Había un comandante caodaísta de pie junto al coche hablando deprisa. Se detuvo cuando llegué. Lo reconocí —había sido uno de los ayudantes de Thé antes de que éste se lanzara a las montañas.
—¡Hola, comandante! —le dije—, ¿cómo está el general?
—¿Qué general? —preguntó con una mueca tímida.
—Seguramente en la fe caodaísta —dije— todos los generales se reconcilian.
—No consigo mover este coche, Thomas —dijo Pyle.
—Le conseguiré un mecánico —dijo el comandante, dejándonos.
—Le he interrumpido.
—Oh, no era nada —dijo Pyle—. Quería saber cuánto cuesta un Buick. Esta gente es tan amistosa cuando se les trata bien. Los franceses no parecen saber cómo manejarlos.
—Los franceses no se fían de ellos.
—Un hombre se hace digno de confianza cuando uno tiene confianza en él —dijo Pyle con solemnidad.
Sonaba a máxima caodaísta. Empecé a sentir que el aire de Tanyin era demasiado ético para que yo pudiera respirarlo.
—Tomemos una copa —dijo Pyle.
—No hay nada que me apetezca más.
—Me traje un termo con jugo de lima.
Se agachó revolviendo en una cesta que llevaba detrás.
—¿No tiene ginebra?
—No, lo siento mucho. Ya sabe —dijo con entusiasmo— que el jugo de lima es muy bueno para este clima. Contiene… no estoy seguro qué vitaminas. Me alargó una taza y bebí.
—¿Le apetece un
sandwich
? Son realmente magníficos. Tienen un nuevo ingrediente especial para
sandwiches
que se llama «Vita-Salud». Me lo ha enviado mi madre desde Estados Unidos.
—No, gracias, no tengo hambre.
—Sabe casi como ensaladilla rusa… sólo que un poco más seca.
—No, gracias.
—¿Le importa si me como uno?
—No, no, por supuesto que no.
Le dio un buen mordisco, haciéndolo crujir y crepitar. En la distancia el Buda de piedra blanca y rosada se alejaba de su hogar ancestral y su ayuda de cámara —otra estatua— lo perseguía corriendo. Las mujeres cardenales regresaban a su casa y el ojo de Dios nos vigilaba desde lo alto de la puerta de la catedral.
—¿Sabe que sirven el almuerzo aquí? —dije.
—Pensé que no valía la pena arriesgarse. La carne,., hay que tener cuidado con ella con este calor.
—Pero hay bastante seguridad. Son vegetarianos.
—Supongo que estará bien… pero me gusta saber lo que como —le dio otro bocado a su «Vita-Salud»—. ¿Cree usted que tienen mecánicos de confianza?
—Saben lo suficiente para convertir un tubo de escape en un mortero. Creo que con los Buicks hacen los mejores morteros.
El comandante regresó y, saludándonos con elegancia, nos dijo que había encargado al cuartel que enviaran un mecánico. Pyle le ofreció un
sandwich
de «Vita-Salud», que le rechazó muy educadamente. Dijo con aire de hombre de mundo:
—Aquí tenemos tantas reglas sobre la comida —hablaba un inglés excelente—. Son estúpidas. Pero ya saben lo que ocurre en una capital religiosa. Supongo que es lo mismo en Roma… o Canterbury —añadió con una elegante y ligera inclinación hacia mí.
Luego se quedó callado. Los dos estaban en silencio. Tenía la profunda impresión de que no se deseaba mi compañía. No pude resistir la tentación de meterme con Pyle… es, después de todo, el arma de la debilidad y yo era débil. No tenía juventud, seriedad, integridad, futuro.
—Quizá después de todo le acepte un
sandwich
—le dije.
—Oh, desde luego —dijo Pyle—, desde luego.
Se detuvo antes de volverse a la cesta que tenía detrás.
—No, no —le dije—. Sólo estaba bromeando. Ustedes dos quieren estar a solas.
—Nada de eso —dijo Pyle.
Era una de las personas que peor sabía mentir de todas las que conozco… era un arte que evidentemente nunca había practicado. Le explicó al comandante:
—Thomas es el mejor amigo que tengo.
—Conozco al señor Fowler —dijo el comandante.
—Le veré antes de irme, Pyle.
Y me alejé hacia la catedral. Allí podía gozar de algo de fresco.
San Victor Hugo con el uniforme de la Academia Francesa y el halo alrededor del tricornio apuntaba a algún noble sentimiento que Sun Yat Sen escribía en una tablilla; entré en la nave. No había ningún sitio donde sentarse excepto en el sillón papal, rodeado por una cobra de yeso; el piso de mármol brillaba como agua y no había cristales en las ventanas. Hacemos jaulas con agujeros para el aire, pensé, y el hombre se hace su jaula para la religión casi de la misma manera —con dudas que quedan a merced de la intemperie y credos que están abiertos a innumerables interpretaciones—. Mi mujer había encontrado su jaula con agujeros y a veces la envidiaba. Hay un conflicto entre el sol y el aire: yo vivía demasiado al sol.
