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Authors: Grabriel García Márquez

El amor en los tiempos del cólera (42 page)

BOOK: El amor en los tiempos del cólera
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—Si yo tuviera cincuenta años menos —le decía— me casaría con mi tocaya Leona. No puedo imaginarme una esposa mejor.

Florentino Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a última hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo por la borda, morirse, antes que fallarle a Fermina Daza. Por fortuna, el tío León XII no insistió. Cuando cumplió los noventa y dos años reconoció al sobrino como heredero único, y se retiró de la empresa.

Seis meses después, por acuerdo unánime de los socios, Florentino Ariza fue nombrado Presidente de la Junta Directiva y Director General. El día en que tomó posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro pidió excusas por hablar sin levantarse del mecedor, e improvisó un breve discurso que más bien pareció una elegía. Dijo que su vida había empezado y terminaba con dos acontecimientos providenciales. El primero fue que el Libertador lo había cargado en sus brazos, en la población de Turbaco, cuando iba en su viaje desdichado hacia la muerte. La otra había sido encontrar, contra todos los obstáculos que le había interpuesto el destino, un sucesor digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama, concluyó:

—La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos entierros, menos en el mío.

Para cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó a capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino Ariza se conmovió, pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las gracias. Tal como había hecho y pensado todo lo que había hecho y pensado en la vida, llegaba a la cumbre sin ninguna otra causa que la determinación encarnizada de estar vivo y en buen estado de salud en el momento de asumir su destino a la sombra de Fermina Daza.

Sin embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en la fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto las que dormían en los cementerios, pensando en él a través de las rosas que les sembraba encima, como las que todavía apoyaban la cabeza sobre la misma almohada en que dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta de una deseó estar con todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado. Pues aun en sus épocas más difíciles y en sus momentos peores, había mantenido algún vínculo, por débil que fuera, con las incontables amantes de tantos años: siempre siguió el hilo de sus vidas.

Así que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el primer día. Le bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina y el sombrero de largas cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda del buque. Varias veces en los años numerosos de su edad lo tuvo todo listo para ir a buscarla sin saber ni siquiera dónde, sin conocer su apellido, sin saber si era ella la que buscaba, pero seguro de encontrarla en cualquier parte entre fflorestas de orquídeas. Cada vez, por un inconveniente real de última hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se aplazaba cuando ya estaban a punto de levar la tabla del buque: siempre por un motivo que tenía algo que ver con Fermina Daza.

Se acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de la Calle de las Ventanas, aunque no hubiera sido él sino Tránsito Ariza quien la hizo entrar. A ella le consagró más comprensión que a otra ninguna, por ser la única que irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun siendo tan lerda en la cama. Pero su vocación de gata errante, más indómita que la misma fuerza de su ternura, los mantuvo a ambos condenados a la infidelidad. Sin embargo, lograron ser amantes intermitentes durante casi treinta años gracias a su divisa de mosqueteros: Infieles, pero no desleales. Fue además la única por la que Florentino Ariza dio la cara: cuando le avisaron que había muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a sus expensas y asistió solo al entierro.

Se acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa, la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la perinola durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie aunque no fuera de ella.

Se acordó de Ángeles Alfaro, la efímera y la más amada de todas, que vino por seis meses a enseñar instrumentos de arco en la Escuela de Música y pasaba con él las noches de luna en la azotea de su casa, como su madre la echó al mundo, tocando las suites más bellas de toda la música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre sus muslos dorados. Desde la primera noche de luna, ambos se hicieron trizas los corazones con un amor de principiantes feroces. Pero Ángeles Alfaro se fue como vino, con su sexo tierno y su violonchelo de pecadora, en un transatlántico abanderado por el olvido, y lo único que quedó de ella en las azoteas de luna fueron sus señas de adiós con un pañuelo blanco que parecía una paloma en el horizonte, solitaria y triste, como en los versos de los Juegos Florales. Con ella aprendió Florentino Ariza lo que ya había padecido muchas veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre del muelle, se había dicho con un golpe de rabia: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”. Estaba bañado en lágrimas por el dolor de los adioses. Sin embargo, no bien había desaparecido el barco en la línea del horizonte, cuando ya el recuerdo de Fermina Daza había vuelto a ocupar su espacio total.

Se acordó de Andrea Varón, frente a cuya casa había pasado la semana anterior, pero la luz anaranjada en la ventana del baño le advirtió que no podía entrar: alguien se le había adelantado. Alguien: hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en minucias de esa índole en los desórdenes del amor. De todas las de la lista era la única que vivía de su cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente de planta. En sus buenos años había hecho una carrera legendaria de cortesana clandestina, que le valió el nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos. Enloqueció a gobernadores y almirantes, vio llorar en su hombro a algunos próceres de las armas y las letras que no eran tan ilustres como se creían, y aun a algunos que lo eran. Fue verdad, en cambio, que el presidente Rafael Reyes, por sólo media hora apresurada entre dos visitas casuales a la ciudad, le asignó una pensión vitalicia por servicios distinguidos en el Ministerio del Tesoro, donde no había sido empleada ni un día. Repartió sus dádivas de placer hasta donde le alcanzó el cuerpo, y aunque su conducta impropia era de dominio público, nadie hubiera podido exhibir contra ella una prueba terminante, porque sus cómplices insignes la protegieron tanto como a sus propias vidas, conscientes de que no era ella sino ellos los que tenían más que perder con el escándalo. Florentino Ariza había violado por ella su principio sagrado de no pagar, y ella había violado el suyo de no hacerlo gratis ni con el esposo. Se habían puesto de acuerdo en el precio simbólico de un peso por cada vez, pero ella no lo recibía ni él se lo daba en la mano, sino que lo metían en el cochinito de alcancía hasta que fueran suficientes para comprar cualquier ingenio ultramarino en el Portal de los Escribanos. Fue ella la que atribuyó una sensualidad distinta a las lavativas que él usaba para las crisis de estreñimiento, y lo convenció de compartirlas, de aplicárselas juntos en el transcurso de sus tardes locas, tratando de inventar todavía más amor dentro del amor.

