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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (38 page)

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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—Yo creía que esto era no permitido por la ética.

Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.

—La ética —dijo— se imagina que los médicos somos de palo.

Ella le tendió una mano agradecida.

—El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer —dijo—. Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.

—No he dejado de pensar en usted un solo instante —dijo él.

Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.

—Lo sé desde que te vi en la hospital, doctor —dijo—. Negra soy, pero no bruta.

No fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad de seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo más lejos que llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y auscultación con todas las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle la ropa. Él, por su parte, no pudo soltar la carnada una vez mordida, y perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones de orden práctico, la relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero él era demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para seguir adelante. Fue su límite.

El reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y cargada de provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro inconveniente era la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los salmos de la tarde.

Tenían que escoger una hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos posibilidades: en la pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas. Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en familia. El tercer problema, y el más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin el coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera del alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se hicieron demasiado evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no estuviera tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:

—Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías —le dijo—. Pues bien: lo doy por no dicho.

No había solución. En una ciudad como ésta era imposible ocultar una enfermedad mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no servían de mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían descifrar la verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el secreto de sus enfermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.

El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.

De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un brasero.

No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.

Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que sinembargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor: no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad. Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: “Lo único que necesito en la vida es alguien que me entienda”. Pero cuando se encontró perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.

Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su conciencia.

Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina Providencia.

Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido cierto, de ser como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad comprobada. De modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer. Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las medias echó las cosas sin ningún orden dentro del costurero, dio en la cocina instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.

Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila.

La misma noche de la renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo aquellos desahogos estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.

—Sería lo mejor —dijo—. Así estaremos los dos más tranquilos.

Años antes, en la crisis de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso, el más terrible de todos, que era el miedo de quedarse sin él.

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