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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (27 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— ¿Qué demonios…?— masculló y luego alzó la vista hacia mí. Sujetaba un dardo de unos veinte centímetros y era obvio que pensaba que se lo había clavado yo—. ¿Qué le has hecho, Stevie? Miserable…

Corrió hacia mí, pero un disparo al aire de la señorita Howard bastó para que los Dusters terminaran de convencerse de que estaba lo bastante loca para meterles la bala siguiente en el cuerpo. Como la jauría de perros salvajes que eran, todos acudieron como un solo hombre a recoger el compañero inconsciente y luego Ding Dong arrojó el dardo a mis pies.

— Me acordaré de esto, Stevie— dijo en voz baja y esta vez sin sonreír—. Lo recordaré esta noche cuando me esté follando a Kat.

Cyrus me sujetó con sus grandes brazos para impedir que saltara a por él y no pude hacer otra cosa que mirar cómo Ding Dong reía y desaparecía con sus chicos tras la esquina de Greenwich Street.

— ¡Recuerda!— gritó a media manzana de distancia—. ¡No te acerques a esa casa ni a esa mujer!

El disparo había atraído a los Isaacson, al doctor y al señor Moore a la calle, mientras la enfermera Hunter permaneció en el umbral, fingiendo alarma y horror por lo sucedido. Todos conseguimos tranquilizarnos, aunque en mi caso fue más difícil, y cuando el doctor preguntó a la señorita Howard qué había ocurrido, ella respondió:

— Se lo explicaré más tarde, doctor. Doy por sentado que la niña no está dentro.

El doctor la miró algo sorprendido.

— Has acertado, pero ¿cómo?

— Este asunto es más complicado de lo que parece— respondió ella mientras me indicaba con una señal que recogiera el dardo que había alcanzado al Duster—. Y tenemos que salir de aquí. De inmediato.

El doctor asintió, y los cuatro hombres volvieron a acercarse al bordillo, donde estaba la enfermera Hunter.

— ¿Hay algún herido, doctor?— preguntó siempre fingiendo preocupación—. ¿Puedo ayudar? Dentro tengo vendas…

— No, señora Hunter— respondió él con severidad.

— Me temo que hay individuos muy peligrosos en este barrio.— Los ojos dorados de la enfermera Hunter se clavaron en los del doctor el tiempo suficiente para dar visos de verosimilitud a las palabras siguientes—. Tal vez deberían irse antes de que regresen con amigos.

El doctor la estudió largamente.

— Sí— respondió—. Tal vez.

— ¡Vámonos ya!— gritó Marcus a los demás—. Si conozco bien a los Dusters, regresarán con refuerzos.

Todos volvimos a subir a la calesa excepto el doctor, que seguía mirando a la enfermera Hunter como si esperara que dijera algo más. Ella le sostuvo la mirada y después de unos segundos arqueó una ceja, sonrió y dijo:

— Lamento no haber podido ayudarles con su investigación.

El doctor se tomó un segundo antes de responder.

— Pero lo ha hecho, señora Hunter. Lo ha hecho.— Dio un paso hacia ella, y ella dio otro hacia atrás. Por primera vez no parecía dueña de la situación—. Nuestra visita ha sido muy esclarecedora. Y continuaremos nuestro trabajo, se lo aseguro.

Por fin se volvió y subió a la calesa. Con una expresión asesina en la cara, la enfermera caminó rápidamente hacia la puerta y dio un portazo a su espalda.

Frederick
ya estaba más tranquilo, pero no haría falta mucho para volver a ponerlo nervioso otra vez, así que en lugar de agitar las riendas, chasqueé la lengua y lo dejé andar a su aire, consciente de que esa libertad le permitiría terminar de calmarse. Los demás, sin embargo, lo tendríamos más difícil. En diez minutos habían pasado un montón de cosas, aunque todavía no sabíamos cuántas, y tan turbadora había sido la experiencia, que ninguno de nosotros estaba en condiciones de ofrecer más que un breve resumen de los hechos.

Mientras cruzábamos Hudson Street y salíamos del territorio de los Dusters, lo primero que hicimos fue asegurarnos de que los golpes que había recibido Cyrus no eran graves. Todos sentíamos mucho afecto por él, de modo que fue una distracción eficaz y relajante. Cyrus y el señor Moore cambiaron de sitio— el segundo subió conmigo al asiento del conductor— para que el doctor hiciera un primer examen de las costillas y el pecho de su criado, mientras los demás le preguntábamos cómo se sentía. Estaba magullado, sí, pero no había fracturas gracias a los grandes músculos que protegían sus huesos. Había tenido mucha suerte; de hecho, todos los que habíamos permanecido en la calle habíamos tenido suerte, considerando con quiénes nos habíamos enfrentado. Una de las muchas preguntas que surgieron de improviso, como fantasmas, tras nuestra breve visita a Bethune Street fue qué interés podían tener Ding Dong y los Dusters en Elspeth Hunter, pero los adultos decidieron que necesitaban una bebida fuerte y algo de comer antes de empezar a desentrañar el misterio. La plácida mañana se había convertido en una bonita tarde, con una brisa fresca que mantenía la temperatura en torno a los quince grados, unas condiciones ideales para regresar al tranquilo y acogedor ambiente de la terraza del Café Lafayette y digerir nuestra aventura junto con la comida.

