— Sí— confirmó Cyrus—. Debía de tener diez u once años.
— Y tú, Stevie, has visto a un chico de edad parecida alejándose de Bethune Street poco después de que el Duster se desplomara.
— Sí, pero éste era negro; estoy seguro. Había luz de sobra para verlo bien.
El doctor hizo un gesto de asentimiento y yo me agencié otra ostra antes de que los demás se las terminaran.
— ¿Cyrus?— preguntó el doctor—. ¿Sabes de qué raza era el chico que viste?
Cyrus negó con la cabeza.
— Estaba demasiado oscuro. Pero podría haber sido negro. No puedo asegurar que no lo fuera.
— ¿Cómo vestía?
— Como todos los chicos que viven en la calle— respondió Cyrus encogiéndose de hombros—. Ropa holgada, como si fuera de segunda mano.
— ¿O, como ha dicho Stevie, ropa demasiado grande para él?
— Puede decirlo así.
El doctor asintió, aunque con aire dubitativo. Luego volvió a examinar el dardo.
— Por lo visto en momentos cruciales de la investigación ha aparecido el mismo chico, o bien dos distintos. La primera vez fue un acto hostil o una especie de advertencia. La segunda vez, por el contrario…— El doctor se distrajo con algo y comenzó a arrugar la nariz como si fuera un conejo—. ¿Qué es eso?
El señor Moore levantó la cabeza y miró a su alrededor mientras el camarero retiraba la bandeja de las ostras.
— ¿Qué es qué?
— Ese olor— respondió el doctor. Echó una ojeada alrededor y luego volvió a fijar la vista en el dardo. Se lo acercó a la cara y puso la afilada punta bajo la nariz—. Hummm… sí, es inconfundible. Cloroformo.— Volvió a olfatear aquella cosa—. Y algo más…— Incapaz de identificar el olor, le pasó el dardo a Lucius mientras nos servían los platos—. ¿Sargento detective?— dijo prácticamente pinchando el salmón salteado que había pedido Lucius—. ¿Puede identificarlo?
Lucius sostuvo el proyectil a una distancia prudencial del pescado, los guisantes y las patatas. Luego olió la punta.
— Sí— dijo con aire pensativo—. Huelo el cloroformo. Y el otro olor…— Su cara se iluminó por un instante, pero enseguida reflejó preocupación—. Stevie, ¿dirías que el chico estaba muerto cuando se lo llevaron?
— ¿Muerto?— pregunté mientras cogía mi plato favorito (bistec a la plancha y patatas fritas) de manos del camarero y regresaba a mi pequeña cueva verde—. No. Inconsciente, sí. Pero respiraba.
Lucius volvió a oler el dardo y luego se lo pasó a su hermano.
— En tal caso, y suponiendo que continúe respirando, el que usó esto es tan experto como el que arrojó el cuchillo.
Marcus olió el dardo y sonrió como si reconociera el olor.
—
Strychnos ignatii
— musitó, tan intrigado que no hizo el menor caso al pollo asado al estragón que humeaba en su plato.
— ¿Qué?— preguntó la señorita Howard mirando el dardo con horror.
— Lo que explica el olor a cloroformo— añadió Lucius y comenzó a comer.
El señor Moore, que segundos antes parecía muy complacido con la trucha con salsa de almendras que le había servido el camarero, soltó con rabia el cuchillo y el tenedor.
— Muy bien; allá vamos otra vez. Yo siempre soy el tonto del grupo.— Hizo un esfuerzo para controlarse—. ¿Os importaría decirme de qué habláis?
— Del haba de san Ignacio— respondió la señorita Howard como si estuviera convencida de que cualquier palurdo que pasara por la calle sabría de qué hablaba—. Una de las fuentes naturales de estricnina.
— ¡Eso es!— exclamó el doctor chasqueando los dedos—. ¡Estricnina! Estaba casi seguro.
— Es soluble en agua, relativamente soluble en alcohol y muy soluble en cloroformo— explicó Lucius—. Suponiendo que la intención del ataque fuera inmovilizar a la víctima y no matarla, nuestro hombre sabía exactamente qué proporciones usar. Y eso no es fácil.
— ¿Por qué?— pregunté mientras cortaba el bistec y tragaba un sorbo del refresco.
— Porque la estricnina es mucho más potente que otras sustancias usadas con fines parecidos— respondió Marcus. Le pasó el dardo a la señorita Howard y por fin se concentró en su plato—. El curare, por ejemplo, es una mezcla de ingredientes, uno de los cuales es la estricnina, y precisamente porque es una mezcla resulta más fácil de controlar. Pero en estado puro, la estricnina es una sustancia muy fuerte. Por eso se usa para eliminar plagas de roedores. Es mejor que el arsénico.
— Pero ¿está seguro de que se trata de estricnina pura?— preguntó el doctor.
— El olor es muy característico— respondió Lucius—. Y la presencia de cloroformo como disolvente confirma la hipótesis. Pero si quiere me lo llevaré y haré algunas pruebas. Es bastante sencillo. Ácido sulfúrico, dicromato de potasio…
— Vaya si es sencillo— se mofó el señor Moore—. Yo lo hago todos los días.
