapareciera el resto del mundo —dijo— y vivir contigo aquí.
—No desaparecerá —dijo él.
Recorrieron casi en silencio el maravilloso bosque bañado por el rocío. Pero estaban juntos en un mundo que sólo les pertenecía a los dos.
Para ella fue amargo tener que seguir hasta Wragby.
—Quiero venir pronto a vivir contigo —dijo ella al dejarle.
Él sonrió sin contestar.
Ella llegó a casa en silencio y sin que nadie la viera y subió a su habitación.
Había una carta de Hilda sobre la bandeja del desayuno. «Papá saldrá para Londres esta semana y yo iré a buscarte del jueves en siete días, el 17 de junio. Es mejor que estés preparada para que podamos salir enseguida. No quiero perder tiempo en Wragby, es un sitio horrible. Probablemente me quede a dormir en Retford con los Coleman, así que estaré ahí el jueves a la hora de comer. Podemos salir hacia la hora del té y dormir quizás en Grantham. No vale la pena que pasemos la noche con Clifford; no disfrutaría mucho, puesto que no le gusta que te vayas.»
Una vez más la convertían en un peón de ajedrez.
A Clifford no le gustaba que se fuera, pero era sólo porque no se sentía seguro en su ausencia. Su presencia, por alguna razón, le hacía sentirse seguro y libre para hacer las cosas a que se dedicaba. Pasaba mucho tiempo en la mina, luchando mentalmente con el problema casi desesperado de extraer su carbón de la manera más económica posible y de venderlo una vez que estuviera fuera. Sabía que tenía que descubrir alguna manera de utilizarlo o transformarlo para no tener la necesidad de venderlo o la decepción por no poderlo vender. Pero si lo transformaba en energía eléctrica, ¿podría venderlo o utilizarlo? Y transformarlo en combustible líquido era todavía demasiado caro y complicado. Para mantener viva la industria tenía que haber más industria, era una locura.
Era una locura y hacía falta un loco para triunfar en aquello. Bueno, él estaba un poco loco. Connie lo creía así. La misma intensidad de su dedicación a los asuntos de la mina le parecía una manifestación de locura, sus inspiraciones mismas parecían inspiraciones producidas por la demencia.
Él le hablaba de todos sus proyectos serios y ella le escuchaba con una especie de asombro y le dejaba hablar. Luego cesaba el chorro de palabras, conectaba la radio y parecía quedarse absorto, mientras sus proyectos parecían replegarse a su interior como una especie de sueño.
Y ahora jugaba todas las noches con la señora Bolton al
pontoon
, aquel juego típico de los soldados, y apostaban partidas de seis peniques. También en el juego parecía perderse en una especie de inconsciencia, o en una intoxicación vacía, o en el vacío de la intoxicación, o lo que fuera. Connie no soportaba verle. Pero cuando ella se iba a la cama, él y la señora Bolton seguían jugando hasta las dos o las tres de la madrugada, tranquilamente y con una extraña voluptuosidad. La señora Bolton estaba prendida en aquel placer tanto como Clifford: más aún, puesto que casi siempre perdía.
Un día le dijo a Connie:
—Anoche perdí veintitrés chelines con Sir Clifford.
—¿Y aceptó el dinero de usted? —dijo Connie horrorizada.
—¡Desde luego, excelencia! ¡Es una deuda de honor!
Connie les amonestó abiertamente y se enfadó con los dos. El resultado fue que Sir Clifford subió el sueldo de la señora Bolton en cien libras al año y con aquello podía jugar. Mientras tanto, le parecía a Connie, Clifford estaba cada vez más muerto.
Más adelante le dijo que se marcharía el 17.
—¡El diecisiete! —dijo él—. ¿Y cuándo volverás?
—El veinte de julio lo más tarde.
—¡Sí!, el veinte de julio.
La miró extrañamente y con expresión vacía, con la ambigüedad de un niño, pero con la astucia retorcida de un viejo.
—¿No me abandonarás ahora, no? —dijo él.
—¿Cómo?
—Mientras estés fuera, quiero decir. ¿Estás segura de que volverás?
—¡Sí! ¡Claro! ¡El veinte de julio!
La miró de una forma muy extraña.
Y sin embargo deseaba de verdad que ella se fuera. Era muy curioso. Quería realmente que ella se fuera, que tuviera sus escarceos y volviera quizás embarazada a casa y todo aquello. Y al mismo tiempo tenía miedo a su marcha.
Ella temblaba esperando la oportunidad de abandonarle para siempre, esperando el momento en que ella o él estuvieran maduros para ello.
Se sentó y comenzó a hablar con el guardabosque sobre su partida.
