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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (24 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Hay algo más— dijo Marcus alisando la tela. Desplegó la parte posterior del gorro para revelar un exquisito bordado en hilo dorado en el extremo superior—. A-N-A— leyó. Todos clavamos la vista en el gorro mientras el sargento detective alzaba la cabeza para mirar hacia el exterior del parque—. Bien… es obvio que fue hacia el oeste. Se deshizo del gorro por si alguien la detenía. Es posible que fuera el único artículo que identificaba a la niña.

— No te apresures a sacar conclusiones, Marcus— protestó Lucius—. Puede que haya dejado el gorro aquí y luego se marchara en otra dirección.

— No sé— dijo el señor Moore colocándose entre el obelisco y los bancos—. Esto está a nueve o diez metros del camino. Ocultar el gorro aquí fue una pérdida de tiempo. Habría encontrado muchos sitios donde hacerlo si iba hacia el oeste, empezando por las obras.

— Es verdad, Moore— dijo el doctor Kreizler mirando el obelisco—. Pero también está la cuestión de dónde escogió esconderlo… dónde exactamente…

— ¿Qué quiere decir, doctor?— preguntó Marcus.

El doctor se volvió hacia la señorita Howard.

— Este obelisco egipcio forma parte de una pareja. El otro está en Londres. ¿Sabes con qué nombre se los conoce, Sara?: «las agujas de Cleopatra»— prosiguió el doctor volviendo a mirar hacia arriba—. Un nombre siniestro. Cleopatra era una mujer implacable.

— Y sin embargo— prosiguió la señorita Howard captando la idea—, en sus tiempos era la «madre de Egipto». Por no mencionar que fue amante de Julio César y Marco Antonio. Hasta tuvo un hijo de Julio César.

— Cesarión— dijo el doctor con un gesto de asentimiento.

— ¿De qué demonios habláis?— protestó el señor Moore.

Pero el doctor siguió dirigiéndose a la señorita Howard.

— ¿Y si la aparente paradoja no fuera una pregunta sino una respuesta? — preguntó mientras se acercaba a ella—. Algo conecta las dos facetas del personaje, las dos caras de la moneda. Todavía no sabemos cuál es el elemento que las une, pero la conexión existe. De modo que no estamos tanto ante una incoherencia como ante una unidad conflictiva. Aspectos de una condición… etapas relacionadas de un único proceso.

La cara de la señorita Howard se ensombreció.

— Entonces yo diría que nos estamos quedando sin tiempo.

El doctor la miró rápidamente y exclamó:

— ¡Marcus! Los niños que atendió la enfermera Hunter… ¿Cuánto tiempo has dicho que pasó entre el nacimiento y su muerte?

— Unas pocas semanas— respondió Marcus.

— Laszlo— insistió el señor Moore con el tono que solía usar cuando sentía que sus compañeros lo dejaban a la zaga—. Haz el favor de explicarme de qué habláis.

Una vez más, el doctor hizo caso omiso de él y comenzó a contar con los dedos.

— Se llevó a la niña un jueves, hace diez días.— Volvió a mirar a la señorita Howard—. Tienes razón, Sara. Es probable que esa mujer esté entrando en una fase crítica. ¡Stevie!

Corrí a su encuentro.

— ¿Podemos llevar a todos en la calesa?

— No al galope— respondí—, pero no veo ningún cabriolé en los alrededores.

— No quiero un cabriolé— dijo apresuradamente el doctor—. Necesitamos el tiempo que dure el viaje para dar explicaciones.

— Bueno, no creo que haya mucho tránsito— calculé—. Puede que podamos ir al trote.
Frederick
ha tenido un par de días de descanso. Se portará bien.

— ¡Entonces ve a buscarlo! ¡Enseguida!

Mientras yo corría a buscar la calesa, oí que el señor Moore volvía a protestar. El doctor le respondió que subiera al coche y que les explicaría su teoría y la de la señorita Howard en el trayecto hacia el centro. Estacioné la calesa junto a ellos, y Cyrus subió al pescante conmigo, mientras la señorita Howard se apretujaba entre Lucius y el doctor. Marcus y el señor Moore, tal como habían hecho los Isaacson el día que requisamos un coche, se subieron a los estribos de hierro de los laterales.

— ¿Adonde?— grité, aunque estaba casi seguro de la respuesta.

— Al 39 de Bethune Street— respondió el doctor—. Con un poco de suerte, la enfermera Hunter y su marido no se habrán mudado. Y si lo han hecho, quizá los nuevos inquilinos sepan dónde están.

— Iremos más rápido si cruzo el parque— dije— y tomo algunos atajos.

— ¡Entonces hazlo!— gritó el doctor.

Sacudí con fuerza las riendas contra los cuartos traseros de
Frederick
y tomé el camino este del parque en dirección al sur.

15

Frederick
acababa de recorrer al trote el camino para coches de Central Park y la amplia llanura de césped de Sheep Meadow (puede que le exigiera demasiado, pero un atajo es un atajo) cuando el doctor comenzó a hablar a sus colegas.