Paseé por la larga nave vacía… ésta no era la Indochina que yo amaba. Los dragones con cabezas de león ascendían por el pulpito: en el techo, Cristo exhibía su corazón sangrante. Buda estaba sentado, como se sienta siempre Buda, con su regazo vacío. La barba de Confucio colgaba exigua como una cascada en la estación seca. Todo era como una representación teatral: el gran globo sobre el altar era la ambición, la cesta con la tapa móvil en la que el papa hacía sus profecías era una trampa. Si esta catedral tuviera una existencia de cinco siglos en lugar de dos décadas, ¿habría reunido cierto tipo de verosimilitud con el desgaste de los pies y la erosión de la intemperie? Una persona a quien se pudiera convencer, como mi mujer, ¿encontraría aquí la fe que no encontraba en los seres humanos? Y si realmente yo hubiera necesitado fe, ¿la habría encontrado en su iglesia de estilo normando? Pero nunca había deseado la fe. El oficio de un reportero es recoger y exponer lo que ocurre. A lo largo de mi carrera nunca había descubierto lo inexplicable. El papa hacía sus profecías con un lápiz en una tapa móvil y la gente creía. En cualquier visión siempre se podía encontrar la tablilla. Yo no guardaba en mi repertorio de la memoria ninguna visión ni milagro.
Repasé al azar mis recuerdos como si fueran fotos de un álbum: un zorro que había visto a la luz de una bengala enemiga sobre Orpington cuando se arrastraba a escondidas junto a un corral de aves, lejos de su escondrijo rojizo en el extremo del campo; el cuerpo de un malayo muerto a bayonetazos que había traído una patrulla de gurkas en la parte trasera de un camión hasta un campamento minero en Pahang, mientras los culíes chinos lo contemplaban con risas nerviosas y un compañero malayo le colocaba un cojín bajo la cabeza sin vida; una paloma en la repisa de una chimenea, preparada para volar en una habitación de hotel; la cara de mi mujer en una ventana cuando volví a casa para despedirme la última vez. Mis pensamientos habían comenzado y acabado con ella. Debía haber recibido mi carta hacía más de una semana, y el telegrama que yo no esperaba no había llegado. Pero se dice que si un jurado está demasiado tiempo deliberando hay esperanzas para el prisionero. Dentro de otra semana, si no llegaba ninguna carta, ¿podría empezar a tener esperanzas? A mi alrededor podía oír los coches de los soldados y los diplomáticos que se ponían en marcha: había acabado la fiesta otro año más. Empezaba la estampida para regresar a Saigón, con el toque de queda. Salí a buscar a Pyle.
Estaba de pie a la sombra con su comandante, y no había nadie trabajando con el coche. Parecía que la conversación, fuese sobre lo que fuese, había acabado, y allí estaban en silencio, como cohibidos por cortesía mutua. Me acerqué a ellos.
—Bueno —dije—, creo que me voy. Lo mejor es que salga usted también si quiere llegar antes del toque de queda.
—El mecánico no ha aparecido.
—Vendrá pronto —dijo el comandante—. Estaba en el desfile.
—Podría pasar aquí la noche —le dije—. Hay una misa especial.,, verá que es toda una experiencia. Dura tres horas.
—Debería volver.
—No podrá regresar a menos que salga ya —y añadí sin muchas ganas—: si quiere puedo llevarlo y el comandante puede hacer que le envíen el coche mañana a Saigón.
—No tiene por qué preocuparse por el toque de queda en territorio caodaísta —dijo el comandante como presumiendo—. Pero a partir de ahí… Desde luego puedo hacer que le envíen el coche mañana.
—Con el tubo de escape intacto —dije, y sonrió resplandeciente, con elegancia, con eficiencia, con una abreviatura militar de sonrisa.
Ya la hilera de automóviles iba muy por delante de nosotros cuando salimos. Aceleré para intentar alcanzarla, pero habíamos dejado atrás la zona caodaísta y estábamos en la de los Hoa-Haos, sin que divisáramos ni siquiera una nube de polvo delante de nosotros. El mundo se presentaba liso y vacío aquella tarde.
No era el tipo de paisaje que se asocia con las emboscadas, pero podía haber hombres escondidos, con el agua llegándoles hasta el cuello, en los arrozales inundados que se encontraban a pocos metros de la carretera.
Pyle carraspeó, lo que era señal de que se acercaba una confidencia íntima.
—Espero que Phuong esté bien —dijo.
—Nunca la he conocido enferma.
Una torre de vigilancia quedaba atrás, y otra aparecía, como las pesas de una balanza.
—Vi ayer a su hermana de compras.
—Y supongo que le invitaría a que le hiciera una visita —dije.
—Sí, en efecto.
—No abandona la esperanza con facilidad.
—¿La esperanza?
—De casarle con Phuong.
—Me dijo que usted se iba a marchar.
—Eso se rumorea.
—Usted jugaría limpio conmigo, Thomas, ¿verdad? —dijo Pyle.
—¿Limpio?
—He solicitado un traslado —dijo—. No quisiera que ella se quedara sin ninguno de los dos.
—Pensaba que se quedaría hasta que expirara su contrato.
