El ángel de la oscuridad (57 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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La señorita Howard y yo lo miramos con perplejidad.

— Vaya— dijo ella por fin—. Hay que reconocer que esa mujer suscita fuertes reacciones en todas partes.

Me volví a mirar atrás y vi un cartel en uno de los edificios del margen del río, más allá de las fábricas. No alcanzaba a leer lo que decía, pero no era difícil imaginárselo.

— ¿Quiere que probemos suerte en la taberna?— pregunté señalando hacia allí.

— Supongo que sí— respondió la señorita Howard—, ya que hemos llegado hasta aquí.

Sin molestarnos en subir a la calesa, recorrimos a pie las tres o cuatro manzanas que nos separaban del edificio del cartel, que en efecto resultó ser lo que en ese pueblo llamaban «taberna», aunque en Nueva York habría pasado por un tugurio de mala muerte. Yo no estaba seguro de que aquel sitio fuera seguro para una mujer y un niño, y supongo que la señorita Howard me leyó el pensamiento, pues sacó su revólver con empuñadura de nácar apenas el tiempo suficiente para recordarme que lo llevaba encima.

— ¿Preparado?— preguntó mientras volvía a esconder el arma entre los pliegues de su ropa.

Asentí, aunque seguía muy nervioso.

— Preparado— dije y empujé la puerta del viejo edificio de madera.

El local apestaba a los olores habituales en esos sitios— cerveza, vino, tabaco, orina—, pero como además estaba muy cerca de un tramo particularmente sucio del Hudson, había que añadir a la mezcla la pestilencia del agua. Había una larga barra y una mesa de billar y el bar estaba iluminado (al menos en teoría) por una docena de lámparas de aceite. La concurrencia se componía de unos veinte hombres, de los cuales sólo unos pocos desarrollaban alguna actividad mientras la mayoría se limitaba a mirar las paredes y las ventanas con la mirada ausente propia de las personas que trabajan duro y cuyo único pasatiempo consiste en sentarse ante una copa de licor fuerte. Como suele suceder en las tabernas de los pueblos pequeños, todos los parroquianos se volvieron a mirarnos a la vez, y nos sorprendió ver entre ellos al mismo hombre con el que habíamos hablado un par de minutos antes. Fuera lo que fuese lo que Libby Hatch había hecho en aquel pueblo, era lo bastante grave para que un grandullón agotado como aquél corriera como un rayo por un atajo para advertir a sus amigos que un par de desconocidos había llegado al pueblo para hacer preguntas sobre ella.

La señorita Howard lo saludó con una inclinación de cabeza.

— Hola— dijo en voz baja, pero el hombre se giró hacia la barra como si no nos hubiera visto antes.

La señorita Howard me miró, indecisa. Esperé a que los parroquianos reanudaran sus conversaciones para murmurar:

— El tabernero.

Encontramos un sitio vacío al fondo de la barra y aguardamos a que el hombre delgado y de gesto malhumorado que estaba al otro lado se acercara a atendernos. Sin decir una palabra, el tabernero miró a la señorita Howard con frialdad.

— Buenas noches— dijo ella, tratando de ser cortés una vez más. Sin embargo la cortesía tampoco sirvió de nada en esta ocasión, pues el hombre siguió mirándola en silencio—. Buscamos información sobre…

— Yo sólo vendo bebidas— respondió el tabernero.

— Ah— dijo la señorita Howard. Reflexionó un instante y añadió—: En ese caso, tomaré un whisky. Y un refresco de raíces para mi amigo.

—-Tengo limonada— respondió el hombre y fijó su fría mirada en mí.

— De acuerdo, limonada— me apresuré a decir, tratando de disimular mi nerviosismo.

Unos segundos después el tabernero regresó con nuestra bebida. Entonces la señorita Howard puso unos billetes sobre el mostrador.

— No esperamos que la información sea gratis…— dijo.

Pero eso pareció enfurecer aún más al tabernero, que entornó los ojos y se inclinó sobre la barra.

— Escuche, señorita…— Una vez más nos convertimos en el centro de atención de todos los presentes—. Ya le han dicho que en este pueblo nadie le hablará de Libby Fraser. Es la última persona en el mundo de la que queremos hablar, y mucho menos con desconocidos.

La señorita Howard echó una ojeada rápida al local sucio y oscuro.

— No entiendo. ¿Por qué tienen tanto miedo?

Me estremecí; no era prudente acusar de cobardes a los parroquianos de un sitio como aquél. Pero, curiosamente, ni el tabernero ni ninguno de los clientes que habían oído la pregunta saltaron al cuello de la señorita Howard. Continuaron mirándonos fijamente, hasta que el tabernero respondió:

— A veces el miedo es simple sentido común. Y también lo es mantener la boca cerrada. Después de lo que le pasó a los Muhlenberg…

— ¿Los Muhlenberg?— preguntó la señorita Howard.

El tabernero comprendió que se había ido de la lengua y no respondió.

— Terminen sus bebidas y márchense de aquí— dijo mientras se alejaba hacia el otro extremo de la barra.

