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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (7 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Cuando llegamos a Hudson Street, yo seguía furioso y no hice ningún esfuerzo por reducir la marcha; me limité a tirar de las riendas con el brazo izquierdo, obligando al animal a girar en esa dirección. Una vez más, el cabriolé se levantó sobre las ruedas traseras, y aunque el cochero soltó un grito de terror, no oí ninguna protesta de boca de Cyrus, que conocía mi forma de conducir y sabía que hasta el momento nunca había volcado. Tras pasar junto a los descoloridos ladrillos rojos de la antigua St. Luke’s Chapel, a la derecha, y luego junto a las tabernas y tiendas del extremo sur de Hudson Street, llegamos a Clarkson, donde hice otro giro temerario, esta vez hacia el oeste. El río y los muelles aparecieron de repente ante nuestros ojos; el agua, más negra que la noche y el embarcadero que se hallaba al final de la calle, insólitamente atestado para la hora que era.

Mientras dejábamos atrás los almacenes y los albergues para marineros que flanqueaban las últimas dos manzanas de Clarkson Street, vislumbramos el contorno de un gran barco de vapor amarrado a la larga y profunda estructura verde del muelle de Cunard: era el
Campania,
una embarcación de menos de cinco años que se erigía majestuosa. Una ristra de luces en la cubierta iluminaba las dos chimeneas rojas coronadas de negro, la señorial pasarela blanca, los botes salvavidas y la elegante línea del casco, todo lo cual anunciaba los portentos que alcanzaría la compañía pionera en viajes transatlánticos en un futuro cercano.

En los muelles había un grupo bastante grande de gente, y cuando nos acercamos vimos que muchos de ellos eran polis, algunos de uniforme y otros de paisano. También había marineros, estibadores y, lo que más llamaba la atención, unos jóvenes con pantalones empapados cortados a la altura de las rodillas por todo atuendo. Con los hombros cubiertos con lonas, temblaban y daban saltitos, en parte a causa de la excitación y en parte a causa del frío, ya que obviamente habían estado nadando en las aguas del río. Varias antorchas y una lámpara eléctrica de estibador alumbraban la escena, pero los sargentos detectives Isaacson no estaban a la vista. Eso no significaba nada, naturalmente, pues bien podrían haber estado en el fondo del Hudson, vestidos de buzos y en busca de pistas que cualquier otro detective de Nueva York habría considerado irrelevantes.

Al llegar al muelle, Cyrus sacó dinero de su cartera, lo puso en la mano temblorosa del cochero y se limitó a decir: «quédate aquí», una orden que el pobre hombre no estaba en condiciones de desobedecer. No obstante, para asegurarme de que no escapara, conservé su sombrero y su licencia en la cabeza mientras nos dirigíamos hacia la multitud.

Dejé que Cyrus se ocupara de hablar con los polis, consciente de que por poco que la policía de Nueva York respetara a los negros, menos me respetaba a mí. Ya había visto a un par de agentes con los que me había cruzado durante los años en que me llamaban «Steveporra» y tenía una reputación infame, admito que justificada, en las dependencias de Mulberry Street. Cuando Cyrus preguntó por los hermanos Isaacson, lo dirigieron de mala gana, por decirlo con delicadeza, hacia el centro de la multitud con el grito de:

— ¡Un negro pregunta por los judíos!

Nos abrimos paso a codazos. Aunque hacía meses que no veía a los sargentos detectives, habría sido imposible imaginarlos en un escenario más apropiado. Allí estaban, en el embarcadero de hormigón, inclinados sobre un gran trozo de hule de color rojo intenso. El alto y apuesto Marcus, con su abundante melena rizada y su nariz noble y distinguida, había sacado una cinta métrica y varios instrumentos metálicos y estaba ocupado midiendo el objeto todavía indistinguible que tenía debajo. Su hermano menor, Lucius, más bajo y grueso, con un cabello raleante que dejaba al descubierto zonas permanentemente sudorosas de cuero cabelludo, trajinaba con unos objetos semejantes a los utensilios médicos que había en la consulta del doctor Kreizler. Los supervisaba un capitán al que reconocí en el acto. Se llamaba Hogan y cabeceaba tal como solían hacer los oficiales de la vieja guardia cuando observaban el trabajo de los hermanos Isaacson.