— Muy bien— dijo el doctor—. Pero supongamos que usted está en lo cierto, sargento detective. ¿Se le ocurre quién podría tener esos conocimientos?
— Bueno, parece un dardo o una flecha aborigen.
— Sí— convino el doctor—, eso supuse.
— Pero si me pregunta quién usa estricnina pura para cazar o incluso para luchar… La verdad es que no tengo ni la menor idea.
— Bien— dijo el doctor atacando su tarta de cangrejo—, averiguarlo será mi tarea de mañana.
— ¡Aja!— exclamó el señor Moore levantando el tenedor—. Por fin un comentario misterioso que soy capaz de descifrar. ¡Irás a ver a Boas!
— Exactamente, Moore. Estoy seguro de que Boas estará encantado de volver a prestarnos sus servicios.
El doctor Boas era uno de sus amigos científicos: jefe del Departamento de Antropología del Museo de Historia Natural, nos había dado varias pistas importantes en un momento crucial de la investigación del caso Beecham. Al igual que el doctor Kreizler, Boas era alemán de nacimiento, aunque había llegado a Estados Unidos después que el doctor. Había estudiado psicología antes de pasarse a la antropología y trasladarse a nuestro país, así que él y el doctor no tenían problemas para entenderse, y cada vez que se reunían en el comedor de la casa, solían enfrascarse en conversaciones animadas o enzarzarse en ocasionales discusiones durante las cuales Boas acababa hablando alemán y el doctor Kreizler lo seguía, por lo que a mí me resultaba imposible saber de qué demonios hablaban. El doctor Boas era un hombre amable, y como casi todos los auténticos genios no había permitido que su inteligencia lo convirtiera en un intelectual esnob.
— Le llevaré el cuchillo y el proyectil— dijo el doctor Kreizler— y le contaré la historia del chico o los chicos que hemos visto en el momento en que se usaron las armas. Puede que él o alguno de sus colaboradores pueda darnos alguna pista. Confieso que este asunto me tiene totalmente desconcertado.
Se oyó un coro de asentimiento entre ruidos de masticación, lo que demostraba que habíamos llegado prácticamente al límite de lo que podíamos sacar en limpio de los sucesos de esa mañana. Durante un rato nos limitamos a comer y a beber, dando un respiro a nuestros nervios y nuestro espíritu. Pero finalmente la señorita Howard rompió el silencio.
— Para ser una mujer que parecía haber actuado movida por un impulso— dijo lentamente, mientras bebía el vino a pequeños sorbos y removía distraídamente el postre de fresas con salsa de chocolate caliente— ha planeado muy bien la forma de eludir a la justicia.— Dio un delicado mordisco a una fresa—. ¿Otra paradoja, doctor?
— En efecto, Sara— respondió el doctor mientras bañaba una fresa en la salsa—. Pero recuerda, recordad todos, que no debemos ver estas paradojas como contradicciones. Forman parte de un mismo proceso. La enfermera Hunter se dirige a su meta igual que una serpiente que avanza por la arena moviéndose hacia los lados, primero a la izquierda y luego a la derecha. Es impulsiva y luego calculadora. Zalamera y seductora, y un instante después mortalmente peligrosa. Una mujer en apariencia respetable, con un marido confinado a la cama, que no obstante parece mantener una estrecha relación con las bandas más corruptas y violentas de la ciudad. En comparación, es más fácil entender una conducta criminal explícita. Hasta un homicida obsesivo como John Beecham seguía un curso lineal y coherente comparado con el de esta mujer. En cierto sentido, Elspeth Hunter se mueve en un territorio aún más desconocido para nosotros. Y tenemos menos mapas…
Pronto terminamos de comer y, puesto que era domingo y todos los lugares que el doctor Kreizler consideraba posibles fuentes de información estaban cerrados, acordamos regresar a nuestras respectivas casas, hacer los preparativos necesarios y descansar un poco. Al salir del Café Lafayette, los Isaacson tomaron un cabriolé, mientras que el doctor se ofreció a llevar al señor Moore y a la señorita Howard. Cuando regresamos a la calle Diecisiete, yo me quedé en la cochera para ocuparme de la calesa y aplicar bálsamo a
Frederick
en el sitio donde lo había golpeado Ding Dong.
El golpe apenas había dejado marca, pero al ver que
Frederick
se encogía bajo mis dedos, le di un terrón de azúcar y le hablé para tranquilizarlo. Me enfurecía pensar que un hombre al que tenía por uno de los peores que había conocido en mi vida— y a quien odiaba aún más desde mi visita a Kat de la noche anterior— había causado tanto dolor y confusión a
Frederick,
y mientras le aplicaba la medicina, le aseguré que algún día Ding Dong sufriría lo que le había hecho en su propia piel.
Abstraído en estos amargos pensamientos, no me di cuenta de que Cyrus había entrado en la cochera. Se acercó a
Frederick,
le acarició el cuello y lo miró a los ojos mientras le murmuraba algunas palabras de aliento. Luego se dirigió a mí:
— ¿Está bien?