— Por lo menos podría decirnos dónde vive esa gente— insistió la señorita Howard, tentando a su suerte—. Creo que no lo entiende. Estamos llevando a cabo una investigación con el fin de llevar a esa mujer ante un tribunal y acusarla de un delito muy grave.

Todo el mundo guardó silencio. Pero de repente un tipo sentado en un rincón, cuya cara no pudimos ver, dijo:

— Viven en la vieja casa amarilla que está al final del pueblo.

— ¡Cierra el pico, Joe!— gruñó el tabernero.

— ¿Por qué?— dijo el hombre del rincón—. Si quieren pillar a esa puta…

— ¿Ah, sí? ¿Y si no lo consiguen y ella descubre que tú los ayudaste?

— Oh…

No fue más que un susurro cargado de temor, pero también lo último que oímos del individuo que estaba entre las sombras.

— No se lo repetiré— dijo el tabernero—. Terminen sus bebidas y lárguense.

Me pareció que lo más prudente era cumplir esa orden, pues la situación se ponía fea. El miedo produce ese efecto en los ignorantes: los vuelve inquietos y propensos a la violencia. Así que pensé que debíamos largarnos de la taberna y quizá también del pueblo. Por desgracia, la señorita Howard no compartía mi punto de vista. Cuando le di un golpecito en el hombro y me dirigí a la salida, me siguió, pero al llegar al otro extremo de la barra se detuvo a mirar por última vez a la colección de caras del local.

— ¿Acaso todos los hombres del pueblo tienen miedo a Libby?— preguntó.

Convencido de que se había pasado de la raya, prácticamente la empujé al otro lado de la puerta y luego hacia la calesa. Ella no me dio las gracias, pues no era la clase de mujer que se acobarda ante las amenazas o bravuconadas de los hombres, y la actitud de los parroquianos de la taberna sólo había servido para que se obcecara aún más en la idea de permanecer en Stillwater hasta que hubiéramos averiguado algo. Por eso cuando subimos a la calesa no pusimos rumbo hacia el norte para salir del pueblo, sino que continuamos hacia el sur hasta llegar a una casa vieja y desvencijada. Puede que algún día hubiera sido amarilla, pero esa noche era una masa de plantas trepadoras marchitas y pintura desconchada. La luz tenue de una lámpara brillaba en una de las ventanas, a través de la cual vimos pasar un par de veces la silueta de una persona.

— ¿Vamos a entrar?— pregunté, con la esperanza de que la señorita Howard cambiara de opinión.

— Por supuesto— respondió ella en voz baja—. Quiero saber qué diablos pasó aquí.

Asentí con resignación, bajé de la calesa y seguí a la señorita Howard a través de la desvencijada valla y por el jardín cubierto de malezas. Cuando llegamos a la puerta principal y mi amiga estaba a punto de llamar a la puerta, distinguí algo en la oscuridad a un costado de la casa.

— Señorita.— Le di un pequeño codazo y señalé—. Debería ver eso.

La señorita Howard siguió la dirección de mi dedo y vio las negras ruinas en el terreno colindante. Era evidente que se trataba de los escombros de otra casa, ya que dos chimeneas semiderruidas se alzaban en cada extremo, y a pesar de la mortecina luz de la luna, distinguimos una cocina de hierro, una bañera y una pila de lavabo. Los árboles y arbustos jóvenes que crecían entre los escombros indicaban que el incendio no era reciente.

La escena recordaba la casa del viejo Hatch en Ballston Spa.

— Vaya…— susurró la señorita Howard mientras retrocedía unos pasos para estudiar las siniestras ruinas.

Tuve la impresión de que los dos pensábamos lo mismo: que quizá los hombres de la taberna tuvieran buenas razones para tener miedo.

— No me habría gustado estar en esa casa— dije en voz baja—. Es difícil sobrevivir a un incendio como ése.

—-Yo diría que imposible— respondió ella con un gesto de asentimiento.

Sin embargo, ella se equivocaba. Una persona había sobrevivido al incendio, y estábamos a punto de conocerla.

36

Lo único que vimos de aquella oscura casa del extremo sur de Stillwater fue el vestíbulo y el salón, pero el recuerdo de esas estancias me ha quedado tan grabado en la mente que creo que podría describir todas y cada de una de las miles de pequeñas grietas que cruzaban las paredes como venas de un cuerpo moribundo. Pero para los fines de esta historia bastará con decir que una vieja negra respondió a nuestra llamada y nos miró como diciendo que no estaba acostumbrada a recibir visitas y que se alegraba de ello.

— Hola— dijo la señorita Howard—. Disculpe por la hora, pero ¿están el señor o la señora Muhlenberg?

La anciana negra miró a mi compañera con una mezcla de hostilidad y sorpresa.

— ¿Quién es usted?— preguntó. Pero antes de que la señorita Howard tuviera tiempo para responder, lo hizo ella misma—. Deben de ser forasteros. El señor Muhlenberg murió hace más de diez años.

