El ángel de la oscuridad (12 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Sonrió y procuró apretar el paso, para lo cual apartó primero a la niña de su pierna y luego tranquilizó a los niños, hablándoles como acostumbraba hablarnos a todos, con afecto pero sin rodeos, como si no nos separara la barrera de la edad. Cuando alzó la vista y me vio esperándolo junto al bordillo, advertí que se esforzaba por contenerse el tiempo suficiente para llegar a la calesa, aunque la segunda niña le dificultó aún más esa proeza cuando de detrás de su espalda apareció un ramo de rosas que, pese a estar envuelto en el tosco papel de una floristería del barrio, mostraba toda la gloria del verano incipiente en los pétalos blancos y rosados. El doctor sonrió y se arrodilló para cogerlo, pero cuando la pequeña— ese ángel caído a quien él había dado una segunda oportunidad en la vida— le rodeó el cuello con sus brazos, la sonrisa se borró de su cara y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener la compostura. Se puso en pie rápidamente, volvió a decirle a los niños que se comportaran, y tras estrechar la mano del reverendo Bancroft, bajó la escalinata corriendo. Yo había abierto la puerta del coche y el doctor se apresuró a subir.

— Llévame a casa, Stevie— fue todo lo que consiguió decir y yo salté al pescante en menos que canta un gallo, látigo en mano.

Mientras daba la vuelta con la calesa para regresar por el mismo camino por el que había llegado, los niños no dejaron de saludar con la mano, pero el doctor Kreizler no respondió; se limitó a hundirse más en el asiento de cuero granate.

Guardó silencio durante el trayecto hacia el norte, incluso cuando le conté que había estado a punto de darme de bruces con el maníaco de la escopeta. Miré atrás un par de veces; la primera para comprobar si estaba despierto. Lo estaba, pero aunque la mañana era cada vez más bonita y la brisa traía un fresco aroma a plantas y flores que casi tapaba el hedor de la basura, el estiércol y los orines de la calle, el doctor no pareció notarlo. Tenía la mano derecha cerrada en un puño que golpeaba contra la barbilla mientras miraba fijamente al vacío, y con la izquierda asía el ramo con tanta fuerza que se clavó una espina. Le oí soltar una pequeña exclamación de dolor, pero no dije nada. No sabía qué decir. El pobre estaba destrozado, de eso no cabía duda, y lo mejor que podía hacer por él era llevarlo a casa deprisa. Sacudí las riendas al tiempo que gritaba a
Frederick
que apretara el paso y muy pronto llegamos a Stuyvesant Park.

Una vez en el interior de la casa de la calle Diecisiete, con la cara cenicienta y demacrada, el doctor se dirigió a Cyrus y a mí:

— Debo descansar un poco— musitó mientras comenzaba a subir por la escalera. Dio un respingo al oír el estruendo de un cubo que pareció volcarse en el pasillo que conducía a la cocina, un estrépito exagerado incluso para la señora Leshko. Siguió una andanada de lo que supuse serían blasfemias en ruso. El doctor suspiró—. Si es que es posible comunicarse con esa mujer, ¿podríais decirle que no haga ruido durante unas horas? Si es incapaz de conseguirlo, dadle la tarde libre.

— Sí, doctor— dijo Cyrus—. Si necesita algo…

El doctor alzó una mano, inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y desapareció en lo alto de la escalera. Cyrus y yo cambiamos una mirada.

— ¿Y bien?— murmuró Cyrus.

— Esto no pinta nada bien— respondí—, pero tengo una idea…— Se oyó otro estruendo en la cocina—. Tú ocúpate de la señora Leshko— dije—. Yo voy a telefonear al señor Moore.

Cyrus asintió y yo corrí por el pasillo de la cocina, pasando junto a la masa de lino azul y carnes abundantes que era la señora Leshko y que protestaba mientras secaba el suelo. Continué entre los azulejos blancos y las ollas y peroles de la cocina hasta que llegué a la despensa, donde había un teléfono instalado en la pared. Cerré la puerta, agarré el pequeño auricular del teléfono, coloqué el micrófono a mi altura y pedí a la operadora que me pusiera con el
New York Times.
Unos segundos después el señor Moore estaba al otro lado de la línea.

— ¿Stevie?— preguntó—. Hemos hecho algunos descubrimientos interesantes.

— ¿Sí? ¿Se sabe algo de la niña?

— Sólo la confirmación de que, en efecto, ha desaparecido. Ninguno de los criados del consulado la ha visto desde hace días. Sin embargo, después de lo que le ha pasado a la señora Linares, no he querido interrogar a ningún funcionario de rango superior. Pero dime, ¿cómo está el doctor?

— Bueno, en estos momentos está bastante mal— respondí—. Pero ha subido a descansar, y yo creo…

El señor Moore aguardó a que continuara y escuché el tecleteo de las máquinas de escribir en el fondo.

— ¿Qué crees?

— No sé… Puede que si usted le planteara bien el caso, él… Quiero decir, la relación con la embajada española y la señora… Si pudiéramos presentársela y enseñarle la foto de esa niñita…

— ¿Qué quieres decir, Stevie?

