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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (11 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Él y yo nos pasamos dos días conversando en un despacho de Randalls Island, aunque el primero ni siquiera discutimos detalles concretos de mi caso. Me hizo preguntas sobre mi infancia y, lo que es más importante, me habló de la suya, cosa que me ayudó a superar la incomodidad que me causaba la proximidad de un hombre a quien estaba agradecido, pero que al mismo tiempo me infundía una especie de temor reverencial. Durante aquellas horas me enteré de muchos sórdidos episodios de la vida del doctor que casi nadie conocía ni conoce, y ahora sé que hablar de su pasado fue una táctica para que yo hablara del mío.

Fue curioso; mientras hablábamos, empecé a entender— hasta donde puede llegar a hacerlo un niño sin educación— que quizá yo no hiciera las cosas porque sí, que acaso hubiera escogido una vida de delincuencia no sólo por necesidad, sino también por rabia. No es que el doctor me convenciera de esta idea; más bien me permitió llegar a ella demostrando compasión por las experiencias que había vivido e incluso cierto grado de admiración por mi actitud. En efecto, parecía pensar que el hecho de que hubiera sobrevivido haciendo lo que hacía era fascinante, incluso divertido, y pronto tuve la impresión de que para él yo era algo más que una estadística; en otras palabras, el doctor se lo pasaba bien a mi lado.

Ése era el verdadero secreto de su éxito con los niños: no los veía como una obra de caridad ni los trataba con la falsa generosidad de los misioneros. Lo que hacía que los jóvenes con problemas, pobres o ricos, confiaran tanto en el doctor era la certeza de que también él sacaba algún provecho mientras los ayudaba. Le gustaba, le encantaba invertir tiempo y esfuerzo en sus jóvenes pupilos, de modo que su dedicación era en parte egoísta. Daba la impresión de que estos chicos lo ayudaban a soportar los lugares que él visitaba a menudo en aquellos tiempos: prisiones, manicomios, hospitales y tribunales de justicia. Por una parte le hacían abrigar esperanzas en el futuro, y por otra, le proporcionaban momentos de simple y pura diversión. Los niños saben apreciar esas cosas, se sienten atraídos por los adultos que no les echan una mano sólo para caerle en gracia a Jesucristo, sino porque disfrutan haciéndolo. Lo que digo es que todo el mundo tiene alguna motivación íntima, y el hecho de que la del doctor fuera tan evidente y sencilla facilitaba el trato con él.

En la vista destinada a juzgar mi cordura el doctor usó toda la información que yo le había proporcionado para desmontar el argumento de que estaba loco. Respaldó su evaluación con una teoría en la que llevaba años trabajando y que se basaba en lo que él llamaba «contexto». Era la idea central de todo su trabajo y venía a decir que es imposible entender en profundidad los actos y motivaciones de una persona a menos que se conozcan las circunstancias de su infancia y su educación. Parece una teoría sensata e inofensiva, pero lo cierto es que no resultaba fácil defenderla de la acusación de que amenazaba los valores tradicionales norteamericanos, ya que excusaba la conducta criminal. De poco servía que el doctor sostuviera que había una gran diferencia entre una explicación y una excusa, y que lo que él pretendía era comprender la conducta de la gente y no facilitarle la vida a los delincuentes.

Por suerte para mí, ese día sus afirmaciones encontraron un público receptivo: los miembros del consejo se tragaron el análisis que hizo el doctor de mi vida y mi conducta. Pero cuando propuso que me ingresaran en su instituto, se resistieron, convencidos de que un bribón incorregible como Steveporra debía ir a parar a algún sitio con reglas más severas. Le preguntaron al doctor Kreizler si se le ocurría otra solución; él reflexionó unos instantes, sin mirarme, y luego anunció que estaba dispuesto a emplearme en su casa y a hacerse personalmente responsable de mí. Los miembros del consejo se quedaron pasmados, y uno de ellos preguntó al doctor si hablaba en serio. Él respondió que sí, y tras unos minutos de deliberación, aceptaron el trato.

Por primera vez me sentí algo inquieto; no porque desconfiara del doctor, sino porque durante los dos días de conversaciones con él había empezado a preguntarme si alguna vez sería capaz de enmendarme. Atormentado por esta duda, recogí mis escasas posesiones de la celda y crucé el sombrío patio de la institución para encontrarme con el doctor, que me esperaba en su coche (aquel día había sacado su birlocho granate). Mi confusión aumentó al ver a un corpulento negro sentado en el pescante, pero el grandullón tenía una cara inofensiva, y cuando el doctor se apeó, me lo presentó con expresión risueña.

— Stevie— dijo—, éste es Cyrus Montrose. Quizá te interese saber que antes de que se cruzara en mi camino y empezara a trabajar para mí estaba condenado a prisión, donde le aguardaba un destino mucho peor que el tuyo. (Más tarde supe que, en su juventud, Cyrus había matado a un policía irlandés que había dado una paliza de muerte a una joven prostituta negra en el burdel donde él tocaba el piano. Los padres de Cyrus habían sido asesinados por una turba de irlandeses durante las revueltas del sesenta y tres, y en el juicio el doctor había argumentado con éxito que, con esos antecedentes, Cyrus había sido mentalmente incapaz de reaccionar de otra manera.)

