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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (64 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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A modo de respuesta, Clara se ocultó detrás del brazo del doctor. El sheriff fijó la vista en él y la sonrisa se esfumó de su cara.

— Como le decía, Josiah, le resultará más fácil entrar por la parte de atrás.

Weston asintió y Peter giró hacia Bath Street, descendiendo por la cuesta en dirección a la entrada posterior. Yo hice ademán de seguirlo, pero Cyrus me agarró el brazo.

— No, Stevie— dijo—. Entremos por la puerta principal. Así nos aseguraremos de que la gente no los siga.

Comprendí lo que quería decir: Cyrus y el Niño acapararían la atención de la multitud, y si estacionábamos frente al edificio y nos dirigíamos con total descaro a la puerta principal conseguiríamos que Clara y los Weston entraran sin problemas.

De modo que aguijé al caballo de Picton y cruzamos a paso rápido la media manzana que nos separaba de la puerta. Como había previsto Cyrus, todos los ojos se clavaron en nosotros en cuanto bajamos de la calesa y enfilamos hacia la escalinata. Se oyeron algunas risas, pero más chasquidos de lengua y juramentos quedos, además de los inevitables insultos como «malditos negros» dedicados a Cyrus y al Niño. Pero los listillos que lanzaron dichas blasfemias no sabían con quiénes trataban: El Niño, si los oyó, no se dio por enterado, y Cyrus estaba acostumbrado a controlar sus emociones ante esa clase de calificativos.

En la puerta nos encontramos cara a cara con Henry, que se mordisqueaba las uñas, obviamente preocupado por lo que pensaría la multitud de su siguiente movimiento.

— ¿Qué es esto, Henry?— preguntó un tipo trajeado de aspecto pomposo y a quien reconocí por la voz. Era Grose, el director del
Ballston Weekly Journal
—. ¿Se prohíbe el paso a los ciudadanos respetables y a los miembros de la prensa, pero se permite entrar a un niño y a…— Grose miró a Cyrus y al Niño— en fin, a unos salvajes?

Obviamente confundido, Henry obedeció a sus instintos de hombre servil: se cruzó de brazos, sacó pecho y miró a Cyrus a los ojos.

— Lo lamento, pero no se admite la presencia del público durante las deli… deli…

— Deliberaciones— lo ayudó Cyrus con expresión impasible.

Los ojos del guardia se llenaron de resentimiento.

— Las deliberaciones del jurado— concluyó Henry.

— Señor— replicó Cyrus en voz baja—, sabe muy bien que trabajamos en la investigación a las órdenes del ayudante del fiscal del distrito. De modo que puede dejarnos entrar ahora u obedecer a esta gente y dar las explicaciones pertinentes al señor Picton más tarde. Él es su superior.— Cyrus señaló a la turba con un movimiento de la barbilla—. Esas personas no.

A mi espalda, alguien espetó «negro de mierda» y una mano apareció entre los cuerpos apiñados para hacer presa en el hombro de Cyrus. El brazo tiró de mi amigo. La cara del agresor estaba llena de un rencor a todas luces intensificado por unas cuantas copas tempranas. Pero fuera quien fuese ese sujeto, el alcohol lo había inducido a tomar una desafortunada decisión: Cyrus agarró los dedos que le aferraban el hombro y los levantó un par de centímetros. Sin apartar los ojos del guardia, mi amigo comenzó a apretar con fuerza mientras la frente de Henry se perlaba de sudor. Las manos de Cyrus eran como una prensa de acero, y al cabo de unos segundos se oyeron los gemidos del hombre que había intentado agarrarlo, unos gemidos que se convirtieron en un alarido de dolor cuando los huesos crujieron.

— De acuerdo, de acuerdo— dijo Henry y se apartó de la puerta—. Pasen, ¡pero le contaré lo ocurrido al señor Picton!

Cyrus aseguró a Henry que él también ofrecería su versión de lo sucedido a Picton, y dimos un portazo a nuestras espaldas mientras las exclamaciones de la multitud se hacían más estridentes y furiosas.

En el vestíbulo estaban el señor Moore, la señorita Howard y Lucius, paseándose con nerviosismo frente a la puerta de la pequeña sala de vistas situada a la izquierda.

— ¿Qué demonios pasa ahí fuera?— preguntó el señor Moore cuando llegamos a su lado.

— Parece que ya se han calentado los ánimos— respondí—. Uno de esos idiotas pretendía pelearse con Cyrus.

— ¿Te encuentras bien?— preguntó la señorita Howard al ver la cara demudada de Cyrus.

— ¡Seguro que está bien!— exclamó el Niño, que miraba a Cyrus con veneración—. Es el maestro. ¡Ninguno de esos cerdos de ahí fuera puede vencer al señor Montrose!

Un tanto avergonzado, Cyrus asintió con un gesto.

— Nada fuera de lo común, señorita. ¿Ya han comenzado?

— Eso creo— respondió ella—. Gracias a Dios, permitieron que la familia entrara con Clara. La niña estaba blanca como el papel.