Consideraba una fortuna que en medio de tantos encuentros aventurados, la única que le hizo probar una gota de amargura fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus días en el manicomio de la Divina Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada obscenidad, que debieron aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras locas. Sin embargo, cuando recibió entera la responsabilidad de la C.F.C. ya no tenía mucho tiempo ni demasiados ánimos para tratar de sustituir con nadie a Fermina Daza: la sabía insustituible. Poco a poco había ido cayendo en la rutina de visitar a las ya establecidas, acostándose con ellas hasta donde le sirvieran, hasta donde le fuera posible, hasta cuando tuvieran vida. El domingo de Pentecostés, cuando murió Juvenal Urbino, ya sólo le quedaba una, una sola, con catorce años apenas cumplidos, y con todo lo que ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor.

Se llamaba América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenían un parentesco sanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con sus botines blancos y su trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos la siesta de muchos domingos. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino. Para ella fue inmediato: se le abrieron las puertas del cielo. Estalló en una eclosión floral que la dejó flotando en un limbo de dicha, y fue un estímulo eficaz en sus estudios, pues se mantuvo siempre en el primer lugar de la clase para no perder la salida del fin de semana. Para él fue el rincón más abrigado en la ensenada de la vejez. Después de tantos años de amores calculados, el gusto desabrido de la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora.

Coincidieron. Ella se comportaba como lo que era, una niña dispuesta a descubrir la vida bajo la guía de un hombre venerable que no se sorprendía de nada, y él se comportó a conciencia como lo que más había temido ser en la vida: un novio senil. Nunca la identificó con Fermina Daza, a pesar de que el parecido era más que fácil, no sólo por la edad, por el uniforme escolar, por la trenza, por su andar montuno, y hasta por su carácter altivo e imprevisible. Más aún: la idea de la sustitución, que tan buen aliciente había sido para su mendicidad de amor, se borró por completo. Le gustaba por lo que ella era, y terminó amándola por lo que ella era con una fiebre de delicias crepusculares. Fue la única con que tomó precauciones drásticas contra un embarazo accidental. Después de una media docena de encuentros, no había para ambos otro sueño que las tardes de los domingos.

Puesto que él era la única persona autorizada para sacarla del internado, iba a buscarla en el Hudson de seis cilindros de la C.F.C., y a veces le quitaban la capota en las tardes sin sol para pasear por la playa, él con el sombrero tétrico, y ella muerta de risa, sosteniéndose con las dos manos la gorra de marinero del uniforme escolar para que no se la llevara el viento. Alguien le había dicho que no anduviera con su acudiente más de lo indispensable, que no comiera nada que él hubiera probado ni se pusiera muy cerca de su aliento, porque la vejez era contagiosa. Pero a ella no le importaba. Ambos se mostraban indiferentes a lo que pudiera pensarse de ellos, porque el parentesco era bien conocido, y además sus edades extremas los ponían a salvo de toda suspicacia.

Acababan de hacer el amor el domingo de Pentecostés, a las cuatro de la tarde' cuando empezaron los dobles. Florentino Ariza tuvo que sobreponerse al sobresalto del corazón. En su juventud, el ritual de los dobles estaba incluido en el precio de los funerales, y sólo se negaba a los pobres de solemnidad. Pero después de nuestra última guerra, en el puente de los dos siglos, el régimen conservador consolidó sus costumbres coloniales, y las pompas fúnebres se hicieron tan costosas que sólo los más ricos podían pagarlos. Cuando murió el arzobispo Ercole de Luna, las campanas de toda la provincia doblaron sin tregua durante nueve días con sus noches, y fue tal el tormento público que el sucesor eliminó de los funerales el requisito de los dobles, y los dejó reservados para los muertos más ilustres. Por eso cuando Florentino Ariza oyó doblar en la catedral a las cuatro de la tarde de un domingo de Pentecostés, se sintió visitado por un fantasma de sus mocedades perdidas. Nunca imaginó que fueran los dobles que tanto había anhelado durante tantos y tantos años, desde el domingo en que vio a Fermina Daza encinta de seis meses, a la salida de la misa mayor.

—Carajo —dijo en la penumbra—. Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo doblen en la catedral.

América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar.

—Debe ser por el Pentecostés —dijo.

Florentino Ariza no era experto ni mucho menos en los negocios de la iglesia, ni había vuelto a misa desde que tocaba el violín en el coro con un alemán que le enseñó además la ciencia del telégrafo, y de cuyo destino no se tuvo nunca una noticia cierta. Pero sabía sin duda que las campanas no doblaban por el Pentecostés. Había un duelo en la ciudad, por cierto, y él lo sabía. Una comisión de refugiados del Caribe había estado en su casa aquella mañana para informarle que Jeremiah de Saint–Amour había amanecido muerto en su taller de fotógrafo. Aunque Florentino Ariza no era su amigo cercano, lo era de otros muchos refugiados que siempre lo invitaban a sus actos públicos, y sobre todo a sus entierros. Pero estaba seguro de que las campanas no doblaban por Jeremiah de SaintAmour, que era un incrédulo militante y un anarquista empedernido, y que además había muerto por su propia mano.

—No —dijo—, unos dobles así sólo pueden ser de gobernador para arriba.

América Vicuña, con el pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas mal cerradas, no tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del almuerzo y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la amaba como había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a ésta la amaba con más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de estar muerto de viejo cuando ella terminara la escuela superior.

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