Saludé con una inclinación de cabeza al hombretón, que se llevó la mano al sombrero y me miró con expresión amistosa.

— ¿Así que yo también trabajaré para usted?— pregunté con un titubeo.

— Sí, trabajarás para mí— respondió el doctor—, pero también estudiarás. Leerás y aprenderás matemáticas e historia, entre otras cosas.

— ¿De veras?— dije y tragué saliva.

Al fin y al cabo, yo no había pisado una escuela en mi vida.

— De veras— respondió el doctor. Sacó una pitillera de plata, extrajo un cigarrillo y lo encendió. Entonces notó que yo miraba los cigarrillos con avidez—. Ah. Me temo que tendrás que dejar de fumar, jovencito. Y esto— prosiguió mientras se acercaba para examinar mi pequeño equipaje—, ya no será necesario.

Sacó el caño de plomo de entre la ropa y lo arrojó sobre una mata de hierba rala y marchita.

Todo parecía indicar que lo único que iba a hacer en el futuro era estudiar, y esa idea no me ayudó a tranquilizarme.

— Bueno, ¿y qué hay del trabajo?— pregunté por fin—. ¿Qué tengo que hacer?

— Has dicho que cuando asaltabas carros de reparto con el
Loco
Butch, solías conducir tú— dijo el doctor mientras subía al birlocho—. ¿Había alguna razón en particular para ello?

Me encogí de hombros.

— Me gustan los caballos. Y se me dan bastante bien.

— Entonces saluda a
Frederick y
a
Gwendolyn
— respondió el doctor señalando con el cigarrillo al caballo castrado y a la yegua que tiraban del coche—. Y toma las riendas.

Eso me animó. Di un par de palmadas en el largo hocico del caballo negro, acaricié el cuello de la yegua parda y sonreí de oreja a oreja.

— ¿En serio?

— Parece que te hace más ilusión trabajar que estudiar— dijo el doctor—. Así que veamos qué tal lo haces. Cyrus, tú siéntate conmigo y ayúdame a repasar mis compromisos. Estoy confundido. Según mis notas, debería haberme presentado en el Tribunal de Essex hace dos horas.— mientras el negro se bajaba del pescante, el doctor volvió a mirarme—. Bien, ya tienes trabajo, ¿no?

Asentí con otra sonrisa, salté al pescante y sacudí las riendas. Y, como suele decirse, no me volví a mirar atrás.

Ésos sí que fueron tiempos felices, cuando todavía no habíamos oído hablar de John Beecham y Mary Palmer estaba viva. Pero quedaban pocas razones para pensar que volveríamos a vivir días semejantes. Aquellos que siempre habían combatido al doctor y a su teoría del contexto (movidos, en mi opinión, por el miedo a que sus investigaciones sobre las conductas ilegales y violentas lo llevaran a entrometerse en la educación de los niños norteamericanos) rebatían sus argumentos afirmando que Estados Unidos de América se había fundado sobre la idea de que todo hombre tiene la libertad de elegir y es responsable de sus ideas y acciones, independientemente de las circunstancias de su infancia. El doctor no estaba del todo en desacuerdo con ellos; simplemente buscaba respuestas científicas más profundas. De modo que durante muchos años la batalla entre el polémico alienista y ellos había estado equilibrada. Sin embargo, cuando Paulie McPherson se ahorcó, los enemigos del doctor vieron la oportunidad de romper el empate y supieron aprovecharla.

Afortunadamente el juez que había presidido la primera vista sobre el caso era un hombre justo, y no se apresuró a descalificar al doctor. En cambio, ordenó la investigación de sesenta días que ya he mencionado. Entretanto puso a los chicos del instituto bajo la custodia del tribunal y asignando el cargo temporal de director al reverendo Charles Bancroft, antiguo rector de un orfanato. Al doctor se le prohibió pisar el instituto durante ese período que, para un hombre tan activo como él (y ante lo incierto del desenlace), era una eternidad. Por otra parte, la forma en que encajaría la separación del instituto no dependía sólo de él. Los chicos desempeñarían un papel importantísimo; yo estaba convencido de que si uno solo de ellos se descarriaba durante su ausencia— y algunos de esos chicos eran difíciles de mantener encarrilados—, el doctor se culparía a sí mismo. Siempre había enseñado a sus pupilos a sacar fuerzas del hecho de que por lo menos una persona confiaba en ellos y a estar preparados para usar esas fuerzas en momentos problemáticos del futuro. Pero ¿conseguirían hacerlo cuando había tanto en juego y el resultado era tan incierto?

