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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (47 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Parece usted convencido de que el mal existe, señor Picton— observó el doctor.

— ¡En este caso no me cabe la más mínima duda! Y cuando le muestre algunas cosas… Bueno, estoy seguro de que usted me dará la razón.— El señor Picton sacó el reloj y volvió a consultar la hora, aunque sólo habían pasado unos minutos desde la última vez que lo había hecho. Luego cabeceó con cara de satisfacción—. ¡Bien! Tenemos que darnos prisa. Me temo que no hay tiempo para el postre. Ya le daré dulces más tarde, señorito Taggert, y también le enseñaré a deslizarse por la barandilla.— Apartó mi silla de la mesa con un movimiento rápido y se giró para hacer lo mismo (aunque con mayor delicadeza) con la de la señorita Howard. Extendió un brazo hacia la puerta y miró a los demás—. Caminaremos hasta los tribunales y luego iremos en coche hasta los suburbios del este.— Posó los ojos en la cabecera de la mesa—. Y allí, doctor Kreizler, verá y oirá cosas sorprendentes sobre una mujer capaz de granjearse primero la antipatía y luego la simpatía de un pueblo entero. Cuando conozca los pormenores, por no mencionar las secuelas, de sus estrategias y sus actos, creo que cambiará de idea sobre la existencia del mal.

Picados por la curiosidad, nos levantamos y seguimos a Picton hacia la puerta principal. Mientras lo hacíamos, noté que su agitación era contagiosa, pues todos habíamos comenzado a movernos y a hablar con mayor rapidez y brusquedad. Todos salvo el doctor, que cruzó el vestíbulo a paso normal. Aunque era evidente que estaba abstraído en sus cavilaciones sobre Libby Hatch, aún le sobraba energía para tratar de desentrañar el misterio de nuestro anfitrión.

A juzgar por el tamaño de las casas de la calle principal de Ballston Spa, era obvio que era el lugar de residencia de los más ricos desde hacía muchos años. Había mansiones incluso más grandes que la de Picton, y las que eran más pequeñas compensaban esa deficiencia con su antigüedad y un estilo sencillo pero refinado que evocaba los días en que el hombre blanco había comenzado a explotar la energía del Kayaderosseras para enriquecerse. Algunos de los árboles que rodeaban las casas más nuevas eran jóvenes, pero había suficientes ejemplares de amplio tronco y tupido ramaje, cuya longevidad testimoniaba la edad de la tierra donde habían fundado el pueblo; y mientras estudiaba esos robustos arces, robles y olmos, volví a lamentarme de que un paisaje que sin duda había sido precioso se hubiera convertido en un conglomerado de fábricas. Sin embargo, ese mismo sentimiento de tristeza y decadencia hacía que el lugar fuera particularmente apropiado para hablar de una mujer como Libby Hatch.

— Hasta poco después del nacimiento de su segundo hijo— dijo Picton cuando salimos de su jardín delantero—, Libby siguió siendo la misma mujer veleidosa a la que estaban acostumbrados los habitantes del pueblo. Pero entonces experimentó un cambio súbito y radical. Pareció convertirse en una madre abnegada y una esposa devota, feliz en una situación que la mayoría de las mujeres no habría deseado ni a su peor enemiga.

— ¿No es posible que fuera tal como aparentaba ser, señor Picton? — preguntó la señorita Howard—. Al fin y al cabo, nadie conoce los aspectos íntimos de un matrimonio, salvo los propios miembros de la pareja. Es posible que acabara por enamorarse del viejo.

— No le hagas caso, Rupert— terció el señor Moore—. Sólo intenta justificar el matrimonio de su amiga Nellie Bly con ese fósil de Seaman.

Si hubiéramos tenido más confianza con Picton, estoy seguro de que la señorita Howard habría azotado al señor Moore allí mismo, pero puesto que ése no era el caso, se limitó a dirigirle una de sus miradas mortíferas.

Picton soltó una risita.

— Para serle franco, una parte de mí quisiera estar de acuerdo con usted, señorita Howard.

— Llámeme Sara— dijo ella con una sonrisa encantadora, cambiando de expresión con la rapidez que la caracterizaba—. Por favor.

Aunque estaba enfrascado en su historia, Picton se ruborizó y tartamudeó:

— Va… vaya, será un honor. Y usted llámeme Rupert, Sara, a menos que el nombre no le guste. Le pasa a mucha gente, y como le confirmará Moore, yo respondo prácticamente a cualquier apelativo. Sin embargo, no estoy de acuerdo con usted, Sara. Si creyera que Libby Hatch alguna vez amó sinceramente a su marido o a sus hijos, este caso me atormentaría menos. Ya me dirá lo que piensa cuando termine de relatarle los hechos. Aproximadamente dos años y medio después del nacimiento de su segundo hijo, la actitud de Libby volvió a cambiar de la noche a la mañana. Un día era la mujer agradable y cordial que la gente había llegado a aceptar y al siguiente se transformó en la de antes. O se volvió aún peor: hostil, nerviosa y aparentemente desolada. Nadie podía explicarlo, hasta que se corrió la voz de que Daniel Hatch estaba gravemente enfermo.