— La primera vez que emprendimos una investigación criminal juntos— dijo—, aceptamos como punto de partida la idea de que la mente de un criminal podía estar sana desde un punto de vista médico y condicionada, como la de cualquier persona normal, por el contexto de la experiencia individual. Durante los últimos doce meses de ejercicio profesional no he visto nada que me induzca a pensar que la incidencia de las enfermedades mentales en los criminales sea mayor de lo que creía entonces. Tampoco he oído nada que me haga sospechar que la enfermera Hunter sufre
dementia praecox
— el término que los alienistas de esa época usaban para lo que hoy han dado en llamar «esquizofrenia»— o alguna de las patologías mentales menos graves. Puede que sea impulsiva, quizás en extremo, pero la impulsividad, igual que la ira o la melancolía, no indica por sí sola una enfermedad mental. El hecho de que también sea capaz de calcular cuidadosamente sus acciones, en especial dentro de períodos de tiempo limitados, respalda la idea de que nos hallamos ante una persona cuerda.

El señor Moore cabeceó y miró hacia el oeste de Central Park mientras volvíamos al camino para coches.

— ¿Por qué será que esta vez preferiría vérmelas con un loco?— dijo con un suspiro.

— Tienes buenas razones, John— dijo Lucius—. Aunque los locos pueden ser peligrosos, son muchísimo más fáciles de encontrar.— El sargento detective volvió a tomar notas—. Por favor, continúe, doctor.

— Partimos entonces de la idea— prosiguió el doctor— de que esa mujer está cuerda. Ha secuestrado a una niña y es muy probable que haya matado a otros bebés por razones que es posible postular.

— ¿Y qué haremos si la encontramos?— preguntó Marcus—. Estamos hablando de un tema tabú, doctor. No importa cuántas mujeres abandonen a sus hijos en guarderías, no importa cuántas brujas ganen fortunas haciendo abortos, no importa cuántas madres maten a sus hijos, la gente prefiere hacer la vista gorda ante los casos en que la actitud de una mujer hacia un niño no es dulce y abnegada. Ya oyó a la señora Cady Stanton la otra noche. Es la opinión generalizada: cuando una mujer hace algo malo a un niño, o está loca o hay un hombre detrás en alguna parte.

El doctor movió la mano con impaciencia para atajar a Marcus.

— Lo sé, lo sé, sargento detective, pero ahora debemos olvidar las ideas populares y concentrarnos en los hechos. Y el hecho más destacable es el siguiente: estamos ante una mujer cuya conducta parece encarnar dos actitudes diametralmente opuestas. Una de ellas es abnegada; la otra, destructiva. Quizás incluso asesina. Si creemos que es una persona cuerda, debemos unir las dos cosas.

— Difícil— dijo el señor Moore—. Muy difícil.

— ¿Por qué, John?— preguntó el doctor mientras salíamos del reconfortante verde del parque por la esquina sudoeste. Luego pasamos junto a la Academia de Equitación y rodeamos el monumento de Colón entre el escaso tránsito—. ¿Acaso alguno de nosotros puede negar que en ocasiones tiene metas y deseos contradictorios? Tú, por ejemplo. ¿Cuántas veces ingieres cantidades desorbitadas de un líquido venenoso, en forma de caras bebidas alcohólicas, al tiempo que inhalas dosis tras dosis de un alcaloide tóxico llamado nicotina…?

— ¿Y quién me acompaña a menudo?— preguntó el señor Moore con indignación.

— No me entiendes— respondió el doctor—. A veces, después de estos arranques autodestructivos debes pasar horas cuidándote, mimándote como si fueras un niño. ¿Dónde está la coherencia de esos actos?

— Vale, vale— dijo el señor Moore, disgustado—. Pero es absurdo que uses mis malos hábitos para demostrar que una mujer abnegada (¡por el amor de Dios!, hablamos de una enfermera especializada en niños) es capaz de sentir el deseo de matar criaturas y estar cuerda, todo al mismo tiempo.

— ¿Sus investigaciones le han dado alguna pista, doctor?— preguntó Lucius.

— Me temo que no— respondió con la misma tristeza que le causaba ese hecho desde hacía días—. Como ya he dicho a Sara, hay muy pocos textos de psicología moderna que toquen el tema. Krafft-Ebing y Freud están dispuestos a discutir la dimensión sexual de la relación de una madre con sus hijos, sobre todo si éstos son varones. Hablan incluso del deseo de los hijos de destruir a sus padres, tanto literal como figurativamente, y una vez más ponen el énfasis en los varones. También hay algunas referencias a la violencia de los hombres hacia los niños, aunque éstas casi siempre aparecen en discusiones más amplias sobre los efectos secundarios de la adicción al alcohol o a las drogas. Sin embargo, he buscado infructuosamente algún análisis significativo de los ataques de las mujeres a los niños que cuidan, sean éstos propios o ajenos. El consenso general es que estos episodios se deben a manifestaciones extremas o tardías de una psicosis posparto o, cuando ése no es el caso, a enfermedades mentales de etiología desconocida. Me temo que los expedientes y las exploraciones legales me han resultado más útiles que los estudios psicológicos.