En cuanto torcí por Forsyth Street, el estruendo de un disparo resonó en una callejuela, lo que hizo que
Frederick
reculara, asustado, y que yo dejara de soñar y girara la cabeza a un lado y a otro, buscando la procedencia del sonido. El ruido había salido de un ruinoso edificio de inquilinos, lo más cercano al infierno que alguien pudiera llamar hogar. Salté de la calesa y tranquilicé a
Frederick
acariciándole el grueso cuello y dándole un par de los terrones de azúcar que siempre llevaba en el bolsillo. Con los ojos fijos en la callejuela, pronto divisé al causante del alboroto: un hombre pequeño y delgado, con pinta de loco, largos bigotes y un sombrero calado hasta los ojos. Salía de la callejuela empuñando una vieja escopeta con absoluto descaro, sin que pareciera importarle que lo vieran. Se oyó un grito, pero como única respuesta declaró, sin volverse:

— ¡Y ahora me ocuparé de tu amiguito!

De inmediato desapareció a paso rápido por Eldridge Street. Naturalmente, no había ningún poli a la vista; no frecuentaban esos barrios, pero incluso si hubiera habido uno, seguramente habría salido corriendo en dirección opuesta al oír el disparo.

Volví a sentarme en el pescante y me dirigí a toda prisa al instituto. Al llegar a los números 185-187 de East Broadway— los dos edificios de ladrillo rojo con chambranas negras que el doctor había comprado y reformado en el transcurso de varios años— vi a un guardia en la escalinata de la entrada principal. Salté al suelo, di otro par de palmadas en el cuello y otro terrón de azúcar a
Frederick
y me acerqué al policía, que era demasiado joven para reconocerme.

— Supongo que no le interesará saber que acabo de ver un loco armado con una escopeta en Eldridge Street.

— No me digas— respondió el poli—. ¿Y a ti qué más te da?

— No es asunto mío— respondí encogiéndome de hombros—. Pero pensé que era asunto suyo.

— Mis asuntos están exactamente aquí— anunció el poli enderezando su gorra de verano y sacando pecho hasta que su chaqueta azul pareció a punto de estallar—. Me envían de los tribunales.

— Vaya— dije—. Bueno, entonces quizá quiera decirle al doctor Kreizler que su cochero está aquí, ya que el principal interés de los tribunales es que abandone el edificio cuanto antes.

El agente se volvió hacia la escalinata y me taladró con la mirada.

— ¿Sabes?— dijo mientras subía hacia la puerta—. Esta actitud podría meterte en líos, hijo.

Esperé a que entrara para sacudir la cabeza y escupir en la alcantarilla.

— Que te zurzan— mascullé—, «hijo».

(Quizás haya llegado el momento de decir que lo único que no cambió en absoluto durante todos los años que pasé con el doctor Kreizler— además de mi gusto por el tabaco— fue mi actitud hacia los polis.)

Unos minutos después, el agente reapareció, seguido por el doctor Kreizler, un pequeño grupo de alumnos y un vejestorio con pinta de mojigato que resultó ser el reverendo Bancroft. Los críos, algunos de los pupilos más jóvenes del doctor, componían un muestrario típico de los que solían vivir allí: una niña rica que durante toda su vida se había negado a decir una palabra a nadie, excepto a su niñera (hasta que conoció al doctor Kreizler, desde luego); el hijo de los propietarios de una verdulería de Greenwich Village, un chico que había recibido un montón de palizas por la sola razón de que había sido concebido por accidente y ninguno de sus padres soportaba tenerlo cerca; otra niña que un amigo del doctor había encontrado trabajando en una casa de mala nota, pese a que sólo tenía diez años (el doctor no se había molestado en averiguar en qué circunstancias se había topado con ella su amigo), y un niño que procedía de una gran mansión de Rhode Island y que se había pasado la mayor parte de sus ocho años rompiendo todo lo que caía en sus manos en una interminable sucesión de rabietas.

Todos vestían el uniforme gris y azul del instituto, que el propio doctor había diseñado e impuesto para que los niños ricos no se diferenciaran de los pobres. La primera niña, la que nunca había hablado con su familia, se había abrazado a una pierna del doctor, obstaculizando su marcha mientras éste daba las últimas instrucciones y consejos al reverendo. La otra niña tenía las manos a la espalda y miraba a su alrededor como si no entendiera qué demonios pasaba. Los dos niños reían y se lanzaban manotazos desde ambos lados del doctor, al que usaban como escudo. A pesar de tratarse de una escena bastante habitual, cualquiera que la hubiera observado con atención habría visto indicios de que pasaba algo raro.

El más evidente de ellos era el propio doctor, cuyo traje de lino negro arrugado dejaba entrever que había estado trabajando toda la noche. Mas aunque la ropa no lo hubiera delatado, lo habría hecho su cara demacrada y su aspecto cansado, sin rastros de la alegría que solía reflejar cuando estaba en el instituto. Mientras hablaba con el reverendo Bancroft, se inclinaba hacia delante con una inseguridad impropia de él que su interlocutor pareció percibir, pues le puso una mano en la espalda y le dijo que se tranquilizara y tratara de sacar el máximo provecho de las semanas siguientes, ya que estaba seguro de que todo iría bien. En ese punto el doctor se calló y cabeceó con resignación, restregándose los ojos negros. De repente pareció tomar conciencia de los niños que lo rodeaban.

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