— Bueno— dije. Espié a través de la rendija de las puertas correderas de caoba de la sala de vistas, pero no conseguí ver nada—, tendremos que esperar un rato.— Levanté las manos—. Y antes de que nadie me pregunte, tengo cigarrillos de sobra.

Las dos horas siguientes fueron angustiosas, pues no teníamos adonde ir (podíamos descartar un paseo por los jardines) ni nada que hacer, aparte de fumar y preocuparnos. Quienquiera que hubiera construido las puertas del edificio de los tribunales había hecho un buen trabajo, pues además de que no se veía nada a través de las rendijas, en ningún momento oímos más que un leve murmullo procedente del interior. El señor Moore dijo que eso era una buena señal, pero incluso si tenía razón, resultaba extraño estar junto a la puerta de una sala sin oír los habituales ecos de una discusión. Ni siquiera oímos el sonido del mazo, pues como ya he dicho los procedimientos del jurado de acusación eran y son dirigidos por el fiscal del distrito (o en este caso por su ayudante) y en la sala no había un juez para alborotar el cotarro. Dentro sólo estaban Picton, sus testigos y el jurado. Dadas las circunstancias y la quietud del lugar, nuestras sospechas de que todo marchaba bien parecían fundadas, así que nos empeñamos en creerlo así mientras esperábamos.

Por una vez no nos equivocamos. A eso de la una y media, oímos ruido de sillas y pasos en la sala de vistas y por fin se abrieron las dos puertas tiradas por sendos agentes judiciales. El doctor y los Weston fueron los primeros en salir, y aunque el primero tranquilizaba afectuosamente a la todavía pálida Clara, al pasar a nuestro lado nos hizo un pequeño gesto afirmativo para comunicarnos que habían obtenido el auto de procesamiento. Los demás comenzamos a congratularnos, pero nos interrumpimos al ver a la familia Weston salir de la sala de vistas: Josiah parecía haber sobrevivido a una batalla, y su esposa Ruth estaba pálida y con aspecto frágil, tanto que creo que se habría desmayado de no ser porque Kate y Peter la sostenían por ambos brazos. Cuando pasaron junto a nosotros, la alegría que sentíamos se esfumó, pues de pronto tomamos conciencia de lo que acababa de suceder, de lo que aún quedaba por hacer y del peligro que entrañaba el regreso de Libby Hatch a Ballston Spa.

Los miembros del jurado de acusación permanecieron dentro de la sala, como si tuvieran miedo de salir, y cuando Picton apareció con el sheriff Dunning, el primero parecía tan aturdido y trastornado que era fácil adivinar en qué pensaba: el pueblo de Ballston Spa, que nos había demostrado su hostilidad durante toda la mañana, se llevaría una sorpresa que multiplicaría varias veces su resentimiento. Picton había sacado la pipa y apuntaba con ella a la cara del sheriff, como si fuera una pistola, mientras le daba instrucciones:

—… hablo en serio, Dunning, al margen de su opinión personal sobre el caso, se ha seguido el procedimiento legal y espero que usted y todos los funcionarios del juzgado respeten la ley del condado y respalden la decisión del jurado de acusación. Eso incluye proteger a las personas que mi oficina decida contratar como colaboradores, así como a cualquier otra persona que yo crea que lo necesita. El fiscal Pearson estará ausente durante los procedimientos, de modo que yo he quedado a cargo. Espero haber hablado con suficiente claridad.

El sheriff lo atajó alzando una mano.

— Ahórrese la molestia, señor Picton. Admito que yo estaba en contra de la investigación y de que se presentaran cargos, pero después de lo que he visto y oído ahí dentro…— Los ojos arrugados del sheriff buscaron a Clara Hatch y tuve la impresión de que estaban a punto de derramar alguna lágrima—. En fin— prosiguió mientras se acariciaba el poblado bigote—, soy lo bastante hombre para reconocer cuándo me equivoco, y en esta ocasión estaba equivocado. — Volvió a mirar a Picton—. Si la Policía de Nueva York nos ayuda, conseguiremos traer a esa mujer aquí y lo único que puedo decirle, señor Picton— el sheriff le tendió la mano— es que espero que a partir de entonces Dios lo acompañe, porque usted actuará en su nombre.

Era de esperar que Picton manifestara gratitud o emoción ante esta efusiva y sincera muestra de apoyo, pero se limitó a estrechar la mano del sheriff con rapidez y asintió, dejando claro que le daba exactamente igual que sus vecinos lo alabaran o lo maldijeran.

— Bueno, en estos momentos el Señor tendrá que ayudarme a abrirme paso entre la multitud— dijo con un ademán hacia el exterior—, de modo que si usted y sus agentes tienen la bondad de desalojar la escalinata…

— Desde luego, señor— se apresuró a responder el sheriff—. De inmediato. ¡Abe! ¡Gully! ¡Adelante, muchachos!