—Cuando vuelva —dijo ella— podré decirle a Clifford que tengo que dejarle. Y podremos irnos juntos. Ni siquiera hace falta que sepan que se trata de ti. Podemos irnos a otro país, ¿no te parece? A África, o Australia. ¿No te parece?
Estaba emocionada con su plan.
—Nunca has estado en las colonias, ¿no? —preguntó él.
—¡No! ¿Y tú?
—He estado en la India, en África del Sur y en Egipto.
—¿Y por qué no podemos ir a Sudáfrica?
—¡Podríamos! —dijo él lentamente.
—¿O no quieres ir? —preguntó ella.
—No me importa. No me importa demasiado lo que haga.
—¿No te parece bien? ¿Por qué no? No vamos a ser pobres. Tendremos unas seiscientas libras al año. He escrito para consultarlo. No es mucho, pero es bastante, ¿no?
—Para mí es una fortuna.
—¡Oh, será maravilloso!
—Pero tendré que divorciarme, y tú también, si no queremos tener complicaciones.
Había no pocas cosas en que pensar.
Otra vez le preguntó por él mismo. Estaban en la choza un día de tormenta.
—¿No eras feliz cuando eras teniente, un oficial, un caballero?
—¿Feliz? Sí, lo era. Me gustaba mi coronel.
—¿Le querías?
—¡Sí! Le quería.
—¿Y te quería él a ti?
—¡Sí! En un sentido me quería.
—Háblame de él.
—¿Qué es lo que hay que contar? Había salido de soldado raso. Adoraba al ejército. Y no se había casado nunca. Tenía veinte años más que yo. Era muy inteligente y estaba solo en el ejército, como pasa siempre con la gente así. Era un hombre apasionado a su manera y muy buen oficial. Mientras estuve con él sólo veía por sus ojos; de alguna manera le dejaba organizar mi vida. Y nunca lo lamentaré.
—¿Te afectó mucho su muerte?
—Estuve a punto de morir yo mismo. Cuando me recuperé me di cuenta de que una parte de mí había muerto también. Aunque siempre había sabido que acabaría por morir. Pasa con todo, por otra parte.
Ella seguía sentada cavilando. La tormenta retumbaba en el exterior. Era como si estuvieran en una minúscula arca en el Diluvio.
—Pareces haber vivido tanto… —dijo ella.
—¿Sí? A mí me parece que ya he muerto una o dos veces. Y, sin embargo, aquí estoy, saliendo adelante y dispuesto a caer otra vez.
Ella pensaba intensamente, sin dejar de escuchar la tormenta.
—¿Eras feliz como oficial y como caballero tras la muerte del coronel?
—¡No! Eran una pandilla de gentuza —se rio de repente—. El coronel solía decir: «Muchacho, la clase media inglesa tiene que masticar treinta veces cada bocado, porque tienen un estómago tan pequeño que un guisante los dejaría estreñidos. Son el peor montón de majaderos amariconados que se ha inventado nunca: llenos de vanidad, asustados de no llevar el nudo bien hecho, podridos hasta la médula y siempre tienen razón. Eso es lo que no puedo aguantar. Pppp-pppp. Pppp-pppp. Lamiendo culos hasta que se les encallece la lengua: pero siempre tienen razón. Cursis hasta no poder más. ¡Cursis! Una generación de cursis afeminados y sin huevos…»
Connie reía. Fuera diluviaba.
—¡No lo aguantaba!
—No —dijo él—. No le preocupaban. Simplemente le daban asco. Existe una diferencia. Porque, como él decía, hasta los soldados se estaban volviendo cursis, acojonados y sin nervio. Es el destino de la humanidad llegar a eso.
—¿También de la gente normal, los obreros?
—Todo el mundo. No tienen empuje. Los coches, el cine y los aviones les han sorbido lo último que les quedaba. Te lo aseguro, cada generación cría una generación más conejil, con horchata en las venas y piernas y caras de hojalata. ¡Gente de hojalata! Es como una especie de bolchevismo constante que va matando lo humano y despertando la adoración a lo mecánico. ¡Dinero, dinero, dinero! Todos estos modernos parecen divertirse matando el viejo sentimiento humano en el hombre, haciendo picadillo del viejo Adán y de la vieja Eva. Son todos iguales. El mundo todo es igual: eliminar la realidad humana, una libra por cada prepucio, dos libras por cada par de cojones. ¡El coño mismo no es más que una máquina de joder! Todo igual. Pagadles para que corten la polla del mundo. Pagar dinero, dinero y dinero a los que acaben con el coraje de la humanidad para no dejar más que maquinitas chirriantes.