18

Cuando llegamos al Lafayette y nos sentamos a la mesa en la terraza cubierta de plantas, todos estábamos lo bastante recuperados para sonreír e incluso reírnos un poco de lo ocurrido.

— ¡Bueno!— dijo la señorita Howard con un gran suspiro de asombro mientras aceptaba la carta que le ofrecía el camarero—. Lamento ser la primera en hacer preguntas tontas, pero si Ana Linares no está en casa de la enfermera Hunter, ¿dónde demonios está?

— No lo sé— respondió Marcus—, pero entre todos registramos hasta el último centímetro de cada planta de esa casa…

— Incluyendo el sótano— añadió Lucius mientras leía el menú.

— Y no había señales de la niña.— Marcus dejó caer la cabeza sobre una mano con una expresión de cansancio y confusión—. No hay rastro de ella.

— Lo único que se me ocurre— dijo el señor Moore alzando la lista de vinos—, teniendo en cuenta lo que os pasó a vosotros tres en la calle, es que los Dusters estén metidos en esto y que la escondan en alguna parte.

Yo me había sentado en el suelo y empezaba a gatear entre las plantas situadas junto a la verja de hierro de la terraza (los comprensivos camareros siempre me permitían hacerlo), pero las palabras del señor Moore me hicieron parar en seco.

— ¿Los Dusters metidos en algo así?— dije.

— ¿Por qué no?— preguntó el señor Moore—. ¿Crees que son incapaces de secuestrar a alguien, Stevie?

No me sentía cualificado para responder y miré al doctor buscando su apoyo, pero él tenía la vista clavada en la mesa.

— Bueno— respondí con tono dubitativo—, incapaces no. Más bien creo que son demasiado tontos. O que están demasiado locos.

Lucius asintió con la cabeza un par de veces.

— Stevie tiene razón. La organización y la conspiración no son los puntos fuertes de los Dusters. Por eso las otras bandas no se relacionan con ellos: porque no controlan operaciones que entren en conflicto con las de los demás o de las que otro grupo querría ocuparse. Son cocainómanos y matones, pero no planean secuestros o chantajes.

— La niña está en casa de esa mujer— declaró el doctor con firmeza sin alzar la vista—. Me juego cualquier cosa.

— Has estado allí, Kreizler— protestó el señor Moore—. Nos dejó registrar su maldita casa de punta a punta.

— ¿Y?— dijo la señorita Howard.

— Y la única persona que vive allí, además de ella, es su marido. Debe de ser quince años mayor que ella y está casi inválido. Al parecer, lo hirieron durante la guerra de Secesión, cuando era joven, y nunca se recuperó del todo.

— Se recuperó— dijo el doctor con terquedad—. Al menos de las heridas. La única secuela que le dejó la guerra fue una adicción a los opiáceos.

Marcus lo miró con asombro.

— Pero está confinado a la cama. Y su mujer dijo que…

— Esa mujer no diría una verdad aunque su vida dependiera de ello— replicó el doctor—. Y yo también estaría confinado a la cama si me hubiera inyectado tanta morfina como él. ¿No notaron las marcas de sus brazos o el olor que había en su habitación?

— Sí— dijo Lucius lanzando una mirada de reproche a su hermano—. Estaba clarísimo, Marcus. Ese hombre se ha estado inyectando morfina desde hace años.

— Y no me cabe duda de que lo hace con la ayuda de su esposa— añadió el doctor Kreizler—. La buena enfermera Hunter.

— ¿Qué hay de ella?— preguntó la señorita Howard—. ¿Cómo se comportó cuando entrasteis? Porque debo decir que en la puerta jugó con vosotros como si fueseis títeres.

Los demás pusieron cara de vergüenza, pero el doctor borró su expresión seria y rió.

— ¡Es verdad, Sara! Yo me daba cuenta de lo que hacía, pero al principio fui incapaz de detenerla.

— ¿Cómo lo consigue?— preguntó la señorita Howard—. ¿Cómo se comportó cuando os tuvo en su madriguera?

— Bien… sólo te diré una cosa— dijo el señor Moore mientras dejaba las cartas de vinos y de platos a un lado. Ya había decidido lo que iba a pedir, pero a pesar de su tono y sus modales seguros, parecía dudar de lo que iba a decir—. Sé que detestas que los hombres cuiden su lenguaje en tu presencia, Sara, así que te lo diré sin rodeos: yo no sabía si esa mujer quería follarme o matarme.

Al oír eso, Lucius se atragantó con el agua que estaba bebiendo y la escupió sobre la pared exterior del restaurante, haciendo blanco sobre los ladrillos y encima de una mesa que, por fortuna, estaba libre. Todo el mundo se echó a reír con tantas ganas que el camarero tuvo dificultades para tomar nota del pedido. Finalmente el camarero también se rió, sin saber por qué, y seguía riendo cuando regresó a la cocina.