— No hay suficiente fiambre para sacar conclusiones— dijo el capitán Hogan con una carcajada—. Sería mejor dragar el río para ver si encontramos algo más tangible; una cabeza, por ejemplo.

Los polis que lo rodeaban también rieron.

— Habría que llevar esa cosa al depósito de cadáveres— agregó el capitán—, aunque no sé qué demonios podrán hacer con ella los forenses.

— Aquí hay un montón de pistas importantes— respondió Marcus sin volverse, con voz grave y segura—. Al menos podemos hacernos una idea de cómo lo hicieron.

— Sacarlo del escenario del crimen sólo servirá para destruir pruebas, como de costumbre— terció Lucius rápida y agitadamente—. Así que si hace el favor de mantener alejados a los curiosos y dejarnos terminar nuestro trabajo, capitán Hogan, luego tendrá tiempo de sobra para llevarlo al depósito.

Hogan volvió a reír y dio media vuelta.

— Vaya con los judíos. Siempre tan astutos. Muy bien, amigos, apartaos para que los expertos puedan hacer su trabajo.

Cuando Hogan miró en nuestra dirección, yo me encajé el sombrero hasta los ojos con la esperanza de que no me reconociera, y Cyrus se acercó a él.

— Señor— dijo con mucho más respeto del que me constaba que sentía—, traigo un importante mensaje personal para los sargentos detectives.

— ¿De veras?— replicó Hogan—. Me temo que no querrán que un zulú los distraiga de sus investigaciones científicas…

Sin embargo, los hermanos Isaacson ya se habían vuelto al oír la voz de Cyrus y ambos le sonreían.

— ¡Cyrus!— exclamó Marcus—. ¿Qué haces aquí?

El sargento detective miró a su alrededor, buscándome con la vista. Yo me llevé un dedo a los labios para que no dijera nada cuando me viera. Marcus captó el mensaje, asintió con un gesto y sonrió. Lucius hizo otro tanto. Ambos se pusieron en pie, y por primera vez vimos lo que había debajo del hule.

Era la parte superior del torso de un hombre, seccionada justo por debajo de las costillas. El cuello también había sido cortado, de tal forma que hasta yo advertí que no era obra de un experto. Los brazos habían sido igualmente cercenados del trozo de carne, que parecía bastante fresco. Eso y la ausencia de olores desagradables eran indicios de que el torso no había estado mucho tiempo en el agua.

A una señal de Cyrus, Lucius y Marcus se acercaron a nosotros e intercambiamos saludos amistosos en voz baja.

— ¿Has cambiado de oficio, Stevie?— preguntó Lucius señalando mi sombrero mientras se secaba la frente con un pañuelo.

— No, señor— respondí—, pero teníamos prisa por llegar aquí. La señorita Howard…

— ¿Sara?— interrumpió Marcus—. ¿Se encuentra bien? ¿Le ha ocurrido algo?

— Está en el 808 de Broadway, señor— respondió Cyrus—. Con una clienta y con el señor Moore. Creen que ustedes podrían colaborar en el caso. Es urgente, pero es preciso mantenerlo en secreto.

Lucius suspiró.

— Como todos los casos que servirían para hacer progresar a la ciencia forense. Es inútil esperar que esta pandilla no se lleve estos restos y los arroje a los leones del zoológico de Central Park.

— ¿Qué ha pasado?— pregunté mirando una vez más hacia el siniestro trozo de cuerpo envuelto en hule.

