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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (51 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— La balística es una ciencia prácticamente desconocida, John, incluso entre los expertos— respondió Marcus—. El doctor Lawrence admite que no buscó los orificios de salida de las balas en los cuerpos de los niños porque éstos ya estaban muertos. Eso significa que no habló de esas heridas en la casa, por lo que Libby Hatch tampoco pensó en ellas. Naturalmente, Lawrence se preocupó por la herida de la parte posterior del cuello de Clara que, teniendo en cuenta la distancia desde la que le habían disparado, debió de ser horrible.

— Lleva el pelo recogido en una gruesa trenza— dije, y me embargó una súbita tristeza que no había sentido al fijarme en el cabello de la pequeña en la granja de los Weston—. Quizá para tapar la cicatriz.

Marcus asintió, como diciendo que ese hecho encajaba con su teoría.

— Pero dudo que Libby supiera lo suficiente de armas— prosiguió— para especular sobre la trayectoria de las balas.

En ese momento oímos el traqueteo de un coche y nos volvimos a mirar el camino cubierto de malezas. Era la señorita Howard, sentada en una calesa de alquiler y llevando las riendas de un garañón Morgan de aspecto salvaje. Tiró de las riendas para detener al musculoso caballo, se apartó el pelo de la cara y saltó al suelo.

— ¡La he encontrado!— exclamó con una amplia sonrisa mientras caminaba con resolución a nuestro encuentro—. He encontrado a Louisa Wright, de Beach Street. Vive detrás de los Viveros Schaffer. Trabajó para los Hatch durante siete años y no parece tener reparos en hablar de ningún tema.— Señaló hacia el pie de la colina—. ¿Qué hay del arma? ¿Habéis tenido suerte?

— Eso creemos— respondió Lucius enseñándole el paquete cubierto de moho.

— Sí— dijo la señorita Howard al verlo—. La señora Wright me dijo que la envolvió en una bolsa de papel marrón antes de arrojarla al pozo. Estupendo, ahora debemos regresar. ¡Tenemos mucho que hacer!

Mientras cargábamos las piezas del carromato de los Hatch en la calesa, Marcus preguntó a la señorita Howard qué más había descubierto en su entrevista con la antigua ama de llaves.

— Os lo contaré en el camino— respondió ella y se sentó en el asiento del cochero—. Como ya he dicho, es una mujer muy locuaz. Pero lo más destacable de nuestra conversación es su afirmación de que la noche del crimen sólo dispararon a un hijo de Daniel Hatch.

— ¿Qué quieres decir, Sara?— preguntó el señor Moore mientras los demás subíamos al coche.

Pero la señorita Howard me miró a mí.

— Has visto a Clara, ¿verdad, Stevie?

Yo asentí.

— ¿Tiene el cabello castaño claro y los ojos de un color parecido? ¿La piel clara?

Volví a asentir.

— Pues bien, por lo visto los otros dos niños no se parecían en nada a ella.

De inmediato pensé en las palabras de Picton en el viaje hacia la granja de los Weston, cuando le había pedido al doctor Kreizler que prestara atención a los colores de Clara Hatch.

— Conque se refería a eso— murmuré.

— ¿Quién se refería a qué?— preguntó el señor Moore.

Sin darme tiempo a responder, la señorita Howard sacudió las riendas contra la grupa del Morgan y emprendimos el viaje de regreso.

No lamenté tener que despedirme de la casa del viejo Hatch y me alegré de que la señorita Howard siguiera sacudiendo las riendas para sacarnos de allí lo antes posible. El señor Moore y yo estábamos sentados junto a ella, mientras que los sargentos detectives iban detrás con las tablas de fresno, el pescante y el arma, que seguía envuelta y no tenían intención de desenvolver hasta llegar a casa de Picton. De momento no dejaban de hacer preguntas sobre la señora Louisa Wright, preguntas que la señorita Howard respondió con la mayor rapidez y precisión posibles. Al oír los nuevos datos que había revelado la vieja ama de llaves, comprendimos que ésta iba a desempeñar un papel fundamental en el proceso contra Libby Hatch.

La señora Wright nunca simpatizó con Libby, pero, afortunadamente, tampoco con Daniel, lo que significaba que el jurado no tomaría sus comentarios sobre lo ocurrido en la casa como una muestra de rencor hacia la joven y atractiva mujer que había sido su ama. Cuando Marcus preguntó por qué la señora Wright había permanecido tantos años al servicio de los Hatch si éstos le disgustaban, la señorita Howard respondió que esa viuda de carácter fuerte y decidido había sido la única mujer del pueblo dispuesta a trabajar para la pareja. Por esa razón, la familia había pasado a depender más y más de ella en el transcurso de los años. Finalmente habían llegado a un punto en el que la señora Wright podía fijar su sueldo a su antojo, y con el tiempo consiguió sacar al tacaño Daniel el dinero necesario para comprarse una casita decente en el pueblo, cosa que en Ballston Spa no habría conseguido con ningún otro empleo al alcance de una mujer. La señora Wright no derramó una sola lágrima al morir Hatch, que no le había dejado nada en su testamento, y cuando Libby le pidió que continuara en su puesto, el ama de llaves exigió que le mantuviera el mismo salario. Libby había aceptado y la señora Wright se había quedado sólo para ahorrarse la molestia de buscar otro empleo. En otras palabras, la señora Wright no se había dejado influir por consideraciones sentimentales, lo que daba credibilidad a sus opiniones.

