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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (61 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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De modo que la señorita Howard y yo tendríamos que buscar a alguien más que sus padres; con toda seguridad, al este del Hudson nos aguardaba la tumba de otro niño. La entrevista con la señora Muhlenberg nos había dado sólo una idea general de dónde iniciar la búsqueda. Había numerosos pueblos en la orilla opuesta del río y en consecuencia debíamos comenzar lo antes posible. Creo que la señorita Howard tenía intención de empezar de inmediato, pero yo no estaba dispuesto a ir a ninguna parte en plena noche. Además, le debíamos al Niño la primera noche en la cómoda cama que le habíamos prometido. Picton lo acompañó a una habitación en la última planta y los dos subieron por las escaleras charlando como viejos amigos. No nos habíamos equivocado al pensar que la locuacidad de ambos marcaría el inicio de una estrecha amistad. Cuando nos preguntamos qué pasaría con el Niño una vez concluido el caso, Picton nos aseguró que no tendría inconveniente en mantenerlo a su servicio, lo que sin duda daría tema de conversación a los habitantes de Ballston Spa. Con su futuro felizmente resuelto, el filipino se arrojó sobre la cama como si fuera un océano y sólo hizo un alto en su exaltada celebración cuando Picton le advirtió que la señora Hastings no aprobaría que saltara sobre la colcha con mis zapatos de fiesta puestos.

El doctor decidió que nuestro nuevo socio trabajaría conmigo y con la señorita Howard en el futuro inmediato. Era imposible predecir los problemas que acarrearían nuestras indagaciones en el pasado de Libby Hatch, pero era evidente que las habilidades del Niño resultarían útiles en caso de que tuviéramos que enfrentarnos a nuevos peligros. Era fácil comprender y aceptar esta precaución, pero hasta pasados unos días no descubriríamos cuánto nos divertiría la compañía de nuestro nuevo socio. Mientras recorríamos los pueblos de la orilla este del Hudson y la señorita Howard interrogaba a todo el mundo sobre la familia Fraser, el Niño y yo comenzamos a estrechar nuestra amistad: hacíamos payasadas, nos reíamos y no teníamos pelos en la lengua para decir a cualquier pueblerino antipático o intratable dónde podía meterse su hostilidad. La lealtad incondicional del filipino, que se había transferido a nosotros después de muchos años de prestarla a regañadientes al hijo de su benefactor, le granjeó también la simpatía de la señorita Howard, algo que jamás habría conseguido un norteamericano blanco corriente. El Niño no la trataba con condescendencia ni con caballerosidad, sino sencillamente con el respeto que merecía por haber hecho algo bueno por él.

Necesitamos toda la jovialidad posible durante nuestro primer día de pesquisas, ya que la señorita Howard sólo obtuvo respuestas negativas y más miradas hostiles y suspicaces de la población local. A esas personas parecía traerles sin cuidado que estuviéramos persiguiendo a una asesina. Para ellos éramos ante todo forasteros, y la naturaleza de nuestra causa no bastaba para derribar esa barrera. El miércoles por la noche regresamos a casa de Picton sin premio alguno por nuestros esfuerzos, pero el jueves nos levantamos de madrugada y volvimos a emprender viaje, decididos a no dejarnos vencer por la frustración. Al amanecer cruzamos el río en una barca de pasaje, avanzando directamente hacia el deslumbrante resplandor del sol. Habría sido una experiencia descorazonadora de no ser porque el Niño, tendido en el asiento trasero de la calesa, afilaba su
kris
mientras cantaba con alegría una canción en su lengua nativa, que según me contó hablaba de la mañana en la selva tropical donde había crecido.

El resto de la mañana estuvo plagada de decepciones y el panorama no mejoró por la tarde. La señorita Howard continuó preguntando con diligencia por la familia Fraser pueblo tras pueblo, taberna tras taberna, oficina de correos tras oficina de correos. Cuando la luz cobró el rojizo matiz del atardecer, yo ya estaba convencido de que no conseguiríamos hacer ningún descubrimiento de interés antes de que se reuniera el jurado de acusación. Al fin y al cabo, ni siquiera sabíamos si Fraser era el apellido familiar de Libby Hatch, un alias o acaso el nombre falso del padre del primer hijo de la mujer. De lo único que estábamos seguros era de que en algún lugar— quizás en un estado diferente— había una tumba con el nombre de ese primer hijo y a medida que la tarde dejaba paso a la noche, la señorita Howard comenzó a pensar que tal vez con eso bastara por el momento. En caso de que Picton necesitara información más precisa sobre esa época de la vida de Libby para el juicio (si éste llegaba a celebrarse), o bien tendría que apañárselas para obligar a hablar a la interesada en el estrado o nosotros deberíamos reanudar nuestras pesquisas. Pero la señorita Howard estaba cada vez más convencida de que la violencia de Libby era producto de la sociedad opresiva e hipócrita en que había crecido, así como de presuntos conflictos en su vida familiar, y por consiguiente comenzaba a ver nuestra infructuosa y apremiante búsqueda como una pérdida de tiempo. Huelga decir que a la señorita Howard no le gustaba esa sensación.