La señorita Howard se quedó un poco cohibida al oír la noticia y dijo:

— Me llamo Sara Howard y éste es…— me señaló, buscando una justificación apropiada para mi presencia allí— mi cochero. Trabajo para el fiscal del distrito de Saratoga y estoy investigando el caso de una mujer que vivió en este pueblo. Se llama Libby Fraser. Nos dijeron que los Muhlenberg habían tenido cierta relación con ella…

La vieja alzó una mano para echarnos de la casa.

— No— dijo sacudiendo la cabeza con rapidez—. ¿Está loca? ¿Cómo se atreve a venir hasta aquí a preguntar por…? ¡Largo!

Pero antes de que nos arrojara a la noche, se oyó una voz en el salón.

— ¿Quién es, Emmeline?— preguntó una mujer con voz cascada—. Me ha parecido oír… ¡Emmeline! ¿Quién es?

— Una señora que ha venido a hacer unas preguntas, señora— respondió la vieja—. Pero no se preocupe. Me desharé de ella.

— ¿Qué clase de preguntas?— dijo la voz.

Entonces reparé en que dicha voz tenía una cualidad que el doctor habría llamado paradójica: el sonido en sí sugería que procedía de una persona de la edad de la negra, pero el timbre agudo y la rapidez de las palabras eran más propios de una mujer mucho más joven.

La mujer de la puerta se estremeció, suspiró y gritó:

— Preguntas sobre Libby Fraser.

Hubo una larga pausa y por fin la voz del salón habló en tono más pausado:

— Sí, es lo que me había parecido oír. ¿Ha dicho que trabaja para el fiscal del distrito?

— Sí, señora.

— Entonces hazla pasar, Emmeline. Hazla pasar.

La negra se apartó de mala gana y la señorita Howard y yo nos internamos en el oscuro vestíbulo hasta llegar al salón.

Era imposible determinar el color de las paredes agrietadas de esa estancia o de los trozos de papel pintado que aún permanecían pegados en algunos puntos. Los muebles estaban apiñados alrededor de la pesada y decrépita mesa donde estaba la lámpara. La tenue luz amarilla de la pequeña y humeante llama no alcanzaba a iluminar todos los rincones de la habitación, y era en uno de esos rincones oscuros donde nuestra «anfitriona» estaba sentada en un raído diván, con las piernas y casi todo el cuerpo cubiertos con una manta. Tenía un abanico en la mano y lo agitaba despacio para refrescarse; o al menos eso es lo que me pareció. Y la intuición me decía que no había ninguna otra persona en la casa.

— ¿Señora Muhlenberg?— preguntó la señorita Howard en voz baja mirando hacia el rincón oscuro.

— No sabía que el fiscal del distrito contratara mujeres— respondió la voz ronca—. ¿Quién es usted?

— Me llamo Sara Howard.

La cabeza que estaba detrás del abanico hizo un gesto de asentimiento.

— ¿Y el chico?

— Es mi cochero— respondió la señorita Howard y me sonrió—. Y mi guardaespaldas.— Se volvió a la señora Muhlenberg—. Yo diría que en este pueblo necesito uno.

La cabeza siguió asintiendo entre las sombras.

— Pregunta por Libby Fraser y ella es una persona peligrosa.— De repente, la señora Muhlenberg aspiró una bocanada de aire con un gemido que habría puesto la carne de gallina a un muerto—. Por favor— dijo después de unos segundos—, siéntense.

Encontramos dos sillas que parecían algo más firmes que el resto del mobiliario y nos sentamos.

— Señora Muhlenberg— comenzó la señorita Howard—, le confieso que estoy bastante desconcertada. No he venido aquí a buscar problemas ni con la intención de molestar a nadie. Pero parece que la sola mención del nombre de Libby Fraser…

— ¿Ha visto lo que queda de la casa de al lado?— interrumpió la señora Muhlenberg—. Ésa era mi casa. O mejor dicho, la casa de mi marido. Vivíamos allí con mi hijo. Los habitantes de este pueblo no quieren ver sus casas reducidas a cenizas.

La señorita Howard se tomó unos segundos para asimilar esas palabras.

— ¿Quiere decir que lo hizo ella? ¿Libby Fraser?

La cabeza volvió a asentir.

— No es que haya conseguido probarlo. Como tampoco pude probar que asesinó a mi hijo. Es demasiado lista…

Al oír mencionar a otro niño muerto en un pueblo y una casa como ésos, sentí el impulso de saltar por la ventana, correr a la calesa y fustigar al pequeño Morgan todo el camino hasta Nueva York. Pero la señorita Howard permaneció impasible.

— Ya entiendo— dijo en voz baja pero firme—. Creo que debería saber que el señor Picton, el ayudante del fiscal del distrito, prepara un auto de acusación contra la mujer que usted conoce como Libby Fraser. Por el asesinato de sus propios hijos.

Eso arrancó otro patético gemido de los labios de la mujer, uno de cuyos pies comenzó a moverse rítmicamente en un extremo del diván.

— Sus propios…— El pie se detuvo de golpe—. ¿Cuándo? ¿Dónde?

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