— Dios mío, John— dijo la señorita Howard tratando de calmarse—. Es cierto que os he pedido a todos que os comportarais con naturalidad cuando yo estuviera delante, pero…

— Ah, no— terció el doctor en defensa del señor Moore—. No puedes nadar entre dos aguas. ¿Quieres que John sea franco o no?— Sin dejar de reír, dio una palmada en la espalda del señor Moore—. Estás desperdiciando tu talento en el
Times,
Moore. Ha sido una declaración tan pintoresca e impublicable como precisa. Elspeth Hunter es una fuente inagotable de aparentes paradojas, y no cabe duda de que algunas de ellas podrían ser mortíferas.

Marcus se enjugó unas lágrimas de risa con la servilleta y dijo:

— ¿De verdad cree que la niña está en la casa, doctor? ¿Aunque la registramos de arriba abajo con la bendición de esa mujer?

— Yo no usaría la palabra «bendición» para referirme a esa criatura, Marcus— respondió el doctor mientras dejaban el vino para los mayores y un refresco para mí—. Y recuerde que sólo registramos lo que se veía a simple vista.

— ¿Qué quiere decir?— preguntó Marcus, perplejo.

Pero el doctor dirigió la siguiente pregunta a Lucius:

— Sargento detective, si uno sospechara que acaban de hacer reformas estructurales en el 39 de Bethune Street, ¿cómo podría confirmar sus sospechas?

Lucius se encogió de hombros y bebió un sorbo del vino que le había servido el señor Moore.

— Aunque pretendiera usar su casa con fines delictivos, si las reformas afectaban a las paredes maestras necesitaría un permiso de obras. De lo contrario le caería una inspección y la obligarían a desalojar la casa. Así que habría que ir al registro y mirar los archivos. Es muy sencillo.

— ¿Qué estás pensando, Kreizler?— preguntó el señor Moore con una risita—. ¿Que esa mujer ha construido una cámara secreta en la casa y que tiene a la niña encerrada allí?

El doctor no le hizo caso y siguió hablando con Lucius.

— Pero ¿esos registros darían detalles sobre las obras realizadas?

— Bastantes. Al menos darían una idea general. ¿Por qué, doctor?

El doctor Kreizler se volvió hacia el risueño señor Moore, que se puso súbitamente serio y fijó la vista con determinación en la fuente de ostras que había en el centro de la mesa.

— Ni se te ocurra, Kreizler— dijo—. Yo ya he cubierto mi cuota de trabajo tedioso. No pienso molestarme en comprobar una idea estúpida que has sacado de las novelas por entregas…

— No temas, Moore— respondió el doctor—. Sara te acompañará.— La señorita Howard, que acababa de coger una ostra, no pareció demasiado contenta con la idea, pero se limitó a suspirar con resignación—. Además, no creo que a ninguno de los dos os guste la otra tarea que debemos emprender o que tengáis el oficio necesario para llevarla a cabo.

Lucius acababa de tragarse una ostra, y mientras yo extendía el brazo para coger una para mí, vi que parecía súbitamente preocupado.

— Oh, oh— susurró.

El doctor asintió.

— Me temo que tendrán que hacer otra redada. Necesitamos saber por qué los Hudson Dusters se interesan tanto por lo que ocurre dentro y fuera del 39 de Bethune Street. Yo sugeriría que patrullaran el barrio durante las próximas noches y que interrogaran a algunos de los miembros menos peligrosos de la banda. No necesitarán aplicar los métodos de nuestro querido amigo el inspector Byrnes, pero la amenaza de esa clase de tratamiento podría…

— Ya le entendemos, doctor— respondió Marcus—. No será muy difícil. — Se volvió hacia su hermano—. Pero no olvides tu revólver, Lucius.

— Cualquiera se lo olvidaría— respondió Lucius, incómodo—. ¿Y qué hará usted, doctor? ¿Seguirá investigando en los libros de psicología?

— Lo haría si pensara que iba a servir de algo— respondió el doctor. Se comió una ostra y la bajó con un sorbo de vino—. Puede que en Blackwells Island haya un par de mujeres que valga la pena visitar. Pero antes debo ocuparme de otro misterio.— Se volvió hacia Cyrus y luego miró al suelo, buscándome—. Stevie, ven aquí un momento.— Obedecí y me puse en pie junto a Cyrus mientras tragaba las últimas gotas del salado jugo de una concha de ostra—. ¿Dónde está el dardo que Ding Dong sacó de la pierna de uno de sus compañeros?

Yo me había olvidado por completo de ese chisme y alcé un dedo para pedir un minuto. Luego salté la reja de la terraza, corrí a la calesa y busqué bajo el pescante. Por suerte para mí, el dardo seguía allí. Volví a saltar la reja y entregué el sencillo aunque extraño objeto al doctor.

— Ahora tenemos una curiosa coincidencia— dijo examinando el dardo—. La noche en que el cuchillo filipino se clavó en el marco de la puerta del 808 de Broadway, Cyrus dijo que la única persona que había visto era un niño que doblaba la esquina corriendo.

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