Esto no quería decir que la mujer no sintiera nada por los niños que, según había dicho a la señorita Howard, estaban atrapados en una situación extraña y complicada y vivían en un constante estado de inquietud. Tal como había supuesto la señorita Howard, los tres habían tenido una nodriza durante los primeros meses de vida, un arreglo que con toda seguridad había impedido que se convirtieran en víctimas de la incompetencia de Libby como madre y gracias al cual no habían muerto en la primera infancia. Aunque su vida después de aquellos primeros meses había sido bastante penosa. Clara se había llevado la mejor parte, ya que Daniel estaba seguro de que era su hija. Pero el nacimiento de Matthew, y más tarde el de Thomas, habían causado problemas, pues para entonces Hatch había comenzado a sospechar que su esposa lo engañaba. Para él, el hecho de que los dos niños tuvieran cabello moreno y rizado, ojos oscuros y tez cetrina (a diferencia de sus padres o de su hermana) era una prueba de que eran hijos de otro hombre, y aunque nunca consiguió identificar al culpable, perdió todo interés por los pequeños y su actitud hacia Libby se hizo más y más hostil.

Estas sospechas, según la señora Wright, no eran meros desvaríos seniles: de hecho Libby engañaba a su marido, aunque con un hombre del que Hatch jamás habría sospechado. Por lo visto el pastor que había casado a la pareja, el reverendo Clayton Parker, tenía los mismos rasgos que los niños y visitaba regularmente la casa de los Hatch, donde el viejo Daniel lo agasajaba dentro de los límites de su tacañería. En más de una ocasión la señora Wright había visto a Parker y a Libby fundidos en un apasionado abrazo en el bosque cercano a la casa y, casualmente, el estado de agitación y malhumor de Libby en el verano de 1893 había coincidido con la partida de Parker hacia Nueva York, esa nueva Babilonia donde lo habían enviado a hacer sus buenas obras después de que él mismo dijera a sus superiores que estaba desperdiciando su talento en Ballston Spa.

— ¿Un pastor?— preguntó Marcus al enterarse—. ¿Qué buscaba en un pastor una mujer casada con uno de los hombres más ricos del pueblo?

— Para empezar, juventud, atractivo físico y encanto— respondió la señorita Howard—. Aunque creo que la señora Wright no se equivoca al decir que Libby no se habría contentado con esas cualidades. No; buscaba algo más. Quizá respetabilidad, o acaso redención.

— ¿Redención?— preguntó Lucius.

— Un atajo particular hacia Dios— aventuré.

— Sí, algo así, Stevie— respondió la señorita Howard mientras aguijaba al pequeño Morgan en dirección a la casa de Picton—. No estoy muy segura. Quiero oír la opinión del doctor.

Llegamos al punto en que el camino de Charlton se convertía en Charlton Street. Me puse en pie para ver mejor en la luz mortecina del atardecer y pronto divisé las cuatro torrecillas de la casa de Picton. También vi el birlocho sin caballos junto al porche.

— Pues la oirá enseguida— dije—. Ya han regresado de la granja de los Weston.

Después de detenernos frente a la casa, dejamos las tablas y el asiento del carromato de los Hatch en el porche, y nos dirigimos al salón. Cyrus estaba sentado al piano y Picton de pie en un rincón junto al doctor, que copiaba sus notas en una amplia pizarra. El encerado estaba a punto de convertirse en un duplicado del que había en el 808 de Broadway, y Picton lo miraba fascinado.

— Vaya, esta escena me resulta familiar— dijo la señorita Howard, anunciando así nuestra llegada.

Cyrus dejó de tocar y el doctor y Picton se acercaron rápidamente a nosotros.

— ¡Por fin!— exclamó el doctor—. ¿Habéis hecho algún descubrimiento en casa de los Hatch? Nuestra nueva pizarra espera.

Durante la hora siguiente reinó un pequeño alboroto mientras cada uno contaba a los demás las novedades de nuestro primer día en el pueblo. Después de que yo me marchara de la granja de los Weston, todo había marchado a las mil maravillas entre Clara y el doctor, y aunque la niña aún no había hablado, el doctor estaba seguro de que tarde o temprano conseguiría que lo hiciera. No sería fácil, ya que según él Clara se encontraba en un estado de «disociación histérica postraumática», lo que significaba que había vivido una experiencia demasiado trágica para que ella (o cualquier otra persona) le encontrara sentido. Picton, por su parte, estaba convencido de que debíamos hacerla hablar, pues no había ninguna posibilidad de que su jefe, el fiscal del distrito Oakley Pearson, llevara a Libby Hatch ante el jurado de acusación a menos que Clara declarara que su madre le había disparado. Aunque consiguiéramos reunir todas las pruebas materiales del mundo, ninguna contaría en lo más mínimo en un caso que había suscitado tantas emociones y que si Clara no hablaba, sin duda desataría la furia de los vecinos cuando presentáramos nuestra teoría del crimen. Picton tardó un buen rato en explicarnos su punto de vista, aunque éste era muy sencillo: si uno acusaba a una mujer de asesinar a sus propios hijos, además de demostrar que ella había tenido un móvil, una oportunidad y los medios para hacerlo, era imprescindible presentar a un testigo.