— Sólo que está de pésimo humor. Pero que si resulta que este caso sale como podría…

— Aaah— dijo el señor Moore con un tono más animado—. Ya veo… Bien. Tu educación empieza a rendir frutos, jovencito.

— ¿De veras?

— Si no he entendido mal, quieres decir que este caso podría revelar cosas bastante desagradables de los mismos miembros de la sociedad que tratan de desacreditar al doctor. Y el hecho de que esté involucrada una criatura lo hace mucho más atractivo para él, ¿verdad?

— Bueno, sí. Algo así.

El señor Moore silbó.

— Te diré una cosa, Stevie: Conozco a Laszlo desde que los dos éramos más jóvenes que tú. Por muy hastiado y exhausto que esté, si esto no lo pone en marcha, podemos empezar a preparar su funeral… porque eso significaría que está muerto.

— Sí. Pero tenemos que pintarle bien las cosas.

— No te preocupes por eso. Ya se me ocurrirá algo. Dile al doctor que iremos a tomar un aperitivo a su casa.— Oí una voz llamándolo en el fondo—. ¿Qué?— respondió, apartando el micrófono de su boca—. ¿Bensonhurst? No, no, Harry. Yo cubro Nueva York. ¡Me da igual lo que diga Boss Plat, Bensonhurst no está en Nueva York! Además, no era mi artículo. ¡Ah! ¡Vale, vale!— Su voz se hizo más clara—. Tengo que irme, Stevie. Anoche un médico loco intentó asesinar a su familia en Bensonhurst. Por lo visto a las autoridades no les ha gustado la forma en que contamos la noticia. No olvides decirle que iremos a tomar el aperitivo.

— Pero no me ha contado lo de sus descubrimientos…

— Más tarde— respondió.

La comunicación se cortó con un chasquido y no me quedó más remedio que esperar a la tarde para descubrir de qué demonios hablaba el señor Moore.

7

El doctor Kreizler consiguió dormir hasta media tarde y luego llamó a Cyrus a su estudio. Yo asomé la cabeza para informarle de que el señor Moore, la señorita Howard y los hermanos Isaacson vendrían a tomar el aperitivo, una noticia que pareció animarlo un poco. Después, Cyrus y él comenzaron a ocuparse de la correspondencia que el doctor había desatendido en los últimos días. Mientras estaban encerrados trabajando, yo procuré estudiar unas horas, aunque no puse todo el corazón en la tarea. Excusándome con la idea de que la mayoría de los niños no estudiaban en verano, bajé a la cochera para fumar a escondidas y dar otra ración de avena y otro cepillado a
Frederick.
Luego le tocó el turno a
Gwendolyn,
que esperaba con su habitual paciencia. Era un buen ejemplar, tan fuerte como
Frederick
aunque sin sus bríos, y estar con ella me ayudó a tranquilizarme.

Nuestros invitados llegaron a las seis y media. El sol seguía radiante detrás de las dos torres bajas y cuadrangulares de la iglesia de St. George, situada al oeste de Stuyvesant Park. Era el día más largo del año y los pronósticos aseguraban que haría buen tiempo durante el resto de la semana. El señor Moore y los demás subieron apresuradamente por las escaleras hasta la sala, donde el doctor leía una carta y escuchaba cómo Cyrus tocaba el piano y cantaba una triste pieza de ópera que seguramente hablaba de gente que se enamoraba y luego se moría (pues de eso iban casi todas las óperas, a juzgar por lo poco que yo había aprendido de ese género musical). Como de costumbre, observé la escena que siguió desde un rincón sombrío en el siguiente tramo de escalera.

El doctor se levantó y estrechó la mano de cada uno de sus amigos, mientras el señor Moore le daba palmadas en la espalda.

— Laszlo, tienes un aspecto horroroso— dijo mientras sacaba una pitillera de plata con cigarrillos de una excelente mezcla de tabacos de Virginia y Rusia.

— Gracias por el cumplido— respondió el doctor con un suspiro y señaló el sillón situado frente a él a la señorita Howard—. Siéntate, Sara, por favor.

— John es la diplomacia personificada, como siempre— dijo la señorita Howard mientras se sentaba—. Dadas las circunstancias, yo creo que tiene muy buen aspecto, doctor.

— Hummm, sí— respondió él con tono dubitativo—. Dadas las circunstancias…

La señorita Howard sonrió otra vez, consciente de la ambigüedad de su halago, pero el doctor le devolvió la sonrisa y la tranquilizó diciéndole que le agradecía la intención.

— Y también han venido los detectives— prosiguió—. Ésta sí que es una sorpresa agradable. Hoy he recibido una carta de Roosevelt. Estaba leyéndola ahora mismo.

— ¿De veras?— preguntó Marcus acercándose con su hermano al sillón del doctor—. ¿Qué dice?

— Supongo que no estará sembrando el terror entre los marinos como solía hacer con los policías corruptos— añadió Marcus.

— Lamento interrumpir— dijo el señor Moore desde el otro extremo de la habitación—, pero hemos venido a tomar un aperitivo. ¿Podemos prepararlo nosotros mismos, Laszlo?— señaló un carrito de cristal y caoba, repleto de botellas—. Apuesto a que esa vieja sargentona de abajo no lo hará. A propósito, ¿es una refugiada o algo por el estilo?