— Unos jovencitos lo vieron flotando en el río— respondió Marcus—. Un trabajo muy basto. Sin duda lleva muerto poco tiempo, pero hay algunos detalles interesantes que deberíamos apuntar. ¿Podéis esperar unos minutos?

Cyrus asintió con un gesto y los sargentos detectives volvieron a su trabajo. Oí que Lucius comenzaba a dictar datos sobre los restos a los demás policías con un tono desdeñoso que dejaba claro que pensaba que era inútil hacerlo.

— Por lo tanto, capitán, estoy seguro de que tanto la carne como la columna han sido seccionados con algún tipo de sierra rudimentaria. Podemos descartar la posibilidad de que el cuerpo haya sido robado por un estudiante de medicina o un anatomista, pues bajo ningún concepto hubieran dañado los órganos de este modo. Y esos trozos rectangulares de piel arrancada son sumamente interesantes. Es obvio que los han cortado de forma deliberada para eliminar señas de identidad. Quizás un tatuaje, puesto que nos encontramos en el muelle, o incluso una simple marca de nacimiento. En consecuencia, es más que probable que el asesino conociera bien a la víctima…

Considerando que ya había visto suficiente del trabajo del carnicero y de la forma en que los polis alternativamente reían o hacían caso omiso de lo que decía Lucius, me volví a mirar a los jóvenes que habían encontrado el cadáver. Todavía estaban impresionados y excitados y seguían saltando y riendo con nerviosismo. Reconocí al más delgado del grupo y me acerqué a hablar con él.

— Eh, Narizotas— dije en voz baja.

El flacucho se volvió y me sonrió. No necesitaba decirle que no pronunciara mi nombre delante de los polis, ya que pertenecía a la pandilla del
Loco
Butch (uno de los lugartenientes de Monk Eastman) de la que yo también había formado parte antes de que me encarcelaran en Randalls Island. Por lo tanto, sabía que yo no quería ningún contacto con la pasma. Una vez que te catalogaban de buscalíos, los polis sentían un placer perverso en darte la lata, tanto si estabas haciendo algo malo como si no.

— ¡Steveporra!— murmuró Narizotas arrebujándose en la lona y restregándose la larga y deforme protuberancia a la que debía su mote—. ¿Eres cochero? Creí que trabajabas para aquel médico chalado.

— Y todavía lo hago— respondí—. Es una larga historia. ¿Qué ha pasado aquí?

— Bueno— dijo mientras volvía a bailar de excitación—. Sopapo, Louie
Vomiteras
y yo— saludé con una inclinación de cabeza a los demás chicos mientras Narizotas los nombraba, y ellos me devolvieron el saludo—, paseábamos por los muelles. Ya sabes, por si había quedado algún bulto sin reclamar en el embarcadero…

— ¿Algún bulto sin reclamar?— dije con una risita—. Venga, Narizotas, ésa sí que es buena.

— Tienes que explicarlo de alguna manera si te pilla la poli, ¿no? Bueno, cuando caminábamos por el muelle, vimos un paquete rojo flotando cerca de la costa. Pensamos que podía ser algo de valor y nos zambullimos, aprovechando que llevamos pantalones cortos. Lo subimos aquí. Ya te imaginarás lo que fue cuando lo abrimos.— silbó y rió—. Chaval. Louie
Vomiteras
vomitó por lo menos ocho veces. Como sólo tiene medio estómago…

— Eh, eh— protestó Louie
Vomiteras
—, te he dicho un millón de veces que lo que me faltan son intestinos. Nací sin una parte de los intestinos, y por eso me pasan estas cosas.