— ¿Y eso sorprendió a alguien?— preguntó el doctor—. Para entonces debía de tener casi ochenta años.

— Es verdad— respondió Picton—, así que no sorprendió a nadie. Más bien pareció explicar la conducta de Libby, que al parecer estaba profundamente preocupada por el viejo miserable que ella, y sólo ella, había amado en este mundo.

— Por si alguno se conmueve— intervino el señor Moore—, les advierto que habla con sarcasmo.

Picton rió y asintió con la cabeza.

— De acuerdo, confieso que era y sigo siendo completamente escéptico sobre el particular. Más tarde descubrí que tenía razones para serlo. Verán, el viejo Hatch padeció una larga enfermedad y dos ataques graves. Sin embargo, cuando conseguí establecer una cronología de los hechos, descubrí que el drástico cambio de humor de Libby era anterior a la aparición de dicha enfermedad. De modo que lo que la había alterado no había sido la preocupación por la salud de su marido.

— Señor Picton— dijo Marcus, formulando la pregunta que todos teníamos en la cabeza— ¿qué clase de «ataques» sufrió el señor Hatch?

— Sí, detective— respondió Picton con una sonrisa—. Fueron ataques al corazón.— Mientras asimilábamos la noticia en silencio, nuestro anfitrión se detuvo y rebuscó en un bolsillo—. Después de recibir tus mensajes, John, fui a la antigua casa de Hatch. Está prácticamente en ruinas, con el jardín cubierto de maleza, pero encontré esto…

De su bolsillo, Picton sacó una flor marchita, pero de aspecto inconfundible.


-Digitalis purpurea
— anunció Lucius en voz baja—. Dedalera.

— ¡No fue sencillo matarlo!— exclamó Picton con un tono casi entusiasta—. Hatch era fuerte como un toro, y como ya sabrá, detective, el digital tiene efectos secundarios tóxicos cuando se administra en dosis insuficientes para producir una sobreestimulación mortal del corazón.

Lucius asintió y reanudamos la marcha.

— Náuseas, vómitos, visión borrosa…— dijo el sargento detective.

— Se aferraba a la vida casi con tanta fuerza como a su dinero— prosiguió Picton con el mismo tono vehemente—. Duró unos tres meses antes de que ella consiguiera hacerle ingerir el suficiente veneno para matarlo sin que ninguno de los criados sospechara.— Al oír sus propias palabras, Picton borró la sonrisa de su cara y bajó la voz—. Pobre hombre. Nadie debería morir de ese modo.

— ¿Nunca sospecharon de la señora Hatch?— preguntó el doctor.

Picton negó con la cabeza.

— No, debido a la forma en que siempre se había comportado con su marido. Sin embargo, resultó que Hatch no se había dejado engañar por ella como la mayoría de los vecinos del pueblo. No le legó prácticamente nada en el testamento.

— ¿Y a quién se lo dejó todo?— preguntó el señor Moore—. ¿A sus hijos?

— Exactamente— respondió Picton—. En fideicomiso hasta que alcanzaran la mayoría de edad. Y nombró fiduciario al juez de paz, y no a su esposa. Libby sólo recibiría el dinero necesario para mantener a su familia. Por lo visto en sus últimos días Hatch estaba lleno de rencor. Pero cometió una tontería, pues lo único que consiguió con su disposición fue poner a sus hijos en grave peligro.

— ¿Eso significa que si a ellos les pasaba algo la fortuna iría a parar a manos de su madre?— preguntó la señorita Howard.

— Sí— respondió Picton—. Y por muy resentido que estuviera Hatch, creo que ni siquiera él sabía de lo que era capaz su esposa. Ah, hemos llegado.

Nos hallábamos ante la puerta de lo que Picton llamaba los tribunales «nuevos», porque la sede tenía menos de diez años. No era un edificio particularmente atractivo, sólo una masa de piedra con tejado a dos aguas y una torre cuadrangular en una esquina, pero supuse que independientemente de lo que pensaran de él los expertos en arquitectura, era el sitio ideal para una cárcel: las paredes eran gruesas y los barrotes de las celdas del sótano lo bastante resistentes para impedir la fuga del escapista más hábil.

— Con un poco de suerte, éste será pronto nuestro campo de batalla— anunció Picton alzando la vista hacia una de las cuatro esferas del reloj que había en sendas caras de la torre y sacando su reloj de bolsillo para verificar la hora. Luego sus ojos plateados se posaron por turnos en todos nosotros, como si tratara de formarse una opinión de cada uno. Finalmente sonrió—. Me pregunto si saben en qué se han metido…

Picton subió los primeros peldaños de la escalinata, abrió la pesada puerta y mientras todos entrábamos en silencio, continuó sonriendo sin explicar por qué.