—Me di cuenta de que no podría soportarlo —dijo sin autocomplacencia.
—¿Cuándo se marcha usted?
—No lo sé. Me han dicho que podría arreglarse algo en unos seis meses.
—¿Puede soportarlo seis meses?
—No me queda más remedio.
—¿Qué razón dio para el traslado?
—Le conté al Agregado Económico, usted ya lo conoce, Joe, los hechos, más o menos.
—Supongo que él piensa que soy un canalla al no permitirle que salga con mi chica.
—Oh, no, se puso más bien de su lado.
El coche estaba haciendo un ruido raro y se estremecía… creo que llevaba un minuto con el ruido antes de que me diera cuenta, porque estaba examinando la inocente pregunta de Pyle: «¿Está jugando limpio?». Pertenecía a un mundo psicológico de una gran simplicidad, donde se hablaba de democracia y de honor en el mismo sentido en que aparecía este último término en las tumbas antiguas, y con idéntico significado al que le otorgaban nuestros padres.
—Se acabó —dije.
—¿La gasolina?
—Había bastante. Había llenado el tanque por completo antes de salir. Esos sinvergüenzas de Tanyin me la han robado con un sifón. Debí haberlo pensado. Es típico de ellos que nos dejen la suficiente para que podamos salir de su territorio.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Podemos llegar sólo hasta la próxima torre de vigilancia. Esperemos que tengan algo de gasolina.
Pero no tuvimos suerte. El coche se paró a unos treinta metros de la torre. Nos dirigimos a pie hasta la torre y les grité en francés a los centinelas que éramos amigos, que nos estábamos acercando. No tenía ningún deseo de que me disparara un soldado vietnamita. No hubo respuesta: no apareció nadie. Le pregunté a Pyle:
—¿Tiene algún arma?
—Nunca llevo.
—Ni yo.
Los últimos colores de la puesta de sol, verde y dorada como el arroz, se diluían sobre el horizonte de aquel mundo plano: frente al gris neutro del cielo la torre de vigilancia parecía tan negra como la tinta. Debía ser casi la hora del toque de queda. Volví a gritar pero nadie contestó.
—¿Sabe cuántas torres hemos pasado desde el último fuerte?
—No me he dado cuenta.
—Ni yo tampoco.
Habría probablemente seis kilómetros al menos hasta el siguiente fuerte… una hora de camino. Volví a llamar por tercera vez, y la respuesta fue el silencio repetido.
—Parece estar vacía: voy a subir para comprobarlo —dije.
La bandera amarilla con franjas rojas descoloridas hasta tonos anaranjados indicaba que estábamos fuera del territorio de los Hoa-Haos y en la zona del ejército vietnamita.
—¿No cree que si esperamos aquí podría pasar algún coche? —preguntó Pyle.
—Podría, pero
el enemigo
podría llegar antes.
—¿Vuelvo a encender las luces? Como señal.
—Por Dios, ni se le ocurra. Déjelo como está.
Ya estaba tan oscuro que tropecé, buscando la escalera. Algo crujió debajo de mis pies; podía imaginarme cómo viajaría el ruido entre los arrozales, ¿y quién lo podía escuchar? Ya no se distinguía la silueta de Pyle, era sólo una mancha al lado de la carretera. La oscuridad, cuando caía definitivamente, caía corno una piedra.
—Quédese ahí hasta que le llame —le dije.
Me pregunté si el vigía habría subido la escalera, pero no, allí estaba… pues aunque pudiera subir por ella un enemigo, era su única posibilidad de escapar. Comencé la ascensión.
He leído tantas veces relatos de lo que piensa la gente en los momentos de miedo: en Dios, en la familia, o en una mujer. Admiro ese control. Yo no pensaba en nada, ni siquiera en la trampilla que había sobre mí; dejé, por unos segundos, de existir: estaba totalmente invadido por el miedo. Al llegar al final de la escalera me di un golpe en la cabeza porque el miedo me impedía contar los escalones, me impedía oír, o ver. Entonces saqué la cabeza por encima del suelo de tierra y nadie me disparó, con lo que el miedo se disipó.
Había una pequeña lámpara de aceite encendida en el suelo y dos hombres agachados contra la pared, mirándome. Uno tenía una ametralladora y el otro un rifle, pero estaban tan asustados como yo. Parecían niños de escuela, pero con los vietnamitas la vejez aparece de repente como el sol… ahora son niños y enseguida se vuelven ancianos. Me alegré de que el color de la piel y la forma de mis ojos fueran un pasaporte… ahora ya no dispararían, ni siquiera por miedo.
Salí totalmente del suelo, hablándoles para tranquilizarlos, diciéndoles que tenía el coche fuera, que me había quedado sin gasolina. Quizá tuvieran alguna y pudieran vendérmela. No parecía probable por el vistazo que eché. No había nada en el cuartito redondo excepto una caja con municiones para la ametralladora, una pequeña cama de madera y dos mochilas colgadas de un clavo. Un par de cacerolas con restos de arroz y unos palillos de madera indicaban que habían estado comiendo sin mucho apetito.