— Sí— respondí levantando la pata trasera izquierda de
Frederick
para quitarle el barro duro pegado al casco—. Casi no le ha dejado marca. Lo peor ha sido el susto.
— Es un chico duro— dijo Cyrus y le dio un par de palmaditas suaves en el hocico.
Después rodeó al caballo y se detuvo a mi lado. Noté que estaba dándole vueltas a algo en la cabeza.
— La señorita Howard no oyó lo que Ding Dong dijo de Kat.
El corazón me dio un vuelco, pero seguí rascando el barro.
— ¿No?
— Estaba demasiado lejos. Y tenía otras cosas en que pensar.— Cyrus se acuclilló a mi lado. Lo miré de reojo y en su ancha cara vi algo de intriga pero más de compasión—. Pero yo sí lo oí.
— Ah— me limité a responder.
— ¿Quieres hablar de ello, Stevie?
Procuré reír con indiferencia y desdén, pero no lo conseguí.
— No hay mucho que contar. A partir de ahora, ella será su chica.— Casi me atraganté con las palabras—. Le hablé de mi idea de que trabajara aquí. Pero tú tenías razón. Tiene otros planes…
Cyrus emitió un sonido que indicaba que se hacía una idea y luego me puso una mano en el hombro.
— ¿Necesitas algo?
— No— respondí sin desviar la vista del casco del caballo—. Estoy bien. Sólo quiero terminar con esto.
— Bueno… No hay necesidad de que el doctor se entere de esa parte de la historia. No tiene nada que ver con el caso.
— Seguro.— Por fin me atreví a mirar otra vez a mi amigo—. Gracias, Cyrus.
Él respondió con una inclinación de cabeza, se puso en pie y salió lentamente de la cochera.
Seguí trabajando un rato más; el barro seco de los cascos de
Frederick
comenzó a desprenderse con mayor facilidad cuando se mezcló con mis lágrimas.
Es curioso cómo a veces uno se acuesta convencido de una cosa y a la mañana siguiente se levanta y descubre que no estaba en lo cierto.
Cuando me fui a dormir el domingo por la noche, estaba segurísimo de que nunca volvería a ver a Kat. Incluso si mi corazón hubiera resistido la experiencia de visitarla en el local de los Dusters, el encontronazo con Ding Dong en Bethune Street me había dejado en tan malos términos con él que una simple visita podía costarme la vida. La certeza de que la puerta de mi extraña relación con Kat se había cerrado violentamente y para siempre me enfureció y entristeció alternativamente durante toda la tarde y la noche del domingo. Tan negro era mi humor, que el doctor abandonó su obsesión por el caso y vino a verme a mi habitación para preguntarme qué me pasaba. No le conté la verdad, y aunque él sospechó que le ocultaba algo no insistió; sólo me aconsejó que durmiera un poco porque tal vez vería las cosas más claras por la mañana.
El lunes me desperté a las ocho y media y vi que el doctor y Cyrus se preparaban para ir al Museo de Historia Natural. La señora Leshko llegaba tarde, como de costumbre, así que Cyrus estaba preparando el café, algo que sabía hacer mejor que nuestra cocinera rusa. Los tres nos sentamos a la mesa de la cocina y bebimos un tazón de una excelente mezcla sudamericana mientras el doctor procuraba animarme leyendo en voz alta un artículo del
Times
sobre los últimos descubrimientos con relación al «misterio del cuerpo decapitado».
Por lo visto, la parte inferior del torso del cadáver, aún sin identificar, había aparecido (envuelto en el mismo hule rojo que Cyrus y yo habíamos visto en el muelle de Cunard) en la costa cerca de Undercliff Avenue, al norte de Manhattan. La hipótesis del anatomista o estudiante de medicina loco había sido descartada incluso por el propio forense oficial, después de que éste descubriera una docena de heridas de arma blanca en varias partes del cuerpo y un par de balas del calibre 32. De modo que la policía había cambiado de idea y se dedicaba a alimentar el pánico y el nerviosismo popular diciendo que el cuerpo pertenecía a uno de los dos locos escapados dos semanas antes del manicomio de King’s Park, Long Island. Sabíamos que esta historia era tan descabellada como la primera, pero fuera cual fuese la verdadera identidad del desgraciado cuyo cuerpo había sido desperdigado por toda la ciudad, la atención que seguía recibiendo el caso nos ayudaría a trabajar con más libertad.
El doctor y Cyrus se marcharon poco después de las nueve, y aunque en circunstancias normales una visita al Museo de Historia Natural habría constituido una especie de fiesta, la mañana gris y fresca y mi deplorable estado de ánimo hicieron que la perspectiva de quedarme solo en casa se me antojara reconfortante. Además, era conveniente que alguien se quedara para averiguar qué demonios había pasado con la señora Leshko. Así que los acompañé hasta la calesa, me detuve un instante para mirar el cielo encapotado y enfilé de nuevo hacia la casa.