La señora Bolton trataba de calmarle.
—Se habrá refugiado en la choza hasta que escampe. No se preocupe, su excelencia está bien.
—¡No me gusta que esté en el bosque con una tormenta así! ¡No me gusta que esté en el bosque en ningún caso! Hace más de dos horas que se ha ido. ¿Cuándo salió?
—Poco antes de que llegara usted.
—No la vi en el parque. Dios sabe dónde estará y lo que le habrá pasado.
—Oh, no le ha pasado nada. Verá como llega en cuanto pare la lluvia. Es sólo que no puede venir con tanta agua.
Pero su excelencia no llegó a casa en cuanto cesó la lluvia. De hecho siguió pasando el tiempo, el sol salió de entre las nubes en un último reflejo amarillo y seguía sin haber rastro de ella. El sol se había puesto, oscurecía y se había tocado el primer gong para la cena.
—¡Es inútil! —dijo Clifford fuera de sus casillas—. ¡Mandaré a Betts y a Field a buscarla!
—¡Oh, no haga eso! —gritó la señora Bolton—. ¡Creerán que ha habido un suicidio o algo! Empezará a murmurar todo el mundo. Déjeme llegar hasta la choza y ver si está allí. Yo la encontraré.
Tras insistir un poco, Clifford la dejó ir.
Y así se la había encontrado Connie en el camino, pálida, jadeante y sola.
—¡Perdóneme que haya venido a buscarla, excelencia! Pero no puede imaginarse cómo se ha puesto Sir Clifford. Estaba seguro de que la habría alcanzado un rayo o la habría matado la caída de un árbol. Y estaba dispuesto a mandar a Field y a Betts a buscar el cadáver en el bosque. Y pensé que era mejor que viniera yo y no poner a todos los criados en danza.
Hablaba con nerviosismo. Podía ver aún la dulzura y el ensueño de la pasión en la cara de Connie, al mismo tiempo que su irritación por la interferencia.
—¡Claro! —dijo Connie. Y no se le ocurrió nada más que decir.
Las dos mujeres avanzaron a través de aquel universo húmedo en silencio, mientras las pesadas gotas reventaban como explosiones en el bosque. Al llegar al parque, Connie tomó la delantera. La señora Bolton jadeaba ligeramente: estaba engordando.
—¡Qué tontería que Clifford haya organizado todo este jaleo! —dijo Connie por fin.
Estaba enfadada. En realidad hablaba consigo misma.
—¡Oh, ya sabe cómo son los hombres! Les gusta atormentarse. Pero se pondrá bien en cuanto vea a su excelencia.
Connie estaba furiosa porque la señora Bolton hubiera descubierto su secreto: porque lo sabía con toda seguridad.
De repente Constance se detuvo en medio del camino.
—¡Es monstruoso que se me espíe! —dijo con los ojos en ascuas.
—¡Oh! ¡No diga eso, excelencia! Desde luego él habría enviado a los dos hombres y habrían ido derechos a la choza. Yo ni siquiera sabía dónde estaba.
Al oír aquello, Connie se puso roja de rabia. Sin embargo, dominada aún por su pasión amorosa, no era capaz de mentir. Ni siquiera podía fingir que no había nada entre ella y el guarda. Miró a la otra mujer, que disimulaba con la cabeza baja y que de alguna forma, en su femineidad, era un aliado.
—¡Bueno! —dijo—. Siendo así, no me importa.
—Claro, no ha pasado nada, excelencia. ¡No ha hecho más que refugiarse en la choza. No pasa absolutamente nada.
Siguieron hacia la casa. Connie marchó directamente hacia la habitación de Clifford, furiosa contra él, contra su cara pálida y desencajada, contra sus ojos saltones.
—Tengo que decir que no me parece que haga falta que pongas al servicio a perseguirme —explotó ella.