Sin embargo, el móvil, la oportunidad y los medios seguían siendo importantes y teníamos que establecerlos mientras el doctor hacía lo posible para que Clara Hatch se comunicara. Esa noche nos concentraríamos en los medios, ya que teníamos la esperanza de que el objeto que Lucius había sacado del pozo fuera el arma homicida. El sargento detective cubrió el piano con un trozo de hule que había pedido a la señora Hastings, colocó encima el húmedo paquete marrón y comenzó a abrir la bolsa de papel con un par de pinzas de acero.

— Le pregunté a la señora Wright si había notado algo extraño en el arma antes de arrojarla al foso— dijo la señorita Howard mientras nos congregábamos alrededor de Lucius—. Alguna indicación de que alguien la hubiera disparado o cambiado de sitio. Pero me respondió que estaba demasiado nerviosa para fijarse en esos detalles.

— Es comprensible— observó Marcus mientras su hermano estiraba el papel de la abultada bolsa—. ¿Dijo algo sobre la antigüedad del arma?

— Lo único que le contó Hatch fue que la escondía bajo la almohada— respondió la señorita Howard—. Él no había combatido en la guerra de Secesión, sino que había pagado a alguien para que lo hiciera en su lugar, así que podemos descartar la posibilidad de que fuera un arma del ejército.

— Entonces será un arma de una marca más corriente, de las que se venden en las tiendas— dijo Marcus—. Y teniendo en cuenta la edad de Hatch y el hecho de que no debía de estar muy familiarizado con las armas de fuego, seguramente habrá escogido una fácil de usar.

— Exactamente— prosiguió la señorita Howard—. Una Colt Peacemaker, por ejemplo. La forma del paquete parece confirmarlo. Y yo diría que se trata de uno de los modelos originales. ¿Las primeras armas tiro a tiro no salieron en el setenta y uno? La fecha coincide.

— Pero ¿es un modelo fácil de usar para una mujer?— preguntó el doctor.

Era la clase de pregunta que en circunstancias normales habrían respondido Marcus o Lucius, pero la señorita Howard estaba disfrutando con la atención general y los dos hermanos no se atrevieron a robarle protagonismo.

— No veo por qué no— respondió encogiéndose de hombros—. Una pistola del 45 no parece el arma más adecuada para una mujer, pero los revólveres tiro a tiro llevaban cartuchos metálicos y eran muy ligeros. Un arma sencilla y práctica. Si a eso le añadimos que incluso los modelos de cañón largo pesaban poco más de un kilo, podría usarlos cualquier mujer, aunque no tuviera experiencia.

Noté que Picton miraba con asombro a la señorita Howard y luego al señor Moore.

— Te aconsejo que nunca provoques a esta mujer, Rupert— bromeó el señor Moore.

— No creo que consiga sacar el arma sin romper la bolsa— dijo Lucius con cara de preocupación.

— ¿Hay algún motivo para conservarla entera?— preguntó el señor Moore.

— Si logramos probar que la bolsa fue fabricada aquí— explicó Marcus en nombre de su hermano—, descartaremos la posibilidad de que se trate de otra arma, arrojada más recientemente por otra persona.

— Para eso no necesita la bolsa entera— dijo Picton—. Mire en el fondo, detective. Debería encontrar la inscripción «Bolsas West, Ballston Spa, Nueva York».

Lucius miró la parte del papel que cubría la boca del cañón y su semblante se iluminó.

— Tiene razón, señor Picton, ¡aquí está! Voy a cortar el trozo…— Sacó un bisturí del bolsillo y practicó cuatro tajos precisos en el fondo de la bolsa, luego retiró el pequeño rectángulo de papel marrón y lo dejó con cuidado sobre el hule—. Muy bien, ahora…

Con movimientos algo más rápidos, Lucius comenzó a desprender tiras del papel sobrante hasta revelar un revólver corriente, como los que aparecen en las ilustraciones de las revistas del Oeste. La empuñadura de color marrón oscuro estaba cubierta de musgo y el cargador y el caño de acero estaban rojos de óxido. Ninguno supo qué pensar hasta que Lucius levantó el arma enganchando el guardamonte con las pinzas, la examinó y sonrió.

— Gracias, señor West— dijo con un suspiro.

— ¿Quieres decir que está en condiciones?— preguntó el señor Moore.

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