— ¿De veras?— preguntó con asombro Marcus, que había estudiado leyes antes de unirse al Departamento de Policía—. Abogados con pensamientos progresistas… Es toda una novedad.

— Así es— respondió el médico—. Y no quiero decir con eso que haya habido un estudio sistemático del fenómeno en los círculos legales o judiciales. Pero los tribunales se ven obligados a reconocer los hechos que se presentan ante ellos, y esos hechos a menudo comprenden casos de madres, institutrices y otras mujeres adultas que cometen actos violentos contra niños. Con frecuencia bebés.

— Pero si no me equivoco— comentó Marcus— en el sistema legal el infanticidio casi siempre se atribuye a una de estas dos causas: la pobreza o la ilegitimidad.

— Es cierto, Marcus, pero también ha habido casos, algunos muy célebres, que no se debieron ni a que la madre fuera demasiado pobre para mantener a sus hijos ni a que continuara soltera. Tampoco pudieron barrerlos bajo la alfombra diagnosticando una clase de locura desconocida. ¿Recuerdas el caso de Lydia Sherman?

Al oír ese nombre infame, justo cuando pasábamos por el cruce de la Cuarenta y dos y la Octava Avenida, los hermanos Isaacson y la señorita Howard parecieron entrar en una especie de trance.

— Lydia Sherman— dijo Lucius con nostalgia—. «La reina del veneno.» Ese sí que fue un caso…

— Nunca sabremos a cuántas personas envenenó en realidad— observó Marcus en el mismo tono—. Quizá fueran docenas.

— Y algunas de ellas eran niños— añadió la señorita Howard volviendo a nuestro tema—, incluidos sus propios hijos. Y no era pobre ni estaba soltera cuando los envenenó.

— Exactamente, Sara— dijo el doctor—. Había matado al padre de los niños, quería volver a casarse y descubrió que los niños eran, en sus propias palabras, «un estorbo». La prensa se ocupó mucho del tema, pero los alienistas de la época, e incluso los que los siguieron, hicieron como si no hubiera pasado nada. A pesar de que varios de ellos afirmaron en los tribunales que la mujer estaba perfectamente cuerda, y eso fue hace más de veinticinco años.

— Lamento romper este pequeño club de admiradores— dijo el señor Moore—, pero Lydia Sherman no era una enfermera, sino una embustera y una cazafortunas.

— Sí, John— repuso la señorita Howard—, pero también una demostración andante de que el simple accidente de nacer mujer no trae necesariamente consigo la capacidad para cuidar a un niño, ni siquiera la inclinación a hacerlo.

— Y basándonos en este y otros casos similares— añadió el doctor— podemos refutar las necedades sentimentaloides del profesor James de que el instinto parental es más fuerte en las mujeres que en los hombres y las alabanzas a la abnegación de la madre que cuida a un hijo enfermo. Los hijos de Lydia Sherman enfermaron, ciertamente, pero fue ella quien los enfermó con arsénico, y sus nobles cuidados consistieron en administrarles nuevas dosis del mismo veneno. No, una y otra vez vuelvo a una breve afirmación que leí hace varios días…

La señorita Howard adivinó a qué se refería.

— La referencia de
herr
Schneider sobre el egoísmo materno.

El doctor asintió.

— Para los que no lo habéis oído, Schneider señaló que después de tener a su hijo, la madre transfiere «todo su egoísmo al niño», palabras textuales.

— ¿Y de qué nos sirve ese dato?— preguntó el señor Moore—. Los niños de la maternidad no eran hijos de la enfermera Hunter, y tampoco lo es la pequeña Linares.

— Pero la forma en que raptó a Ana— dijo Lucius— indica que podría haber sentido… ¿cómo lo expresaste tú, Marcus? ¿Que tenía derecho a ese niño?

— Correcto.— Oí que el doctor cerraba su pitillera—. Y no olvidéis su conducta en el tren, donde cuidaba a la niña como si fuera suya. Por otra parte, ese vínculo psicológico a menudo se establece entre las enfermeras y los pacientes en general y muy en especial si estos últimos son niños. Sin duda alguna, ésta es una mujer que no permitirá que lo que Sara ha definido como un «accidente de nacimiento» le impida albergar sentimientos maternales hacia los hijos de otras personas. Eso es obvio, John.

— Vaya— dijo el señor Moore encendiendo un cigarrillo—. Entonces lamento no haberme dado cuenta antes.— Exhaló el humo y luego habló al doctor con voz cargada de intención—. Pero estás mezclando las cosas, Kreizler. Digamos que estás en lo cierto y que ella alberga esos sentimientos hacia cualquier niño que la atrae; por la razón que sea, «les transfiere su egoísmo». Muy bien, pero a diferencia de tu amable ejemplo sobre mis hábitos personales, ella parte de una actitud abnegada y se desplaza hacia otra destructiva. Ninguno de los niños está enfermo cuando se hace cargo de ellos, pero acaban muertos. ¿Qué pasa? No pueden ser «un estorbo» como los de Lydia Sherman, ya que los ha escogido personalmente y se ha acercado a ellos. ¿Qué sucede entonces?

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