Los tres hombres se dirigieron a la puerta principal, que seguía firmemente cerrada, y los demás los seguimos. En ese momento me embargó una extraña mezcla se sensaciones— entusiasmo, miedo y acaso tristeza— y creo que los demás miembros de nuestro equipo sentían algo parecido. Pero saltaba a la vista que los Weston sólo compartían el miedo y la tristeza. Se apiñaron en torno a Clara formando una barrera humana a su alrededor, como si temieran que en cualquier momento alguien fuera a arrebatársela. Dada la situación en las puertas del tribunal, era una actitud bastante sensata.

En cuanto se abrió la puerta, se reanudaron los furiosos parloteos que habíamos oído dos horas y media antes, y el sheriff Dunning y sus hombres tuvieron que emplear todas sus dotes de convicción— amén de algunos empujones y sacudidas— para abrir paso a Picton en la escalinata. El fiscal se detuvo en el último peldaño, encendió la pipa y miró las cabezas bamboleantes con absoluto desdén. Después de oír sus insultos durante un par de minutos, levantó las manos.

— ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Quieren controlarse, si es posible!— gritó—. Ni el sheriff ni yo tenemos intención de declarar ilegal esta asamblea, pero les ruego que escuchen con atención lo que tengo que decir.— El ruido se acalló y Picton escrutó con interés las caras que tenía más cerca—. ¿Está por aquí el señor Grose?

— ¡Aquí estoy!— gritó el director del periódico local mientras avanzaba hacia la primera fila—. ¡Aunque no muy contento de haber tenido que esperar varias horas en la calle, bajo el sol del mediodía y en pleno mes de julio!

— Es comprensible— respondió Picton—. Pero los alborotadores nunca han recibido un justo pago por sus esfuerzos, ¿verdad, señor Grose? Ahora me propongo aclarar algunas cosas para no tener que repetirlas una y otra vez durante las semanas siguientes. El jurado de acusación se ha reunido y ha tomado una decisión que todos debemos respetar.

— ¡Desde luego!— respondió Grose mirando alrededor con una sonrisa—. ¡Y yo espero que usted la respete, señor Picton!

— Claro que lo haré, señor Grose— replicó Picton, encantado de descubrir que el periodista daba por sentado que la fiscalía había fracasado—. En estos momentos se está redactando un auto de procesamiento contra la señora Elspeth Hunter de la ciudad de Nueva York, antes conocida como la señora Elspeth Hatch de Ballston Spa, antes conocida como la señorita Elspeth Fraser de Stillwater. Está acusada de los homicidios en primer grado de Thomas Hatch y Matthew Hatch y del intento de homicidio de Clara Hatch, delitos que se produjeron la noche del 31 de mayo de 1894.

Confieso que esperaba que al oír esta noticia la multitud organizara una buena gresca, así que me llevé una sorpresa— y el señor Picton también, a juzgar por su cara— cuando los vecinos se limitaron a lanzar quedas expresiones de horror, como si un fantasma acabara de cruzarse en su camino.

— ¿Qué… qué dice?— preguntó el señor Grose. Miró al sheriff—: Phil, ¿quiere decir…?

El comisario echó una mirada larga y seria al periodista.

— Yo en tu lugar le permitiría terminar, Horace.

Ante el silencio de la multitud, Picton concluyó su declaración con menos furia en la voz:

— Tenemos pruebas materiales que demostrarán la culpabilidad de esa mujer, tenemos un móvil poderoso, respaldado por testigos y también un testigo presencial de los crímenes. La oficina del fiscal del distrito no habría iniciado una acción judicial sin contar con todos estos elementos.

Picton hizo una pausa, como si todavía esperara un alboroto, pero lo único que oímos fue la súbita exclamación de «¡Dios santísimo!» de un individuo que estaba situado al fondo y que de inmediato salió disparado hacia la estación de tranvías. Antes de que se alejara, conseguí identificarlo:

Era el camarero que nos había atendido en el casino, y no había que ser un genio para deducir que su jefe lo había enviado para que se informase de los últimos acontecimientos.

Con esta información, Canfield abriría las apuestas sobre el caso para aquellos clientes que no obtuvieran suficiente satisfacción con la ruleta, el póquer o el faraón. Pero era evidente que el camarero no estaba preparado para lo que había oído, y a juzgar por la rapidez con que corría supuse que esa misma noche, en el establecimiento de Canfield, los forofos del juego de Saratoga apostarían fuerte por la condena de Libby Hatch.

El resto de la gente permaneció en su sitio, mirando a Picton con la misma expresión con que nos habían mirado cuando transportábamos a Clara Hatch a los tribunales. Seguían resentidos, no cabía duda, pero a su enojo se había sumado la clase de confusión que demuestra una vaca furiosa cuando alguien le da con una pala en la cabeza. Tuve la impresión de que no sabían qué hacer, hasta que el sheriff se puso delante de Picton.

— ¿Eso es todo, señor?— preguntó.

— Sí, Dunning— respondió Picton—. Dispérselos. No tengo nada que añadir.

— ¿Nada que añadir?— Era la voz de Grose, aunque sonaba muy distinta una vez que había perdido su pomposa arrogancia—. Picton— prosiguió en voz baja—, ¿se da cuenta de lo que acaba de decir?

Picton asintió con expresión seria.

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