— ¿La señora Leshko?— mientras hablaba, el doctor señaló con la barbilla el carrito de las bebidas, y el señor Moore corrió hacia él como un moribundo en el desierto—. No, me temo que es nuestra última ama de llaves. Y, muy a mi pesar, nuestra cocinera. He pedido a Cyrus que intente buscarle otro empleo. No quiero que se marche antes de que encuentre otra cosa.

— ¿No me dirás que te comes lo que cocina?— preguntó el señor Moore.

Sacó seis vasos y los llenó con ginebra, un poco de vermut y unas gotas de angostura. Él los llamaba «Martinis», aunque yo he oído a algunos taberneros llamarlos «martinez».

— Laszlo, tú ya conoces la cocina rusa— continuó mientras repartía las bebidas—. Sólo la comen allí, y porque no tienen más remedio.

— Desgraciadamente lo sé mejor que nadie, Moore, créeme.

— ¿Y qué hay de la carta, doctor?— preguntó la señorita Howard tras beber un sorbo de su copa—. ¿Qué dice nuestro querido secretario adjunto?

— Me temo que nada bueno— respondió el doctor—. La última vez que tuve noticias suyas, me contó que él y Cabot Lodge pasaban mucho tiempo en la residencia de Henry Adams. Henry está en Europa, pero parece que a su ridículo hermano le ha dado por celebrar reuniones políticas en el comedor de su casa.

— ¿Brooks?— preguntó la señorita Howard—. ¿Y eso le parece preocupante, doctor?

— No creerá que alguien lo toma en serio— añadió Marcus.

— No estoy seguro— respondió el doctor—. Escribí a Roosevelt diciéndole que creo que Brooks Adams es un delirante, quizá patológico. Y en su carta reconoce que está de acuerdo conmigo, pero que a pesar de todo algunas de sus ideas le parecen interesantes.

Lucius abrió los ojos como platos.

— Es una idea aterradora. Toda esa cháchara sobre el «espíritu marcial» o la «sangre de los soldados»…

— Son un montón de patrañas despreciables— declaró el doctor—. Cuando hombres como Brooks Adams exigen que haya guerra para enardecer los ánimos de nuestros compatriotas, sólo demuestran su propia depravación. Si algún día ese tipo se encontrara cerca de un campo de batalla…

— Tranquilízate, Laszlo— dijo el señor Moore—. En estos momentos, Brooks está en el candelero, eso es todo. Nadie lo toma en serio.

— No, pero hombres como Roosevelt y Lodge están tomando en serio sus «ideas».— El doctor se puso en pie y, sin dejar de cabecear, caminó hasta una palmera enana que estaba junto a la puerta abierta del balcón—. Ahora están en Washington, conspirando como colegiales para llevarnos a una guerra contra España. Y os aseguro que esa guerra cambiará nuestro país. Por completo. Y no para mejor.

El señor Moore sonrió mientras bebía.

— Hablas como el profesor James. Él opina lo mismo. No habrás estado en contacto con él últimamente, ¿no?

— No seas ridículo— replicó el doctor, ligeramente avergonzado por la mención de su antiguo profesor, con el que hacía años que no se hablaba.

— Bueno— dijo Lucius procurando ser imparcial—, los españoles tienen razones para estar resentidos. Los hemos llamado de todo, desde cerdos a carniceros, por su forma de tratar a los rebeldes cubanos.

La señorita Howard esbozó una sonrisa llena de perplejidad.

— ¿Cómo es posible que una persona sea un cerdo y un carnicero al mismo tiempo?

— No lo sé, pero ellos lo han conseguido— respondió el señor Moore—. Se comportaron como sádicos salvajes para sofocar la rebelión… Campos de concentración, ejecuciones en masa…

— Sí, pero los rebeldes no se han quedado atrás, John— replicó Marcus—. Masacran a los soldados capturados, incluso a los civiles, que no quieren unirse a su causa.

— Marcus tiene razón, Moore— terció el doctor con impaciencia—. Esta rebelión no tiene nada que ver con la libertad y la democracia. Lo que está en juego es el poder. Un bando lo tiene, y el otro lo pretende. Eso es todo.

— Es verdad— aceptó Marcus encogiéndose de hombros.

— Y parece que nosotros también queremos construir una especie de imperio americano— añadió Lucius.

— Sí. Que Dios nos ayude.— El doctor regresó a su sillón y le echó otro vistazo a la carta de Roosevelt. Mientras se sentaba, la dobló y la dejó a un lado con un gruñido de indignación—. Bueno, basta.— Se pasó una mano por la cara—. Muy bien, ¿por qué no me contáis qué os ha traído aquí?

— ¿Qué nos ha traído aquí?— El señor Moore hizo una representación de sorpresa e inocencia que habría llenado de orgullo a cualquier estrella de teatro de variedades del Bowery—. ¿Tú que crees? La preocupación, el deseo de prestarte nuestro apoyo moral, todas esas cosas.

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