El interior de la sede de los tribunales de Ballston compensaba al edificio por la vulgaridad de la fachada. Las paredes del vestíbulo estaban construidas con piedra de distintos colores, formando bonitos dibujos, y los marcos de roble de los grandes ventanales se conservaban cuidadosamente pulidos, igual que las puertas de caoba que conducían a la sala principal del fondo, y a la sala de vistas, más pequeña y situada a la izquierda. La luz del sol bañaba el suelo de mármol desde distintos ángulos y por encima de las escaleras que conducían a los despachos había una preciosa ventana semicircular en el primer rellano y una serie de lámparas de hierro hábilmente forjado flanqueando los pasamanos. A un lado del amplio pasillo había una caseta de guardia, y Picton se dirigió al hombre corpulento que estaba en su interior leyendo el
Ballston Weekly Journal,
el periódico local.

— Buenas tardes, Henry— dijo.

— Buenas tardes, señor Picton— respondió el hombre sin alzar la vista.

— ¿Aggie ha traído las carpetas de la secretaría?— preguntó mientras nos conducía a la escalera.

— Sí— respondió el hombre—. Me ha dicho que usted se propone buscar a ese negro…— El hombre se interrumpió al ver a Cyrus junto a Picton, abrió los ojos como platos y se rascó la cabeza con cara de confusión—. A ese… tipo que mató a los hijos de la señora Hatch.

Picton se detuvo al pie de las escaleras de mármol. Por un instante pareció que iba a enfadarse, pero luego suspiró y dijo:

— ¿Henry?

— ¿Sí, señor Picton?— respondió el guardia.

— El señor Montrose, aquí presente, va a trabajar para mí durante una temporada.

— ¿De veras, señor Picton?

— Sí, Henry. Así que use otra palabra. ¿Le gustaría que al llegar aquí cada mañana lo saludara diciendo: «buenos días, Henry, cabeza hueca, montón de basura»?

El guardia puso cara de perro apaleado.

— No, señor, no me gustaría.

— Lo suponía— dijo Picton volviéndose otra vez hacia las escaleras. Una vez en la planta alta, se dirigió a Cyrus—: Lo lamento, señor Montrose.

— No es ninguna novedad para mí, señor— respondió Cyrus.

— Lo sé, y precisamente porque es un fenómeno tan común no nos ayudará mucho en nuestra causa— dijo Picton con un profundo suspiro—. Con lo acogedor que parece este pueblecito, ¿no?

El vestíbulo del primer piso no era tan majestuoso como el de la planta baja, pero sí igualmente vistoso. Una serie de puertas de roble conducían a la galería de la sala principal. Aprovechando que no había ningún juicio en curso, echamos un vistazo rápido a esta última estancia, y aunque no tenía tantos oropeles como la mayoría de las que yo había visitado en Nueva York, era agradable, con bancos de madera de peral para los espectadores en la sala y en la galería y un alto estrado del mismo material para el juez. Al contemplar el lugar, caí en la cuenta de que sería allí donde procuraríamos llevar a la mujer de ojos dorados y múltiples nombres para que se la juzgara por el asesinato de vaya usted a saber cuántos niños, y con creciente nerviosismo comprendí por qué Picton se preguntaba si estábamos preparados para lo que podría ocurrir durante un juicio presumiblemente polémico e impopular.

El despacho de Picton estaba situado del lado opuesto a la entrada de la galería, al fondo del pasillo que conducía a las oficinas más amplias del fiscal del distrito. Como ayudante del fiscal, Picton sólo tenía dos habitaciones, una pequeña para la secretaria (aunque él prefería trabajar solo), y al otro lado de una gruesa puerta de roble, una más grande con vistas a las vías del tren y a la estación situada al pie de la colina. En su despacho había un gran escritorio con tapa corrediza y los inevitables e innumerables libros de leyes y carpetas que suelen atestar los bufetes de los abogados, todos desperdigados sin orden aparente. Sin embargo, en cuanto entramos, Picton comenzó a desenterrar documentos con una facilidad que demostraba que dicho caos no era tal para él.

— Háganse sitio donde puedan— nos dijo—. Me temo que soy un ferviente defensor de la teoría de que un despacho ordenado indica una mente desordenada. Y viceversa.

— Amén— repuso el señor Moore, que retiró rápidamente unos libros de un sillón de piel y se sentó en él antes de que alguien le quitara el sitio.

Mientras rebuscaba en las carpetas con la rapidez de un ladrón en plena faena, Picton vio que la señorita Howard seguía de pie y señaló avergonzado el otro despacho.

— Lo lamento, Sara. Hay más sillas fuera. ¡John, no seas grosero y deja el sitio a Sara!

— Tú no la conoces, Rupert— replicó el señor Moore arrellanándose en su sillón—. A Sara le molesta que se hagan distinciones entre los sexos.

Cyrus había traído una silla de roble del despacho contiguo.

— Aquí tiene, señorita Howard. Siéntese.

— Gracias, Cyrus— respondió ella. Se sentó y dio un puntapié en la espinilla al señor Moore.

Este último soltó un gritito y se irguió en su asiento.

— ¡Maldición, Sara! ¡No consentiré que vuelvas a maltratarme! ¡Lo digo en serio! Me iré a jugar a Saratoga y os mandaré a paseo a ti y a la señora Linares.

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