Por lo tanto, cuando el reloj del palacio de justicia de Ballston Spa dio las siete de la tarde, ya entrábamos en el pueblo por el camino de Malta, lo bastante cerca para oír las campanadas. Pasamos ante las tiendas cerradas y las silenciosas casas de Ballston, dimos la vuelta a la estación de trenes y subimos por Bath Street, pasando frente a la ventana del despacho de Picton. El Niño dormía en el asiento de la calesa; la señorita Howard, sentada junto a mí en el pescante, estaba abstraída en sus pensamientos, y yo me las veía y me las deseaba para mantener los ojos abiertos, ya que el lento y rítmico repiqueteo de los cascos de nuestro fiel Morgan me había sumido en un estado de relajación profunda.

Naturalmente, era la clase de situación en que se arma la gorda.

— ¡Stevie!— Pensé que la voz surgía de mi cabeza, que formaba parte de un sueño—. ¡Stevie! ¡Sara! ¡Maldita sea! ¿No me oyen?

La señorita Howard terminó de despertarme y los dos miramos alrededor, aunque no vimos a nadie. Pero cuando la voz volvió a llamarnos, la identifiqué como la de Picton y comprendí que procedía de la ventana de su despacho.

— ¡Estoy aquí arriba!— gritó, y entonces vimos que tenía medio cuerpo asomado fuera del edificio de los tribunales y que agitaba la pipa en una mano y un papel en el otro para llamar nuestra atención—. Escucha, Stevie. ¡Ve a la granja de los Weston y trae al doctor! No tienen teléfono y tenemos que hablar. Me dijo que volvería a las nueve, pero he recibido un telegrama de John y necesito verlo de inmediato.

— Pero la vista es mañana por la mañana— respondió la señorita Howard—, y todavía…

— No importa. ¡Todo está arreglado!— gritó Picton, dejándonos de una pieza—. Sara, sube a mi coche y ve a buscar a Lucius y a Cyrus. Stevie, tú tienes que traer aquí al doctor lo antes posible.

La señorita Howard saltó al suelo y echó a correr por High Street hacia la escalinata de entrada de los tribunales. Cuando estaba a mitad de camino, dio media vuelta y me gritó:

— ¡Despierta al Niño, Stevie! Él te ayudará a mantenerte despierto.

— ¡Como si fuera a dormirme ahora!— respondí, lleno de energía—. ¡Quiero saber qué diablos pasa!

La señorita Howard sonrió, se levantó la falda y echó a correr otra vez. Pensándolo mejor, supuse que me vendría bien un poco de compañía mientras desandaba el camino que acabábamos de recorrer, de modo que di una buena sacudida a mi amigo, que en rápida sucesión saltó como impulsado por un resorte, sacó su
kris
y se preparó para arrojarlo.

— Tranquilo, chico— dije mientras daba un golpecito en el lugar del pescante donde había estado sentada la señorita Howard—. Ven aquí y agárrate fuerte; va a ser un viaje movidito.

El Niño rió, encantado con el privilegio de ocupar un sitio en el pescante, saltó a mi lado y poco faltó para que cayera al suelo cuando giré el coche y sacudí las riendas contra el lomo del Morgan. No podríamos apretar el paso hasta que saliéramos del pueblo, pero en cuanto lo hicimos el caballo no pareció afectado por el largo viaje previo y avanzamos a galope tendido, levantando una impresionante polvareda y haciendo tanto ruido que el Niño no resistió la tentación de cantar otra canción, esta vez una que había aprendido en sus tiempos de pirata en los mares del sur de China.

Todavía había luz natural cuando llegamos a la granja de los Weston, lo que daba fe de la resistencia de nuestro caballo y de mis habilidades como cochero. Josiah Weston, sorprendido de ver al filipino vestido con mi traje de etiqueta, me comunicó que Clara y el doctor estaban junto al arroyuelo situado detrás de la casa, dibujando otra vez. Esto no me sorprendió; el doctor tenía una paciencia infinita, y si un niño respondía bien a un determinado tratamiento o sistema de comunicación, seguía adelante durante días y días. Le pedí al Niño que fuera a buscar agua y comida para el caballo y corrí hacia el arroyo.

Tras cruzar como un relámpago primero un gran huerto y luego un campo de maíz, corrí junto al turbulento y cristalino arroyo, presa de un creciente entusiasmo que no sabía a qué atribuir. Salté sobre las piedras y la fangosa hierba de la orilla buscando a Clara y al doctor, pero no los encontré de inmediato. Aunque sabía que el ruido del agua les impediría oírme, los llamé un par de veces sin detenerme a escuchar su respuesta. Por fin, después de unos minutos de saltos y piruetas, avisté al doctor a unos setecientos metros río arriba. Estaba sentado bajo un gigantesco arce, una de cuyas protuberantes raíces formaba una especie de plataforma sobre el lecho del arroyo. Clara, sentada frente a él, dibujaba en silencio.