—¡Santo Dios! —explotó él a su vez—. ¿Dónde has estado, mujer? ¡Desaparecida durante horas y horas con una tormenta como ésta! ¿Qué coños se te ha perdido en esa mierda de bosque? ¿Qué estabas haciendo? ¡Hace horas que dejó de llover, horas! ¿Sabes qué hora es? Eres capaz de volver loco a cualquiera. ¿Dónde has estado? ¿Qué coños has estado haciendo?
—¿Y qué pasa si prefiero no decírtelo?
Se quitó el sombrero y se sacudió el pelo.
La miró con los ojos desencajados, la retina se iba tiñendo de amarillo. No le sentaba nada bien caer en la rabieta: la señora Bolton pagaba luego el pato durante algunos días. Connie echó marcha atrás.
—¡Pero bueno! —dijo con un tono más suave—. ¡Cualquiera diría que he estado no sé dónde! Pues pasé el rato tranquilamente en la choza durante la tormenta, y encendí un fueguecillo y tan ricamente.
Hablaba ahora sin esfuerzos. ¡Después de todo, por qué deprimirlo más aún! Él la miró lleno de sospechas.
—¡Y mira tu pelo —dijo—, mírate!
—¡Sí! —contestó ella con parsimonia—. He estado corriendo desnuda en la lluvia.
Él la miró fijamente, perdida el habla.
—¡Debes estar loca! —dijo.
—¿Por qué? ¿Por ducharme en la lluvia?
—¿Y cómo te has secado?
—Con una toalla vieja y con el fuego.
Seguía mirándola sin entender nada.
—¿Y qué pasa si hubiera aparecido alguien? —dijo.
—¿Quién iba a aparecer?
—¿Quién? ¡Pues cualquiera! ¿Y Mellors? ¿Es que no va allí? Tiene que ir por las tardes.
—Sí, llegó luego, cuando ya había escampado, a dar de comer a los faisanes.
Hablaba con una asombrosa indiferencia. La señora Bolton, que estaba escuchando en la habitación de al lado, oía todo aquello con un asombro infinito. ¡Pensar que una mujer podía llevar las cosas con aquella naturalidad!
—Imagínate que hubiera aparecido como un maníaco mientras andabas corriendo por allí sin nada encima.
—Supongo que se habría llevado el susto más grande de su vida y se habría largado a toda prisa.
Clifford la seguía mirando transfigurado. Lo que pensaba en su subconsciente no llegaría a saberlo nunca. Y estaba demasiado desconcertado para aclararse a nivel consciente. Aceptaba por las buenas lo que iba diciendo ella en una especie de vacío. Y la admiraba. No podía evitar admirarla. Parecía tan llena de color, tan hermosa, tan suave: suave de amor.
—Por lo menos —dijo rindiéndose— habrás tenido suerte si te has librado de un buen catarro.
—No, no he pillado un catarro —contestó ella. Estaba pensando en las palabras del otro hombre: «¡Tienes el culo más bonito que nadie!» Deseaba, deseaba con locura poderle contar a Clifford que le habían dicho aquello durante la famosa tormenta. Pero se comportó más bien como una reina ofendida y subió a su habitación a cambiarse de ropa.
Más tarde Clifford intentaba ser amable con ella. Estaba leyendo uno de los últimos libros científicos sobre religión: sentía una vena de una especie de falsa religiosidad en su interior y se preocupaba de forma egoísta por el futuro de su personalidad. Era como su costumbre de entablar una conversación con Connie sobre algún libro, puesto que la conversación entre ellos había de crearse casi por procedimientos químicos. Era casi una precipitación química en sus cabezas.
—Ah, de paso, ¿qué te parece esto? —dijo echando mano al libro—. No te haría falta refrescar tu cuerpo ardiente duchándote en la lluvia si tuviéramos algunos eones más de evolución tras de nosotros. ¡Ah, aquí está!: «El universo nos presenta dos aspectos: por un lado se desgasta físicamente y por otro asciende espiritualmente.»
Connie le escuchaba, esperando la continuación. Pero Clifford parecía esperar. Ella le miró sorprendida.