— Vale, vale, lo que sea— repuso Narizotas—. Así que fuimos a buscar a un poli con la esperanza de que nos dieran una recompensa. Pero no caerá esa breva. Ahora ni siquiera nos dejan ir; ¡piensan que tenemos algo que ver! ¿Crees que nosotros íbamos a ir por ahí serruchando gente? ¿Y cómo, por todos los santos? Uno de mis compañeros es un imbécil— señaló con el pulgar al que llamaban Sopapo, que no parecía enterarse de lo que pasaba a su alrededor— y el otro sólo tiene medio estómago…

— ¡Narizotas!— volvió a protestar Vomiteras—. Ya te he dicho que son mis…

— ¡Vale, vale, tus intestinos!— replicó Narizotas—. Ahora cierra el pico, ¿de acuerdo?— Se volvió hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja—. Malditos retrasados. ¿Y tú qué haces aquí, Steveporra?

— He venido a buscar a unos amigos— dije volviéndome a mirar al grupo que se había congregado en torno al cuerpo mutilado y que ya empezaba a dispersarse. Cyrus y los sargentos detectives caminaban a mi encuentro—. Ahora tengo que irme. Pero la semana que viene pasaré por Frankie’s. ¿Estarás por allí?

— Si los polis nos dejan libres— respondió Narizotas con otra sonrisa alegre—. Mira que intentar empapelarnos por una cosa así— prosiguió mientras yo me alejaba—. No tiene la menor lógica. Claro que no vamos a esperar que los polis piensen con lógica, ¿eh, Steveporra?

Le devolví la sonrisa, me llevé la mano al ala del bombín y regresé rápidamente al cabriolé con Cyrus y los hermanos Isaacson.

El cochero había vuelto a dormirse, aunque cuando Cyrus subió se despertó sobresaltado y gimoteando. Puede que creyera que el viaje hasta allí había sido una pesadilla.

— ¡Oh, no, otra vez no! Mirad, voy a hablar con la policía…

Marcus, que se había aupado al estribo de hierro de un lado del cabriolé mientras su hermano se subía al otro, le enseñó la placa.

— Nosotros somos la policía, señor— dijo con firmeza. Se colgó la bolsa de instrumentos al hombro y se agarró con fuerza de un costado del compartimiento de pasajeros—. Siéntese y cállese la boca. No tardaremos mucho.

— No— se quejó el viejo, resignado a su suerte—. Si volvemos a la misma velocidad que hemos venido, seguro que no.

Me senté en el pescante, sacudí las riendas y las ruedas volvieron a retumbar sobre los adoquines de Clarkson Street. Al dejar atrás la extraña escena de los muelles, pensé— equivocadamente, como comprobaríamos después— que no volveríamos a oír hablar de aquel caso.

Mientras nos dirigíamos al este, seguí dándole vueltas en la cabeza a la sangrienta imagen del muelle y al deprimente encuentro con Kat y su acompañante. Pero cuando llegamos a Hudson Street y doblamos hacia el norte, me distrajo un sonido familiar y, dada la situación y la naturaleza de mis reflexiones, agradable: en cuanto nos alejamos lo suficiente de los polis para que no pudieran escucharlos, los hermanos Isaacson se enzarzaron en una discusión.

— No pudiste resistirte, ¿eh?— Oí que decía Marcus por encima del traqueteo de los cascos de la yegua sobre las piedras.

— ¿Resistirme a qué?— chilló Lucius a la defensiva mientras se asía con fuerza del lateral del cabriolé.

— Tenías que darles una clase, como si fueran un grupo de párvulos— dijo Marcus, irritado.

— ¡Estaba dejando constancia de pruebas importantes!— repuso Lucius.

Vi que se inclinaban el uno hacia el otro por encima de Cyrus y el desconcertado cochero, como un par de chiquillos pendencieros. Cyrus me sonrió. Habíamos sido testigos de cientos de discusiones parecidas. El cochero, sin embargo, parecía pensar que el extraño altercado era un indicio más de que había sido secuestrado por un grupo de dementes.

— ¿Dejando constancia de pruebas importantes?— repitió Marcus—. ¡Estabas fanfarroneando! Como si no tuviéramos suficientes problemas en el departamento para que tú te comportes como un viejo maestrillo.

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