Cuando estuve lo bastante cerca para que me oyeran, aflojé el paso. Estaban sentados junto a una curva del arroyo, un remanso que me permitió oír la voz suave con que el doctor se dirigía a Clara. Era evidente por lo que decía que sus tentativas de comunicarse con la niña se hallaban en un momento crucial.

—… verás, Clara, entonces comprendí que lo que había pasado no era culpa mía y que me sentiría mejor si contaba la verdad de lo ocurrido a los demás. Me ayudaría a permanecer sano y salvo e impediría que mi padre volviera a hacer lo mismo.

Las palabras del doctor no me sorprendieron, pues ya se las había oído pronunciar muchas veces con anterioridad, y aunque sabía que debía aproximarme con sigilo, también sabía que seguiría una pausa en la conversación, ya que Clara se empeñaría en proteger su mente trastornada de esta última idea. Aguardé entonces esa oportunidad para anunciar que el doctor debía regresar de inmediato al pueblo.

Pero me quedé boquiabierto al oír que la niña respondía al doctor en una voz débil y un tanto ronca, aunque sorprendentemente clara:

— ¿Y tu papá se hizo más bueno?

El doctor asintió despacio.

— Era un hombre muy enfermo, como tu mamá. Pero sí, con el tiempo se hizo más bueno. Y a ella le pasará lo mismo.

— Pero sólo si digo la verdad— dijo Clara en voz baja y cargada de pánico.

Ya no cabía duda alguna: ¡estaban manteniendo una conversación!

39

Consciente de la importancia del acontecimiento, hice un esfuerzo sobrehumano para no interrumpirlos, pero la humedad del suelo de la orilla pudo más que yo. Mientras contenía la respiración, sentí que uno de mis pies se hundía en el fango cubierto de hierba y lo desenterré con un chapoteo audible y un tanto cómico. El doctor y Clara se volvieron en el acto y se pusieron en pie. La pequeña corrió a esconderse detrás de la pierna del doctor, pero cuando me reconoció y vio que estaba manchado de barro hasta la rodilla emitió una de sus curiosas risitas roncas. El doctor también rió y yo me ruboricé.

— Lo siento— dije mientras sacudía la bota para desprender los pegotes de barro—. No quería interrumpir, pero…

Me miré la pierna y los dos rieron con más ganas.

— Ya ves, Clara, creo que alguien ha estado espiándonos— bromeó el doctor—. ¿Qué te parece?

La niña me miró sonriente; luego alzó la cabeza hacia el doctor, como si quisiera decirle algo al oído. Él se agachó para escucharla y volvió a reír.

— ¡No, es obvio que no se le da nada bien!— Con una mirada que decía a las claras que más me valía tener una buena excusa para estar allí, agregó—: ¿Y bien, Stevie? ¿Qué te trae por aquí?

— Me envía el señor Picton— respondí con tono despreocupado para no asustar a Clara—. Dice que es hora de que regrese. Parece que ha recibido un telegrama del señor Moore— añadí con voz cargada de intención.

Al doctor se le iluminaron los ojos, pero consiguió controlar sus emociones.

— Ya veo.— Bajó la vista hacia Clara y luego me miró otra vez a mí—. De acuerdo, te veré en la casa dentro de cinco minutos.

Asentí con un gesto y di media vuelta mientras el doctor reanudaba la conversación con su joven paciente.

Cuando llegué a la casa, el barro que me cubría la pierna y el pie comenzaba a secarse, pero aun así mi aspecto era lo bastante ridículo para arrancar una sonora carcajada al Niño. Continuó riendo mientras yo me quitaba la bota y trataba de limpiarme, pero en cuanto el doctor y Clara regresaron, adoptó una actitud seria y respetuosa. La pequeña pareció intrigada por la presencia del aborigen, pero no asustada, y después de mirarlo con atención volvió a susurrar algo al oído del doctor. Este sonrió y acarició la cabeza de Clara mientras le explicaba que la altura del Niño era normal entre los individuos de su raza.

— Viene del otro extremo del mundo— añadió—, donde hay cosas muy extrañas. Algún día las verás, si quieres.— Se acuclilló para mirarla a los ojos—. Mañana por la mañana vendré a buscarte para ir a los tribunales, Clara. Y tal como te prometí, permaneceré a tu lado. El señor Picton te hará algunas preguntas, eso es todo, así que no hay razón para tener miedo. Recuerda que la verdad ayudará a todo el mundo.

Clara asintió, haciendo un esfuerzo visible para creerle. Josiah Weston se aproximó y le rodeó los hombros con un brazo. Consciente de que la niña estaba a punto de someterse a una prueba importantísima, Weston estrechó la mano del doctor con aparente confianza, aunque al mismo tiempo me pareció entrever un atisbo de duda en sus ojos, como si se preguntara si estábamos haciendo lo correcto. Pero cuando el doctor iba a subirse al coche de alquiler, Clara corrió tras él y se agarró a su pierna, tal como hacían muchos niños del instituto, y creo que este gesto convenció a Weston mejor que cualquier discurso de que habíamos emprendido el único camino que la llevaría a encontrar la paz.

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