—Y si asciende espiritualmente —dijo—, ¿qué es lo que deja abajo, en el sitio donde solía tener el rabo?
—¡Ah! —dijo él—. Hay que entender lo que quiere decir el hombre. Ascender es lo contrario de desgastarse, supongo yo.
—¡Espiritualmente aniquilado, por decirlo así!
—No, en serio, sin bromas: ¿crees que tiene profundidad?
Ella volvió a mirarle.
—¿Desgaste físico? —dijo—. Veo que tú engordas y yo no me estoy desgastando. ¿Crees que el sol es más pequeño que antes? Yo creo que no. Y supongo que la manzana que Adán ofreció a Eva no era mucho más grande, si es que le ofreció alguna, que cualquiera de nuestras hermosas manzanas injertadas. ¿Tú crees que sí?
—Mira, escucha lo que dice luego: «Y así va pasando lentamente, con una lentitud inconcebible para nuestra medida del tiempo, a nuevas condiciones de creatividad, en las cuales el mundo físico, tal como lo conocemos hoy, estará representado por una ondulación apenas diferenciable de la nada.»
Ella le escuchaba con un toque de ironía. Se le ocurrían montones de comentarios sarcásticos. Pero sólo dijo:
—¡Qué idiotez de acertijo! Como si su conciencia llena de presunción fuera capaz de comprender algo que sucede con esa lentitud. Eso quiere decir simplemente que él es un fracaso físico sobre la tierra y quiere convertir al universo entero en un fracaso físico. ¡Es una impertinencia insignificante de pedantuelo!
—¡Oh, pero escucha! ¡No interrumpas las opiniones solemnes de un gran hombre!: «El tipo de orden que actualmente impera en el mundo emerge de un pasado inimaginable y encontrará su tumba en un futuro igualmente inimaginable. Permanece, sin embargo, el reino infinito de las formas abstractas y de la creatividad, con su carácter variable siempre determinado de nuevo por sus propias criaturas y por Dios, de cuya sabiduría dependen todas las formas de orden.» Ahí está, así es como termina.
Connie escuchaba con desprecio.
—Está espiritualmente ido —dijo—. ¡Qué sarta de tonterías! Inimaginables, y tipos de orden en la tumba, y reinos de formas abstractas, y la creatividad con su carácter variable siempre determinado de nuevo, y Dios mezclado a formas de orden. ¡Pero si es de idiota!
—Debo reconocer que es un conglomerado un tanto confuso, una mezcla gaseosa, por decirlo así —dijo Clifford—. Pero aun así me parece que no está del todo equivocado en la idea de que el universo se desgasta físicamente y asciende espiritualmente.
—¿Te parece? Pues entonces que siga ascendiendo, siempre que me deje a mí físicamente sana y a salvo aquí abajo.
—¿Te gusta tu físico? —preguntó él.
—¡Me encanta!
Y volvieron a su mente aquellas palabras: «¡Tienes el culo de mujer más hermoso que existe!»
—Es realmente increíble, porque es evidente que lo físico no es más que una carga. Claro que supongo que una mujer no sabe el placer supremo que representa la vida mental.
—¿Placer supremo? —dijo ella mirándole—. ¿Y es esa especie de majadería el placer supremo de la vida de la mente? ¡No, gracias! Prefiero el cuerpo. Creo que la vida del cuerpo es una realidad más grande que la vida de la mente: si el cuerpo está realmente abierto a la vida. Aunque hay tanta gente, como tu famosa máquina de viento, que sólo tienen un cerebro pegado a sus cadáveres físicos…
Él la miró desconcertado.
—La vida del cuerpo —dijo— no es más que la vida de los animales.
—Y eso es mejor que la vida de los cadáveres profesionales. ¡Pero no es cierto! El cuerpo humano está empezando a llegar ahora a la vida real. Con los griegos tuvo un relámpago maravilloso, luego Platón y Aristóteles lo mataron y Jesús le dio la puntilla. Pero ahora el cuerpo está volviendo realmente a la vida, surgiendo realmente de la tumba. Y llegaremos a una vida maravillosa, maravillosa, en un universo maravilloso, la vida del cuerpo humano.
—Querida, hablas como si fueras tú la que tuvieras que llevarlo adelante. Cierto, te vas de vacaciones, pero no te lo tomes con ese entusiasmo indecente. Créeme, exista el Dios que exista, está eliminando lentamente los intestinos y el sistema alimenticio del ser humano para dar origen a un ser más elevado, más espiritual.
—¿Por qué voy a creerte, Clifford, si yo siento que, exista el Dios que exista, ha despertado por fin en mis intestinos, como tú dices, y se mece allí con la felicidad de un amanecer? ¿Por qué había de creerte si yo siento exactamente lo contrario?
—¡Oh, exactamente! ¿Y qué es lo que ha provocado ese cambio extraordinario en ti? ¿Correr desnuda por la lluvia y jugar a la bacante? ¿El deseo de sensaciones o un anticipo del viaje a Venecia?
—¡Las dos cosas! ¿Crees que es horrible que me emocione tanto la idea de salir de aquí? —dijo.
—Es un tanto horrible mostrarlo tan abiertamente.
—Entonces lo ocultaré.
—¡Oh, no te molestes! Casi consigues transmitirme a mí la emoción. Casi me siento como si fuera yo el que se va.
—¿Y entonces por qué no vienes?
—Ya lo hemos discutido. En realidad supongo que lo que más te entusiasma es poder despedirte temporalmente de todo esto. ¡Nada hay tan emocionante de momento como decirle adiós a todo! Pero cualquier despedida significa un encuentro en otra parte. Y cualquier nuevo encuentro es una nueva atadura.
—Yo no voy a buscarme ninguna nueva atadura.
—No presumas cuando los dioses te escuchan —dijo Clifford.
—¡No! ¡No estoy presumiendo! —cortó ella en seco. Pero de todas formas sentía vivamente la emoción de la marcha, de la ruptura de los lazos. No podía evitarlo.
Clifford, que no podía dormir, jugó toda la noche con la señora Bolton, hasta que ella estuvo casi muerta de sueño.
Y amaneció el día en que tenía que llegar Hilda. Connie había acordado con Mellors que si todo se presentaba bien para que pudieran pasar la noche juntos, colgaría un chal verde de la ventana. Y si sus planes se veían frustrados, uno rojo.
La señora Bolton ayudó a Connie a hacer las maletas.
—Un cambio le sentará muy bien a su excelencia.
—Creo que sí. ¿No le importa ocuparse sola de Sir Clifford durante una temporada, verdad?
—¡Oh, no! Me las arreglo muy bien con él. Quiero decir que podré hacer todo lo que necesite. ¿No cree que ha mejorado bastante?
—¡Oh, mucho! Hace usted maravillas con él.
—¿Le parece? Pero todos los hombres son iguales: son como niños y hay que llevarles la corriente y adularles y dejarles creer que hacen lo que les da la gana. ¿No le parece a usted, excelencia?
—Me temo que yo no tengo mucha experiencia.
Connie interrumpió un momento su ocupación.
—¿Incluso su marido, tenía que manejarle y mimarle como un niño? —preguntó mirando a la otra mujer. La señora Bolton se detuvo también.
—¡Bueno! —dijo—. También tenía que hacerle un montón de cucamonas. Pero tengo que reconocer que casi siempre se daba cuenta de lo que yo andaba buscando. Pero generalmente decía que sí.
—¿No se comportaba nunca como dueño y señor?
—¡No! Por lo menos tenía a veces una expresión típica en los ojos y entonces ya sabía que era yo la que tenía que ceder. Pero era él el que cedía normalmente. No, nunca fue autoritario. Pero yo tampoco. Yo ya sabía cuándo no se podía seguir adelante con él y entonces cedía: aunque a veces me costaba hacerlo.